Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

miércoles, 19 de octubre de 2016

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama: Eucaristía porque es acción de gracias a Dios. Las palabras eucharistein (Lc 22,19; 1 Co 11,24) y eulogein (Mt 26,26; Mc 14,22) recuerdan las bendiciones judías que proclaman —sobre todo durante la comida— las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación. Vatican.va





La Eucaristía


El remedio de nuestra necesidad cotidiana -San Ambrosio-



Señor, creo en ti.

Creo que por amor

te has quedado en la Eucaristía

para darme el pan que me da la vida.

Confío en tus planes divinos

y te pido en esta oración

una fe que me haga ver mucho más allá

de las preocupaciones,

de las tristezas,

de los obstáculos,

para poder caminar siempre hacia delante.

Hazme fuerte para recibir los golpes que me da la vida.

Déjame saber qué es lo que tú quieres de mí.

Déjame tu paz y haz que la comparta con quien no la tenga.

Acompáñame en el camino y déjame sentir que vas a mi lado.





Eucaristía es la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre. Se trata de una realidad muy profunda y compleja que forma parte de la más antigua tradición. Tal vez sea la realidad cristiana más compleja y difícil de comprender y de explicar. Trataremos de considerarla bajo sus dos aspectos: el de Eucaristía como sacrificio y el de Eucaristía como sacramento, distinción que se explica en virtud de su doble significación ya que:
1) Por una parte, la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre renueva el sacrificio de Jesucristo en la Cruz. Es volver a hacer actual un hecho que ya sucedió, volver a traer toda la gracia de la Pasión y de la Resurrección de Cristo a nuestro hoy. La doble consagración manifiesta la cruenta oblación del Cuerpo y Sangre de Jesucristo en la Cruz que ahora se verifica, en nuestro presente, incruentamente sobre el altar.
2) Y por otra, después de efectuada la consagración Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad bajo las especies de pan y vino.

Aunque el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía se realizan por medio de la misma consagración, existe entre ellos una distinción conceptual. La Eucaristía es sacramento en cuanto Cristo se nos da en Ella como manjar del alma, y es sacrificio en cuanto que en Ella Cristo se ofrece a Dios como oblación El sacramento tiene por fin primario la santificación del hombre; el sacrificio tiene por fin primario la glorificación de Dios.

Santo Tomás señala que "el sacramento de la Eucaristía se realiza en la consagración, en la que se ofrece el sacrificio a Dios”. Con estas palabras indica que el sacrificio y el sacramento son una misma realidad, aunque podemos considerarlos por separado en cuanto que la razón de sacrificio está en que lo realizado tiene a Dios como destinatario, mientras que la razón de sacramento contempla al hombre, a quien se da Cristo como alimento. Tiene razón de sacrificio en cuanto se ofrece, y de sacramento en cuanto se recibe.

La Eucaristía como sacramento es una realidad permanente, es la Hostia ya consagrada, en la comunión, en la reserva del sagrario, en la exposición del Santísimo, etc.; como sacrificio es una realidad transitoria.

En la charla de este viernes vamos a centrarnos en la Eucaristía como sacramento y dejaremos para la próxima su consideración como sacrificio




¿Qué es un sacramento?

Los sacramentos son signos de lo sagrado, símbolos con los que expresamos la inserción de Dios en nuestra vida. Con ellos se lleva a cabo una misteriosa relación y encuentro entre Dios y el ser humano. Esto sucede cuando el cristiano recibe un sacramento, se encuentra con Cristo, participa de su salvación, entra en comunión con El, se transforma por El y participa de su poder salvador. Todo esto es lo que llamamos Gracia.

