Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

jueves, 13 de octubre de 2016

"A través de los salmos el mismo Dios inspiró a sus hijos las palabras de las que debían servirse para dirigirse a Él, el modo de relacionarse con Él. Los Salmos son la voz de Dios y el grito del hombre, es como si fuera un canto a dos voces. .."




Aprendiendo a rezar con los Salmos

La Voz de la Confesión

Misericordia, Dios Mío.
(Salmo 50)






Oh, mi buen Jesús, fuente de todo bien, te adoro, te amo y sinceramente arrepentido de mis pecados te pido perdón. Mi buen Jesús, ayúdame a ser más humilde, más paciente; hazme puro y siempre sumiso a tus deseos. Haz que yo viva en Ti y para Ti; ampárame en los peligros y consuélame en mis dolores. Concédeme: salud, ayuda en mis necesidades materiales, tu santa bendición para todos mis trabajos y especialmente la gracia de una santa muerte. Así sea.







En la Biblia el libro de los Salmos es uno de los que componen el Antiguo Testamento. Está integrado por 150 oraciones poéticas o cantos, de distintas épocas y autores, que se fueron agrupando hasta formar la actual colección que, ya desde el siglo III a. C., constituía el libro oficial de cantos del Templo de Jerusalén. Los recitaron Jesús, que oro con ellos tanto en el Templo como en su oración personal, la Virgen, los Apóstoles, los primeros mártires. Fueron rezados con fervor y con una nueva comprensión por la primera comunidad cristiana salida del judaísmo, y pasaron así a los labios de la Iglesia cristiana que ha hecho de ellos, sin cambiarlos, su oración oficial, utilizándolos constantemente en toda su Liturgia. Podemos decir que se trata de las oraciones más usadas a lo largo de casi treinta siglos y por millones de creyentes.

Imagen del Sitio Oblatos.com


A través de los salmos el mismo Dios inspiró a sus hijos las palabras de las que debían servirse para dirigirse a Él, el modo de relacionarse con Él. Los Salmos son la voz de Dios y el grito del hombre, es como si fuera un canto a dos voces. A través de esos ciento cincuenta poemas religiosos el Pueblo de Dios fue expresando sus experiencias y las aspiraciones más profundas de su alma: sus luchas y sus esperanzas, sus triunfos y sus fracasos, su adoración y su acción de gracias, sus rebeldías y sus arrepentimientos y, sobre todo, la súplica ardiente que brota de la enfermedad, la pobreza, el destierro, la injusticia y todas las demás miserias del hombre. Esas experiencias y aspiraciones son las que, de alguna manera y en algún momento, vivimos también cada uno de nosotros. Esos gritos de alabanza, de súplica o de acción de gracias, arrancados a los salmistas en las circunstancias de su época y de su experiencia personal, tienen un eco universal, ellos expresan aquella actitud pascual que el hombre debe asumir ante Dios. Casi todos los salmos tienen una presencia que denota esa experiencia pascual, ese paso de la muerte a la vida, que tiene que hacer el orante. Todo está en los salmos, todo pero delante del Señor, todas las experiencias humanas, pero delante del Señor



Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios -las palabras del Salmista inspirado- se convierte en palabra de oración, en la del orante que reza los Salmos. Como dijéramos más arriba, quien reza los Salmos le está hablando a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de oración, su lenguaje sencillo y a la vez poético, tiene la capacidad de tocar certeramente el centro del hombre, su corazón. Porque son palabras de corazón a corazón, del corazón de Dios al del hombre y viceversa. Y esto hace que, quien llega a conocerlos, ya no pueda prescindir nunca de ellos a la hora de expresarse ante Dios y se sorprenda muchas veces repitiendo algunas de sus frases como oración íntima y esencial.