Cuando Jesús estaba en la tierra, sanaba, curaba, hacía renacer
(diálogo con Nicodemo), alimentaba, consolaba, fortalecía, reconciliaba, acompañaba. Esto último era muy de El, ya que Jesús acompañaba con su palabra y con su presencia en circunstancias muy particulares y muy importantes de la vida de los seres humanos, casamientos, nacimientos, muertes, momentos de conversiones, momentos de angustia. Pero, sobre todo, cualquier milagro que Jesús hacía era signo de un milagro interior mucho más profundo, era apenas y sólo la manifestación externa de algo que calaba muy hondo en el alma del individuo, era la Gracia Divina, la Gracia del Espíritu Santo, con su poder santificador que purificándolo de sus pecados le daba al individuo la posibilidad de responder a su vocación y destino de salvación.
Era un regalo, un auxilio gratuito, para llegar a ser hijos de Dios, participes de la vida eterna.

Pero llegada su hora Jesús hubo de partir: “Yo me voy al Padre”
(Jn 16,10); “Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jn16,28), pese a lo cual su obra debía continuar. Entonces en cabeza de sus discípulos funda la Iglesia y le da el poder de trasmitir la vida de la Gracia. El misterio de Cristo se continúa a través de signos denominados “sacramentos” de la nueva Ley que El instituye y que son como sus manos actuando en el presente, significando y produciendo el don de la Gracia. En cada uno de ellos es Cristo quien obra; cada sacramento es un acto personal del mismo Cristo, Él es quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la Gracia que el sacramento significa.

Cuando hablamos de sacramentos, estamos hablando entonces de una herencia que Jesús nos deja para vivir mejor nuestra fe. Aunque yo diga que me alimento espiritualmente leyendo la Biblia o rezando, Dios bien conoce como somos los humanos de distraídos, de inconstantes, de falta de perseverancia, como fluctuamos permanentemente, subimos, bajamos, entonces sabe que necesitamos percibir a través de los sentidos esa vivencia de fe y para eso nada mejor que los sacramentos.

Son siete los sacramentos de la Nueva Ley: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio. Los siete corresponden a todas las etapas y todos los momentos importantes de la vida del cristiano; dan nacimiento y crecimiento, curación y misión a la vida de fe de los cristianos. Hay aquí una cierta semejanza entre las etapas de la vida natural y las etapas de la vida espiritual. Los siete tienen algo en común: la gracia santificante que se infunde o se aumenta; y los siete tienen algo que los distingue: una gracia llamada sacramental, propia de cada uno de ellos, que añade a la gracia santificante un cierto auxilio divino cuyo fin es ayudar a conseguir el fin particular del sacramento.



La Eucaristía como sacramento

La Eucaristía es el sacramento en el cual, bajo las especies de pan y vino, Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. La recepción de Jesucristo sacramentado bajo las especies de pan y vino en la sagrada comunión, significa y verifica el alimento espiritual del alma, en cuanto que con ella se da la Gracia invisible bajo especies visibles. Por eso es el más sublime de los sacramentos, centro de la vida litúrgica, expresión y alimento de la comunidad cristiana.

La verdad de la presencia real y substancial de Jesús en la Eucaristía, fue revelada por El mismo durante el discurso que pronunció en Cafarnaúm, al día siguiente de haber hecho el milagro de la multiplicación de los panes: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré‚ es mi carne, para la Vida del mundo. Los judíos discutían entre sí diciendo: ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne? Jesús le respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente es bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”
(Jn. 6, 51-56).

Esa promesa de Cafarnaúm tuvo cabal cumplimiento en la cena pascual prescrita por la ley hebrea, que el Señor celebrara con sus Apóstoles la noche del Jueves Santo, en la que instituyó este sacramento, como lo revela la Sagrada Escritura: “Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: «Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados». (Mt. 26, 26-28). Este pasaje lo recoge también San Marcos
(14, 22-25), San Lucas (22, 19-20) y San Pablo (I Cor. 11, 23-26).

Es imposible hablar de manera más realista e indubitable, no hay dogma más manifiesto y claramente expresado en la Sagrada Escritura. Lo que Cristo prometió en Cafarnaúm, lo realizó en Jerusalén en la Ultima Cena.