No hay que tener miedo a que Dios nos haga entrega de las palabras con las cuales orar. A veces pensamos que si son nuestras son mejores y, sin embargo, debemos tener la pobreza de saber recibir de Dios hasta las mismas palabras de la oración y, al mismo tiempo, ser capaces de descubrir que detrás de esas palabras hay toda una experiencia que nos es trasmitida, la del pueblo de Israel. Al abrirnos a la experiencia del salmo, al rezarlo, esa experiencia se hace propia. Como tiene la virtualidad, la fuerza, la potencia, de Aquél que inspiró las palabras, entonces me da lo que ningún otro libro u oración me da, que es una experiencia de comunión que Dios mismo me brinda para que yo se la ofrezca, es como la lógica del don que es la gratuidad. Con la Eucaristía nos pasa lo mismo, nosotros no podemos ofrendar a Dios nada que sea de su altura, entonces el Señor nos da la Eucaristía para que nosotros, por manos del sacerdote, se la volvamos a ofrecer, fíjense como dice la Plegaria Eucarística: “Te ofrecemos lo que tú mismo nos diste”, ¿qué es? es Cristo. Él nos dio a Cristo, nosotros se lo volvemos a ofrecer. Por tanto no tener miedo de que sean palabras que Dios nos da, es la lógica del don en la que hay que entrar. Hay un comentador del salterio que dice: “Cuando rezas el salmo deja que Dios cante en ti, que Dios module en ti sus notas para que brote la oración del salterio”, lo que no nos pasa con ninguna otra oración porque ésta es la real de Dios
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El año pasado dimos comienzo a este aprendizaje a través del salmo 21. Con él entramos en los recovecos del alma humana a partir de una experiencia propiamente dolorosa que brotaba de la profundidad del hombre, del dolor del hombre, de la lucha del hombre, y a través de esa experiencia pascual que hacía el salmista buceamos en el tema del dolor, en lo que dijimos era como una frontera. A mí me gusta esta expresión de frontera porque ayuda a ubicarnos frente a ciertos temas que no tienen como una explicación exhaustiva, y en la vida, a veces, hay que cuidarse de las explicaciones que resuelven todo, ya que algunos son misterios. Esto hace que no nos pasemos la vida tratando de explicar algo que no tiene explicación. Son como fronteras a las que uno se acerca descalzo y en las que, a lo mejor, se percibe algo pero no todo. Así en el tema del dolor, como en el de la muerte, uno no tiene explicaciones exhaustivas y hay que cuidarse de tenerlas, porque son fronteras en las que lo que tenemos que hacer es reemplazar esa explicación por la presencia que nos ofrece el Señor, porque El viene a poner su persona cuando no tenemos explicación.

Con el pecado nos pasa un poco lo mismo, el tema del pecado es otra de las fronteras, porque el pecado no tiene una explicación exhaustiva. Sí la tiene en el sentido de que es fruto de la libertad humana, pero al mismo tiempo es una realidad compleja. Lo vivimos en primera persona cuando pecamos. Uno no quisiera pecar y lo hace, Pablo dice que uno tiene como en su ser esa contradicción. Entonces, acerquémonos también al salmo 50, con el que hoy continuaremos nuestro aprendizaje, a esta experiencia pascual del pecado, sabiendo que no vamos a encontrar, igual que sucedía en el tema del dolor, una explicación exhaustiva.

Cuando uno es capaz de reconocer su propia fragilidad, no importa tener fragilidades, lo que importa es como uno las sobrelleva y las vive de cara a Dios. El hombre es esencialmente frágil frente a Dios. Nosotros, a veces, pensamos que podemos tener una vida sin ningún pecado, sin ninguna imperfección y no, eso no va a existir hasta que entremos en la vida eterna. Lamentablemente tenemos que contar con la debilidad del pecado y la fragilidad. Entonces lo importante es el modo en que los vivimos y los asumimos y hacemos de esa debilidad o fragilidad un motivo para una experiencia pascual. Y eso es lo que va a pasar en el salmo, hacemos del pecado una especie de escalón para tener una experiencia pascual.

El salmo 50 es el salmo penitencial por excelencia. Además del salmo 50 en la Biblia hay otros seis salmos que se llaman salmos penitenciales y que con el 50 conforman los llamados siete salmos penitenciales, número que en la simbología bíblica es un número perfecto. Los salmos 6, 31, 37, 50,101, 129 y 142, son los siete salmos penitenciales y podemos decir, de alguna manera, que son como el ABC de la penitencia. Si uno quiere saber cómo presentarse ante Dios arrepentido, con estos siete salmos tiene todo lo que necesita. Ustedes pueden después leerlos en conjunto, porque cada uno está subrayando un matiz distinto
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El salmo 50 la tradición se lo atribuye a David, luego de su pecado de adulterio con Betsabé y de la “muerte–asesinato” de su esposo Urías. Todo este episodio del pecado lo relata el segundo libro de Samuel. De alguna manera el pecado de David es como un espejo de la experiencia que vamos a ver en el salmo. El salmo está espejando el pecado y el arrepentimiento de David. El capítulo 10 del segundo libro de Samuel habla de las guerras en las que interviene David y sus éxitos militares y a continuación el 11 es el que relata el episodio de su pecado:

“Al comienzo del año, en la época en que los reyes salen de campaña, David envió a Joab con sus servidores y todo Israel, y ellos arrasaron a los amonitas y sitiaron Rabá. Mientras tanto, David permanecía en Jerusalén. Una tarde, después que se levantó de la siesta, David se puso a caminar por la azotea del palacio real, y desde allí vio a una mujer que se estaba bañando. La mujer era muy hermosa.”

Para el hombre el pecado suele asociarse a un estado podríamos decir de confort, de bienestar, de seguridad y este episodio muestra lo que es el olvido de Dios por parte del hombre cuando encuentra un bienestar al alcance de su mano. Cuando estamos en aprietos nos acordamos de Dios, cuando necesitamos algo nos acordamos de Él, pero cuando estamos bien pasa como a un segundo plano, y ahí es donde el pecado nos acecha. Esto es como un pequeño rasgo del pecado.

“David mandó a averiguar quién era esa mujer, y le dijeron: «¡Pero si es Betsabé, hija de Eliam, la mujer de Urías, el hitita!». Entonces David mandó unos mensajeros para que se la trajeran. La mujer vino, y David se acostó con ella, que acababa de purificarse de su menstruación. Después ella volvió a su casa. La mujer quedó embarazada y envió a David este mensaje: «Estoy embarazada». Entonces David mandó decir a Joab: «Envíame a Urías, el hitita». Joab se lo envió, y cuando Urías se presentó ante el rey, David le preguntó cómo estaban Joab y la tropa y cómo iba la guerra. Luego David dijo a Urías: «Baja a tu casa y lávate los pies». Urías salió de la casa del rey y le mandaron detrás un obsequio de la mesa real. Pero Urías se acostó a la puerta de la casa del rey junto a todos los servidores de su señor, y no bajó a su casa. Cuando informaron a David que Urías no había bajado a su casa, el rey le dijo: «Tú acabas de llegar de viaje. ¿Por qué no has bajado a tu casa?». Urías respondió a David: «El Arca, Israel y Judá viven en tiendas de campaña; mi señor Joab y los servidores de mi señor acampan a la intemperie, ¿y yo iré a mi casa a comer, a beber y a acostarme con mi mujer» ¡Por la vida del Señor y por tu propia vida, nunca haré una cosa sí!». David dijo entonces a Urías: «Quédate aquí todavía hoy, y mañana te dejaré partir». Urías se quedó en Jerusalén aquel día y el día siguiente. David lo invitó a comer y a beber en su presencia y lo embriagó. A la noche, Urías salió y se acostó junto a los servidores de su señor, pero no bajó a su casa. A la mañana siguiente, David escribió una carta a Joab y se la mandó por intermedio de Urías. En esa carta, había escrito lo siguiente: «Pongan a Urías en primera línea, donde el combate sea más encarnizado, y después déjenlo solo, para que sea herido y muera». Joab, que tenía cercada la ciudad, puso a Urías en el sitio donde sabía que estaban los soldados más aguerridos. Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab. Así cayeron unos cuantos servidores de David, y también murió Urías, el hitita… Cuando la mujer de Urías se enteró de que su marido había muerto, estuvo de duelo por él. Cuando dejó de estar de luto, David mandó a buscarla y la recibió en su casa. Ella se convirtió en su esposa y le dio un hijo. Pero lo que había hecho David desagradó al Señor."