En nuestro tiempo la palabra de Dios que el sacerdote pronuncia durante la Consagración es PALABRA VIVA. Dios mismo es el que está hablando por medio de la palabra del sacerdote proclamada durante la celebración del sacramento. El Magisterio de la Iglesia nos enseña que cuando se celebra el sacramento de la Eucaristía, el pan deja de ser substancialmente pan y pasa a ser el Cuerpo, y el vino pasa a ser la Sangre de nuestro Señor “SUBSTANCIALMENTE”. La transubstanciación se verifica en el momento mismo en que el sacerdote pronuncia sobre el pan y el vino las palabras: “esto es mi Cuerpo”; “este es el cáliz de mi Sangre”, de manera que, habiéndolas pronunciado, no existen ya ni la substancia del pan ni la substancia del vino: sólo existen sus accidentes o apariencias exteriores ya que, aunque se sigan viendo con sus características propias, la acción del Espíritu Santo les ha cambiado la esencia para ser entonces la presencia real de Jesús entre nosotros. En la Eucaristía está realmente presente Jesucristo con su cuerpo, con su sangre, con su alma y su divinidad, bajo las especies del pan y el vino. Se ha producido esta singular y maravillosa conversión que la Iglesia católica llama TRANSUBSTANCIACIÓN.

Por supuesto que nadie duda que el Señor está presente en medio de los fieles cuando éstos se reúnen en su nombre: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”
(Mt. 18, 20). También está presente en la predicación de la palabra divina, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Igualmente está presente en los sacramentos, ya que Él es quien actúa con el fin de comunicar la Gracia que el sacramento significa” (Catecismo, n. 1127).Sin embargo, la presencia de Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía es de otro orden: Es muy distinto el modo, verdaderamente sublime, por el cual Cristo está presente en su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía, ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos (Pablo VI, Enc. Mysterium Fidei, n. 39).
Es por ello que esta presencia de Jesucristo en la Eucaristía se denomina “real” para hacer frente a la presencia figurativa o simbólica de la que hablan los protestantes y para señalar también que es diferente de esos otros modos que mencionamos anteriormente. Se le llama real no por exclusión, como si las otras presencias de Cristo -en la oración, en la palabra, en los otros sacramentos- no fueran reales, sino porque es una presencia substancial ya que en ella se hace presente Cristo, Dios y Hombre entero, no al modo espiritual.

Bajo cada una de las especies sacramentales y bajo cada una de sus partes, cuando se fraccionan, está contenido Jesucristo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Jesucristo no se encuentra presente en la Hostia al modo de los cuerpos que ocupan una extensión material determinada
(la mano en un lugar y la cabeza en otro), sino al modo de la substancia, que está toda entera en cada parte del lugar (la substancia del agua se encuentra tanto en una gota como en el océano; la substancia del pan está tanto en una migaja como en un pan entero, etc.). Por ello, al dividirse la Hostia, está todo Cristo en cada fragmento de ella.

Además, no está únicamente el Cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, ni únicamente su Sangre bajo los accidentes del vino, sino que en cada uno se encuentra Cristo entero. Donde está el Cuerpo, concomitantemente se hallan la Sangre, el Alma y la Divinidad; y donde está la Sangre, igualmente por concomitancia se encuentran el Cuerpo, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.

“La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la Consagración y dura todo el tiempo que subsisten las especies eucarísticas"
(Catecismo, n. 1377).
Según la doctrina católica, la presencia real dura mientras no se corrompen las especies que constituyen el signo sacramental instituido por Cristo. El argumento es claro: como el Cuerpo y la Sangre de Cristo suceden a la substancia del pan y del vino, si se produce en los accidentes tal mutación que a causa de ella hubieran variado las substancias del pan y del vino contenidas bajo esos accidentes, igualmente dejan de estar presentes la substancia del Cuerpo y de la Sangre del Señor.