Hay, se ve, como una especie de falta de profundidad en la relación con Dios que lleva al pecado. Lo que le pasa a David es un poco eso, arrebata una presa fácil, como Adán, porque David tenía todo al alcance de su mano, sin embargo arrebata algo que incluso Dios mismo, tal vez, le habría concedido. Eso es el común, porque en el paraíso pasó un poco lo mismo. Dios le había dado a Adán todos los árboles frutales y él arrebató el fruto del único que le estaba prohibido, que no sabemos si en el futuro Dios se lo iría a conceder. Eso es como la realidad del pecado, arrebatar, adelantarse al don de Dios, no recibirlo, tomarlo por uno mismo y no dejar que Dios nos lo conceda, porque es más fácil arrebatar que recibir, porque recibir exige un reconocimiento de la propia fragilidad y pobreza.

Eso es lo que le pasa a David, Dios le ha dado todo, le ha dado el reino de Saúl, le ha dado victorias, le ha dado todas las mujeres que entonces tenía, le ha dado todo, y él, en un momento de superficialidad, toma algo que Dios no le había concedido y que ni siquiera era algo muy valioso. Entonces ahí se ve bien clara la naturaleza del pecado, el “quid” de nuestra falta.

Eso por un lado, por el otro es muy significativa la manera en que David trata de solucionar lo que había hecho, cosa que nosotros también hacemos, como una especie de trampa psicológica en la que no nos damos nunca cuenta o no queremos darnos nunca cuenta y hacemos un pecado mayor para tapar lo que hicimos. Es como todo un proceso muy complejo, por eso decía, son como fronteras, hay atenuantes, hay situaciones, todo eso viene a conformar la realidad del pecado, que es una situación compleja y nosotros de alguna manera la complicamos más por nuestra psicología frágil.

Volviendo al episodio de David: vimos como vino el pecado, a Betsabé que le dice que está embarazada, la acción de David para tapar su pecado que termina en la “muerte–asesinato” de Urías y luego a David, que, de alguna manera, tranquiliza su conciencia. Pero Dios, al que David había desagradado, por medio del profeta Natán lo pone frente a la parábola de la oveja. De esta forma comienza el capítulo 12:

“Entonces el Señor le envió al profeta Natán. Él se presentó a David y le dijo: «Había dos hombres en una misma ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía una enorme cantidad de ovejas y de bueyes. El pobre no tenía nada, fuera de una sola oveja pequeña que había comprado. La iba criando, y ella crecía junto a él y a sus hijos: comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su regazo. ¡Era para él como una hija! Pero llegó un viajero a la casa del hombre rico, y este no quiso sacrificar un animal de su propio ganado para agasajar al huésped que había recibido. Tomó en cambio la oveja del hombre pobre, y se la preparó al que le había llegado de visita». David se enfureció contra aquel hombre y dijo a Natán: «¡Por la vida del Señor, el hombre que ha hecho eso merece la muerte!”

Fíjense, esto es muy interesante. A la acusación de Dios, por boca de Natán, David responde “Ese hombre debe morir”, o sea nace lo mejor de David, se da cuenta que el protagonista de la parábola ha hecho una injusticia muy grande. Es como si Dios le revelara al mismo tiempo su pecado y su mejor ser, porque Natán le dice: “Entonces Natán dijo a David: «¡Ese hombre eres tú!...” Y esta aseveración de Natán quiere significar dos cosas: “el protagonista de la parábola eres tú, que has tomado la única oveja de Urías, la has hecho tuya y lo has matado”, pero al mismo tiempo lo que le quiere decir con “Ese hombre eres tú”, es que David también es el hombre que se ha indignado con la injusticia. Es como la dinámica del hombre cuando a la luz de Dios reconoce su pecado. Reconoce su pecado y ve toda la fuerza del mal que ha obrado, pero al mismo tiempo Dios le revela toda la fuerza del bien que existe en él.

Esa fuerza del bien le viene al hombre no sólo por ser imagen de Dios, sino también de esa presencia de Dios que ha percibido. Es como si la presencia de Dios nos pusiera frente a la realidad de todo nuestro pecado, pero a la luz de su gran amor y de su misericordia. Por eso el Papa Francisco ha convocado a un año de la Misericordia. Esa es la misericordia de Dios, revelarnos al mismo tiempo toda la crudeza del pecado, toda la tosquedad del pecado, pero a la luz de su misericordia que lo ilumina y lo perdona, todo en un mismo acto.