Cada vez que participamos en la mesa del Señor, Él nos da su Cuerpo y su Sangre. Nunca agradeceremos y aprovecharemos bastante el don que nos ha hecho Cristo con la Eucaristía, el que no nos haya dejado solos, el que nos siga amando hasta el extremo, hasta el extremo de regalarnos su Cuerpo y su Sangre, su Persona entera, que es el motor que nos anima y da fuerzas para recorrer cristianamente el camino de la vida. La Eucaristía es tanto el pan de los débiles, de quienes sintiendo el peso de su propia debilidad de veras quieren vivir según Dios y ven que no pueden lograrlo por sí solos, como el pan de los fuertes, porque quienes la reciben experimentan una nueva fortaleza, la que proviene de la comunión con el Cristo vivo que garantiza la fortaleza para no decaer, la luz para mantener el equilibrio, el empuje para seguir avanzando sin contentarse con lo ya logrado.

Cuando nos acercamos a comulgar recibimos no a un Cristo muerto y mudo, sino a un Cristo vivo, resucitado, que nos habla. Si le dejamos, Él nos hablará, seguirá tratando de cambiar, de moldear nuestro corazón, para que sea un corazón como el suyo, para vivir su amor que se entrega, lava los pies, se humilla, sirve y comparte. No podemos después de comulgar seguir viviendo en nuestro egoísmo y en nuestra propia comodidad, ignorando a los demás. Si bebemos su misma sangre, ¿cómo no hemos de tener su mismo amor?

Cristo que viene a mí es el mismo Cristo indiviso que también va al hermano ubicado junto a mí. Por decirlo de alguna manera, él nos ata los unos a los otros en el momento en que nos ata a todos a sí. Aquí reside tal vez el sentido profundo de aquella frase que se lee en relación con los primeros cristianos, “unidos en la fracción del pan”: unidos al repartir o, mejor aún, al compartir el mismo pan. Por eso la Eucaristía es sacramento de unidad, pues une a los fieles más con Dios y entre sí mismos. Al referirnos a la Eucaristía como Comunión, estamos proclamando nuestra unión entre todos los cristianos y nuestra adhesión a la Iglesia con Jesús. Por ello, la Eucaristía es un sacramento de unidad de la Iglesia y su celebración sólo es posible donde hay una comunidad de creyentes.

Después de comulgar ya no puedo desinteresarme del hermano, no puedo rechazarlo sin rechazar al propio Cristo y separarme de la unidad. Quién en la comunión pretende ser todo fervor por Cristo y después ofende o hiere a un prójimo sin pedirle disculpas, o sin estar decidido a pedírselas, se parece a alguien que se pone en puntas de pie para besar en la frente a un amigo y no se da cuenta de que le está pisando los pies con sus zapatos reforzados: “Tú adoras a Cristo en la Cabeza -escribe san Agustín- y lo insultas en los miembros de su cuerpo. Él ama su cuerpo; si tú te has separado de su cuerpo, Él, la cabeza, no. Desde lo alto, te grita: Tú me honras inútilmente. La comunión con Cristo nos convierte en una comunidad fraterna, es sacramento del amor fraterno. La misma noche que Jesús instituyó la Eucaristía, instituyó el mandamiento del amor. Por lo tanto, la Eucaristía y el amor a los demás tienen que ir siempre juntos. Comulgar no es sólo recibir a Cristo en nosotros, sino vivir no como egoístas, sino como hermanos, unos al servicio de otros, cada día, como el mismo Jesús nos enseñó la noche de la Última Cena. De la Eucaristía brota, como de su fuente, todo el amor en la Iglesia.



Los milagros Eucarísticos

La presencia real de Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía no se conoce por los sentidos sino por la fe. Los milagros Eucarísticos son intervenciones prodigiosas de Dios que tienen como fin confirmar la fe en la presencia real del cuerpo y la sangre del Señor en la Eucaristía. Como la transubstanciación no puede ser experimentada en absoluto por los sentidos y sólo la fe nos asegura esa maravillosa transformación, el Señor realiza estos milagros para ofrecer un signo fácil y visible que abone esta fe.

El más antiguo de los milagros Eucarísticos es el de Lanciano que se remonta al siglo VIII y que ha llegado incluso a interesar al Consejo superior de la Organización Mundial de la Salud, que nombró una comisión específica para comprobar las conclusiones médicas.