No es que Dios nos acusa y nosotros nos quedamos sólo con nuestro pecado, eso sería reducir el pecado a un mal solamente moral, y no, no es que no lo sea, el pecado también es un mal moral, pero no es sólo moral, el pecado nace, brota, de la presencia del Señor, del confrontarse del hombre delante de Dios. Hay un texto de Pascal, que es un diálogo entre el alma y Dios, que transcurre así: “Dios dice al alma: Si tú conocieses verdaderamente tus pecados, perderías el ánimo. Y el alma responde: Si tú, oh Dios, me iluminaras en profundidad para mostrarme mis pecados, me desesperaría, porque soy superficial, no los veo. Y Dios le responde: No, tú no desesperarás porque tus pecados te serán revelados en el momento mismo en que te serán perdonados”. Es un mismo acto.

Hay otro texto en los Cuentos Jasídicos (Jasíd es palabra hebrea que significa piadoso. El jasidismo es un movimiento religioso, ortodoxo, místico, dentro del judaísmo, dividido en grupos dirigidos por un maestro de la ley, un rabino y estos cuentos recopilan como anécdotas o apotegmas de enseñanza de orden moral, ético, que impartían a los alumnos que los consultaban). En uno de ellos se cuenta que un alumno le dice al maestro: “He pecado gravemente. Si yo me arrepiento ¿Dios me va a perdonar?” Entonces el maestro le responde: “Te vas a arrepentir si Dios te perdona”. O sea, te vas a arrepentir solamente si Dios te perdona. Es un mismo acto el perdón que Dios concede y el arrepentimiento del hombre, esa es la verdadera misericordia.

Entrando ya al Salmo 50, él es como la exaltación de una religión del corazón en la que todo el ser del hombre está implicado. Es clara su contraposición con aquélla a la que se alude en su anterior, el salmo 49, en una especie de acusación por parte de Dios, de una religión solamente o meramente ritualista y formal que no compromete el corazón ni las entrañas de la persona. El salmo 50 es como una especie de gozne entre la espiritualidad más antigua y la que mira hacia el Nuevo Testamento. Nos referimos a la de los últimos profetas: Jeremías (Jer 24,7; 31,33) y Ezequiel (Ez 36,26), de esos profetas que hablan del corazón nuevo, de que el Señor va a sacar de nosotros ese corazón de piedra y va a poner un corazón de carne, entonces ya no cuenta tanto el sacrificio externo, sino la disposición interior del hombre que hace que ese sacrificio sea válido. Ese sacrificio externo si no incluye el sostén espiritual del hombre no tiene sentido. Es como toda la lucha de Jesús con los fariseos, no está mal el sacrificio externo, ni el cumplimiento de la ley, lo que está mal es hacer por un lado el sacrificio exterior y por el otro, interiormente, alejarnos del Señor. Lo que importa es la confluencia entre el actuar y el ser.

El salmo 50, o Miserere, es un compendio de todas nuestras plegarias: adoración, amor, ofrenda, acción de gracias, arrepentimiento, petición. Él parte de la consideración de nosotros mismos y de la visión de nuestro pecado y se dirige hacia la contemplación de Dios pasando a través del prójimo y orando por la conversión de todos los hombres.

El salmo comienza directamente como una oración, el salmista parece haber hecho ya la experiencia de su pecado y se lanza al grito de su oración. Comienza diciendo: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad,…”. Esa palabra misericordia es una realidad que no tiene traducción en castellano. La palabra hebrea usada “hésed” es una palabrita muy importante en la Biblia hebrea, fíjense que está usada 245 veces, “hésed” engloba la bondad, la gracia, la fidelidad, la asistencia, la misericordia, la compasión. Ella expresa lo propio del amor del Dios, que es un amor que implica el perdón. Es un amor que implica el perdón, las entrañas maternas, la pedagogía de Dios que nos va guiando, implica el amor de hermano, de padre, todo eso es el conjunto del amor divino. Y es lo que estamos pidiendo cuando decimos misericordia. A veces pensamos que solo es el perdón y cuando decimos “ten misericordia de mí” pensamos que es “perdona mis pecados”, pero no, es “perdona mis pecados” pero también es, al mismo tiempo, “hazme partícipe de ese amor entrañable”.