La narración de lo ocurrido consta en un documento de 1631: “En esta ciudad de Lanciano, hacia el año 750 de Nuestro Señor, se halló, en el monasterio de San Legonziano, donde vivían monjes de san Basilio, hoy llamado de san Francisco, un monje que, no bien anclado en la fe, literato en las ciencias del mundo, pero ignorante en las de Dios, dudaba cada vez más de que en la hostia consagrada residiera el verdadero cuerpo de Cristo, y de que en el vino estuviera su verdadera sangre. Sin embargo, no abandonado por la divina gracia de la oración, constantemente rogaba a Dios que le arrancase del corazón esta llaga, que le estaba envenenando el alma”. Sigue diciendo el anónimo autor del texto: “Mientras una mañana, durante el sacrificio, tras proferir las santísimas palabras de la consagración, se hallaba inmerso como nunca en su antiguo error, vio convertirse el pan en carne y el vino en sangre”.

No se conoce el nombre ni los demás datos del monje. Sólo sabemos que pertenecía a un modesto núcleo de monjes orientales basilianos que habían llegado a Lanciano como prófugos, tras el incremento del flujo migratorio de monjes orientales a Italia. El documento de 1631 que evoca los hechos acaecidos es el documento más antiguo sobre el milagro. Un antiquísimo códice de pergamino, escrito en griego y latín, que contenía todo el episodio había sido robado durante el siglo XVI.

Los monjes basilianos custodiaron las preciosas reliquias hasta el año 1176 en que pasaron a los benedictinos. En 1252, como en tantos otros monasterios de Italia, ocuparon el lugar de los benedictinos los franciscanos conventuales, que conservan aún hoy las reliquias. Los frailes franciscanos construyeron sobre la antigua iglesia de san Legonziano un nuevo santuario donde colocaron las reliquias eucarísticas. La Hostia, convertida en carne, puede observarse hoy conservada en un ostensorio de plata. Tiene el tamaño de la hostia grande actualmente usada en la Iglesia latina, es ligeramente oscura y se vuelve rosada si se observa en transparencia. Por su parte, el vino convertido en sangre, contenido en un cáliz de cristal, está coagulado en cinco glóbulos de diferente tamaño.

Las reliquias fueron sometidas a cuatro reconocimientos eclesiásticos: en 1574, en 1637, en 1770 y en 1886. En el primero de estos reconocimientos ocurrió un fenómeno extraordinario, el arzobispo quiso pesar ante las autoridades presentes la sangre coagulada y constató, ante el asombro de todos, que el peso total de los cinco glóbulos de sangre equivalía exactamente al peso de cada uno de ellos.

Pero las “sorpresas” sobre el milagro Eucarístico de Lanciano no terminan aquí. Tras el Concilio Vaticano II los franciscanos, para eliminar definitivamente cualquier duda, decidieron que había llegado el momento de someter las reliquias al examen de la ciencia moderna. De esta manera, en 1970 se lo encargaron a uno de los docentes de Anatomía más apreciados, quien con su equipo comenzó las pruebas en noviembre de aquel mismo año. La relación final fue redactada en marzo del 71. Los resultados fueron asombrosos. Aquellos fragmentos sacados del antiguo ostensorio resultaron ser no sólo tejido orgánico humano sino que, por sus componentes, se estableció que se trataba de los de un corazón. Los exámenes realizados en el contenido del cáliz demostraron su naturaleza hemática y su pertenencia al grupo sanguíneo AB, idéntico al del tejido cardíaco. Se comprobó, además, la presencia de minerales normalmente presentes en la sangre humana, excluyendo la posibilidad de que se haya utilizado cualquier técnica de conservación. Pero aún hay más: la carne y la sangre estaba vivas. Se realizó, en efecto, un análisis de la sangre: la electroforesis, que permite separar las proteínas en el suero fresco, siendo un examen que no puede realizarse con una muestra de sangre de tres o cuatro días, ya que daría resultados viciados. El análisis de la sangre de Lanciano dio un resultado normal, denunciando la presencia de todas las fracciones proteicas y en la cantidad normal de cualquier persona sana. Este tejido orgánico y esta sangre habían respondido, pues, a todas las reacciones clínicas propias de los seres vivos.