Sigamos con el salmo: “…por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado.”. El salmista irrumpe en el escenario llevando en alto la bandera de la “humildad-confianza”, implorando y apelando la misericordia eterna, no apela a sus penitencias, lágrimas o torturas mentales sino a la “inmensa compasión” divina en la que confía. Un sentimiento tejido de confianza-humildad se hace presente a lo largo de este salmo.

A continuación el salmista avanza hacia la profundidad total de una autocrítica: “Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.”. Es tan linda la actitud porque “lo que no se asume, no se redime”, lo que no se reconoce, no se puede perdonar, entonces el salmista ha dicho: “…yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.” he ahí el binomio que define la muerte que da origen a su experiencia pascual “el dolor y la vergüenza”. Seguidamente viene uno de los principales puntos del salmo: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces.”, esto es muy importante porque siempre que pecamos nos olvidamos que estamos pecando contra Dios y que es su presencia la que nos revela el pecado y, al mismo tiempo, lo mejor de nosotros.. “Contra ti, contra ti sólo pequé”. Fíjense, David había cometido adulterio y asesinato y ¿qué pasó ahí? se rompió su relación de amistad con Dios, se rompió ese hilo que lo unía al Señor, a su amistad, a su alianza con Él. Eso es lo que nos pasa a nosotros cuando pecamos contra el Señor. Entonces ese “Contra ti” es muy importante tenerlo en cuenta, porque revela que lo que se afecta es la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la jerarquía de valores, «cambiando la oscuridad por la luz y la luz por la oscuridad» es decir, llamando «al mal bien, y al bien mal» . Antes de ser una posible injuria contra el hombre, el pecado es ante todo traición de Dios. Entra, por tanto, en escena la conciencia personal del pecador, que se abre a percibir claramente su mal y le lleva a admitir que ha roto un lazo para construir una opción de vida alternativa a la Palabra divina. La conciencia de pecado es el primer paso hacia la penitencia: los pecados son conocidos del Dios ofendido, pero debe reconocerlos el pecador para implorar el perdón. La consecuencia será una decisión radical de cambio.

Sigue el salmo diciendo: “En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás irreprochable.”. El reconocimiento del pecado trae como consecuencia la justificación de la sentencia divina que acepta como irreprochable. En el episodio de David, estas palabras aludirían a la sentencia de castigo que le habrá de anunciar el profeta Natán en nombre de su Dios: su hijo concebido de Betsabé moriría inexorablemente.

El sentimiento de culpabilidad tiene en el salmista profundas raíces, fíjense que le sigue diciendo a Dios: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre.”. De este modo, se evoca indirectamente la teología del pecado original y a toda la visión bíblica del hombre pecador. Es como si le dijera “desde el seno materno me has sacado con esta fragilidad” Lo que más profundamente le ha golpeado al salmista es la comprensión de su proclividad al pecado que le infesta desde su nacimiento, su incapacidad para actuar según los principios de la razón y la voluntad de Dios: el hacer el mal que no quiere y dejar de hacer el bien que le gustaría hacer.

Sigue el salmista diciendo: “Te gusta un corazón sincero…”, hay otra traducción del salmo que es más ilustrativa, la que dice: “Tu amas la sinceridad del corazón...”. Y continúa el salmo: “…y en mi interior me inculcas sabiduría.” El salmista sabe que el reconocimiento de los abismos que llevamos dentro es sabiduría que el hombre recibe otorgada por Dios y en la que El se complace, sabiduría que también le dice que si el volumen de su pecado es grande la misericordia del Señor es siempre mayor. Por eso frente a la inclinación al mal anteriormente confesada, el salmista va a sentir la necesidad de una purificación de su ser, a fondo, a manos del propio Dios:

“Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco de la nieve” Puesto que su pecaminosidad le parece al salmista una lepra interior, se sirve del rito de aspersión con el hisopo, usada en las purificaciones legales de su tiempo con la lepra, para a través de una expresión figurada aludir al lavado y aspersión espiritual de su alma por la mano purificadora de Dios y quedar más blanco que la nieve.

“Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mi toda culpa”. Es como decir “Hazme sentir limpio. Hazme sentir perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti mi reconciliación ha de venir de ti”. Por eso es preciso que el Señor borre sus iniquidades y haga cuenta nueva para poder recuperar su amistad y su sombra protectora. Es la experiencia pascual, el paso del dolor y la vergüenza del pecado a la alegría de la salvación. Desde este versículo comienza a desaparecer el concepto y la palabra pecado y en su sustitución, aparece y resplandece la alegría.

A continuación viene una especie de culmen en el salmo, la súplica de la renovación espiritual. Porque no solo el perdón purificador de su culpa implora el salmista, sino también la “creación”: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme;…”. Este verbo crear se usa en la escritura solo para Dios, para nadie más. Sólo Dios crea y le decimos a Dios: “Crea en mí un corazón puro”, como si le dijéramos ahora, al Señor, que vuelva a crearnos, como si fuera el primer día de nuestra creación, como si saliéramos del bautismo, recién nacidos de la piscina bautismal, sin ningún pecado. Este es, también, como el “quid” del tratamiento de la reconciliación. Nosotros pensamos que cuando nos vamos a confesar nos perdonan ese pecado concreto que llevamos y es verdad, queda perdonado, pero la confesión es un baño en la Sangre de Cristo. Cuando nos vamos a confesar, a bañar en la Sangre de Cristo, ahí queda todo perdonado, eso de lo cual me confesé concretamente pero también todo lo anterior. Es que la redención de Cristo no tiene tiempo. Es como si saliéramos del bautismo cada vez que nos vamos a confesar. Es la gracia del perdón divino. Nosotros no sabemos perdonar así, pero el Señor sí. El Señor puede crearnos cada vez que, con nuestra disposición de arrepentimiento, nos vamos a confesar. Dios está ahí para perdonarnos, para sostenernos en la debilidad y para darnos la fuerza que no sólo sane eso sino también como la raíz profunda de lo que es, porque el Señor redime nuestro presente y nuestro pasado. Hay que tener como cuidado de que, así como el perdón divino es amplio y mira más a la disposición y al deseo de la renovación y de la creación nueva, así el hombre también tiene que mirar más a ese deseo de unión con el Señor y no sólo a la cosa concreta que nos lleva a la confesión.

Es tan generosa la amplitud del perdón de Dios que uno reza el salmo y no se da cuenta de qué pecado está hablando el salmista, porque está hablando de todos, está permitiendo que todos los pecados entren en esta oración. Todo entra en este salmo Miserere porque el perdón del Señor es así, pero ¡ojo! que es distinto de la “manga ancha”, como dice el Papa, de eso de que todo está bien, de que no hay pecado.

El salmista sigue diciendo: “… no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame (robustéceme) con espíritu generoso.”. Se podría decir –recurriendo a un término litúrgico– que se trata de una «epíclesis», es decir, una invocación al Espíritu Santo. La suerte espiritual y material del salmista está pendiente de la benevolencia divina; por ello pide encarecidamente que no le arroje de su presencia, echándole al olvido. Dios es el dispensador de todo bien; por eso ruega que no se retire de él el Espíritu Santo que ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida, elevándola del reino del pecado al cielo de la gracia. De este modo ahora el mismo Espíritu divino recrea, renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar, le hace partícipe de la alegría de la salvación y así animado por el Espíritu divino, fortalecido por él, se encamina por la senda de la justicia y del amor

En el siguiente versículo es como si el salmista se subiera a la azotea más alta para gritar a los cuatro vientos la noticia de su salvación, para que así su experiencia sea ocasión de que muchos abandonen el pecado y entren por los caminos de la Ley divina.: “Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti.”. Una vez experimentado el renacimiento interior, el orante se transforma en testigo. Del mismo modo san Agustín, después de haber recorrido los caminos tenebrosos del pecado, sintió en sus «Confesiones» la necesidad de testimoniar la libertad y la alegría de la salvación. Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios se convierte en su testigo ardiente.

Por último, el orante mira a su pasado oscuro y grita a Dios: “¡Líbrame de la Sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío! Y cantará mi lengua tu justicia.”. La «sangre» a la que se refiere es interpretada de diferentes maneras en la Escritura. La alusión, puesta en labios del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que se había convertido en la pasión del soberano. En sentido más genérico, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. A continuación los labios del fiel, ahora purificados del pecado, cantaran al Señor y el versículo termina precisamente con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia» no designa propiamente la acción de castigo de Dios ante el mal, sino que indica más bien la rehabilitación del pecador, pues Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores. Dios no busca la muerte del malvado, sino que desista de su conducta y viva.