De los restantes y numerosos milagros Eucarísticos conocidos, hemos elegido recordar el que acaeciera a un sacerdote bohemio llamado Pedro de Praga, quien en el verano de 1263 comenzó también a dudar de la presencia real de Jesús en la Hostia y el Vino consagrados. Este sacerdote emprendió entonces una peregrinación a Roma para rezar ante la tumba de Pedro para disipar así sus dudas de fe. La estancia romana animó el alma del sacerdote que emprendió el viaje de regreso a su tierra. A lo largo de la Via Cassia se detuvo para pasar la noche en Bolsena, donde las dudas de fe le asaltaron de nuevo. Al día siguiente el sacerdote celebró la misa en la iglesia de Santa Cristina. En el momento de la Consagración, la sagrada forma comenzó a sangrar. Asustado y confundido, el sacerdote trató de ocultar el hecho y concluyó la celebración envolviendo la forma con el purificador del cáliz llevándola a la Sacristía. En el camino, unas gotas de sangre cayeron en el suelo de mármol y en los escalones del altar.

Pedro de Praga se dirigió inmediatamente al Papa Urbano IV, que se encontraba en Orvieto, para contarle lo sucedido. El Papa envió al obispo de Orvieto a Bolsena para comprobar la veracidad de la historia y recuperar las reliquias. Urbano IV reconoció el milagro y el 11 de agosto 1264 instituyó para toda la Iglesia una fiesta llamada Corpus Christi, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés.

Las reliquias del milagro se conservan en la catedral de Orvieto. En la Capilla del Corporal se venera la Hostia Santa, el corporal y el purificador. El altar donde ocurrió el milagro fue colocado, desde la primera mitad del siglo XVI, en el atrio de la Basílica subterránea de Santa Cristina en Bolsena. Allí se conservan las lápidas de mármol manchadas con la Sangre del Milagro. En Agosto de 1964, setecientos años después de la institución de la fiesta de Corpus Christi, el Papa Paulo VI celebró Misa en el altar de la Catedral de Orvieto.

No podríamos terminar esta charla sin hacer mención del milagro Eucarístico sucedido en nuestro país



 
En 1996 se produjo el llamado Milagro Eucarístico de Buenos Aires, donde una hostia se transformó en carne y sangre. Informado el cardenal Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, ordenó tomar fotos y una intensa investigación. Los estudios mostraron que era una parte del ventrículo izquierdo del músculo del corazón de una persona de aproximadamente 30 años, sangre grupo AB y que había sufrido mucho al morir, con seguridad maltratado y golpeado.

A las siete de la tarde el 18 de agosto de 1996, el P. Alejandro Pezet decía la santa misa en la Parroquia de Santa María del barrio de Almagro. 


Cuando estaba terminando la distribución de la Sagrada Comunión, una mujer se acercó para decirle que había encontrado una Hostia descartada en la parte posterior de la iglesia. Al ir al lugar indicado, el P. Alejandro vio la Hostia profanada y puesto que él era incapaz de consumirla, la colocó en un recipiente con agua que guardó en el sagrario de la capilla del Santísimo Sacramento.

El lunes 26 de agosto, al abrir el sagrario, vio con asombro que la Hostia se había convertido en una sustancia sanguinolenta. Informó al cardenal Jorge Bergoglio, quien dio instrucciones para que la Hostia fuera fotografiada de manera profesional.

Las fotos tomadas el 6 de septiembre muestran claramente que la Hostia, que se había convertido en un trozo de carne ensangrentada, había aumentado considerablemente de tamaño.

Por varios años la Hostia se mantuvo en el tabernáculo y todo el asunto en un secreto estricto. Dado que la Hostia no sufrió descomposición visible, el cardenal Bergoglio decidió hacerla analizar científicamente.

Es así que en 1999 fue contactado el Dr. Ricardo Castañón Gómez para que se ocupara de la investigación. El 6 de octubre de 1999, en presencia de representantes del Cardenal, el Dr. Castañón tomó una muestra del fragmento ensangrentado y lo envió a Nueva York para su análisis. Puesto que él no deseaba perjudicar el estudio, a propósito, no informó al equipo de científicos de donde provenía la muestra.

El laboratorio informó que en la muestra recibida encontraron ADN humano, se trataba de sangre humana que tenía un código genético humano. Que, además, resultaba necesaria la participación de otros especialistas porque en la muestra también encontraron unas sustancias que parecían tejidos humanos. Luego de distintos estudios que en consecuencia fueron realizados y de la sucesiva participación de especialistas norteamericanos, italianos y australianos se concluye que las muestras pueden corresponder a tejido de corazón inflamado, de una persona que ha padecido sufrimientos, encontrándose además glóbulos blancos intactos. Para salir de dudas se consulta al mayor experto en patologías del corazón, Profesor Frederick Zugibe de la Columbia University en Nueva York. Su informe es enviado el 26 de marzo del 2005, cinco años y medio después del inicio de la investigación: “el material analizado es un fragmento del músculo del corazón que se encuentra en la pared del ventrículo izquierdo, cerca de las válvulas. Este músculo es responsable de la contracción del corazón. Hay que tener en cuenta que el ventrículo cardíaco izquierdo bombea sangre a todas las partes del cuerpo. El músculo cardíaco está en una condición inflamatoria y contiene un gran número de células blancas de la sangre. Esto indica que el corazón estaba vivo en el momento en que se tomó la muestra. Mi argumento es que el corazón estaba vivo, ya que las células blancas de la sangre mueren fuera de un organismo vivo. Él requiere de un organismo vivo para mantenerlo. Por lo tanto, su presencia indica que el corazón estaba vivo cuando se tomó la muestra. Lo que es más, estas células blancas de la sangre habían penetrado el tejido, lo que indica, además, que el corazón había estado bajo estrés severo, como si el propietario hubiera sido severamente golpeado en el pecho“. A todo esto cabe aclarar que el doctor Zugibe no sabía que se trataba de muestras de una Hostia consagrada
(pan blanco, sin levadura), que se había convertido misteriosamente en carne humana con sangre.

La Hostia estudiada es venerada en la Parroquia de Santa María del barrio de Almagro en Buenos Aires.
Como el tiempo es tirano no queda más que insistir en la prioridad de reafirmar nuestra fe en Jesús Eucaristía. En que tengamos la firme certeza de que Jesús, que ascendió al cielo, no está alejado de nosotros, sino que al contrario, nos acompaña y nos alimenta con su mismo ser. Cristo resucitado y glorioso permanece entre nosotros, de una manera misteriosa pero real, en la Eucaristía, y así como las cosas que comemos y bebemos pasan a formar parte de nuestro ser biológico porque lo nutren y le dan vida, el Pan Eucarístico y la Sangre Consagrada son también dones que nos alimentan y pasan a formar parte de nuestra propia existencia, son el alimento de salvación que Dios nos ha dado como anticipo del banquete celestial, para sembrar en nosotros la semilla de la inmortalidad.



Los encuentros, organizados por la Comunidad a través de un grupo de narradores, se realizan cada mes los terceros viernes de 20 a 22 hs. y los cuartos sábados de 11 a 13 hs.

Todos los interesados pueden concurrir libremente sin necesidad de inscripción previa. En el caso de grupos numerosos organizados, se pueden comunicar a la Secretaría Parroquial (Tel. + 011 4983 7944 ó + 011 4958 4755 o por mail a psm.signo@gmail.com). La Parroquia Santa María se encuentra en Av. La Plata 286, Almagro, Buenos Aires
foto del sitio Foros de la Virgen
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ALMA DE CRISTO

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame,

Agua del Costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

¡Oh mi Buen Jesús, óyeme!

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de ti.

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame.

Y mándame ir a ti

para que con tus santos te alabe.

Por los siglos de los siglos. Amén.

San Ignacio de Loyola


Milagro Eucaristico









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