El orante consciente de haber sido perdonado por Dios proclama al mundo su alabanza al Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del dolor y la vergüenza: Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza” Como siempre la alabanza sigue a la experiencia pascual.

Fíjense ahora como sigue el salmo: “Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. (el sacrificio exterior) Mi sacrificio (otro punto culminante del salmo) es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.”. Hay una identificación del holocausto y el sacrificio con el salmista, este es un paso muy importante en la espiritualidad de Israel. No ofrecemos cosas al Señor, nos ofrecemos a nosotros mismos. Nos ofrecemos a nosotros mismos en la oración. Por eso más tarde Agustín va a decir: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza”. ¿Cuál es el sacrificio? Yo mismo, ya no es el ternero, ni el cordero, soy yo. Y si fuera algo exterior tiene que corresponder a nuestro espíritu, tiene que ser una expresión de mi actitud interior. En esa parte donde el salmista dice: “Mi sacrificio es un espíritu quebrantado”, ahí está como el “quid” porque le está diciendo que un corazón quebrantado y humillado Él no lo desprecia. Para el salmista la esencia del sacrificio, su substancia, no es otra cosa sino el alma humana, es decir su espíritu y su corazón abiertos hacia Dios a través del arrepentimiento, el dolor, la humildad y la entrega. El “quid” del salmo es esa relación interior por la que pasa la verdadera unión con el Señor.

Con esto el salmista ha dejado como una huella en el medio del salterio, porque hay un cambio, se ve como la pedagogía de la Biblia va avanzando. Al principio el hombre es como que todavía no se hallaba capacitado para entenderlo, noten que Abraham ofrece un holocausto exterior y el Señor pacta su alianza con un sacrificio externo. Cuando va pasando el tiempo el hombre por la pedagogía divina es más capaz y hace experiencias más espirituales y así llegamos a lo de Jesús. Esa historia es la nuestra, nosotros también empezamos exteriormente y después nos vamos, cada vez más, conformando al sacrificio de Cristo, ello en tanto y en cuanto incorporamos en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El sacrificio que Dios Padre espera de nosotros es nuestra muerte personal, con Cristo, al pecado, hasta aniquilar en nosotros al hombre viejo.

El último párrafo del salmo es una remisión al Templo: “Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.”. Parece como si el salmista se estuviera contradiciendo, porque antes había dicho que su sacrificio no era un holocausto sino un sacrificio interior y ahora, al mismo tiempo, le dice que reconstruya las murallas de Jerusalén ahí donde se ofrecen los holocaustos y sacrificios rituales. ¿Y esto por qué? Porque cuando esta disposición interior se dé, entonces el Señor aceptará los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos y sobre su altar se inmolarán novillos. ¿Cuándo? Cuando esos novillos estén acompañados por el sacrificio de un espíritu quebrantado. Lo mismo dice Jesús: “Si vas a poner tu ofrenda sobre el altar y te acuerdas que tu hermano tiene algo contigo, deja tu ofrenda, reconcíliate con tu hermano y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt. 5, 23-24).

Como colofón, podemos ver en este salmo una voz vibrante, llena de sinceridad y de humildad, un corazón que desea el encuentro, el diálogo, la amistad con Dios y que, sintiéndose responsable de su pérdida, no puede vivir su sentimiento de lejanía de Dios, de ruptura de su amistad, de separación. Quiere volver a Dios. Y confiando en su misericordia se arroja en el océano infinito de la bondad de Dios porque si el pecado es grande, mayor, mucho mayor es la misericordia de Dios. Esta convicción que siglos más tarde veremos gráficamente expresada en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32)( cuadro plástico de la doctrina y de la experiencia del salmo 50) hace nacer en el salmista la voz de la confesión, una confesión incomparable de los sentimientos más sinceros de humildad y de contrición. Y así, con una enorme tensión interior, fruto de su vivencia personal y de su fe, compone esta obra maestra, radiografía impresionante de su experiencia pascual de muerte y resurrección.

Rezarlo haciendo nuestros sus acentos es, para nosotros, una vivencia de conversión y una indicación para la ascesis del arrepentimiento, una llamada a estar más cerca de Dios, a no separarnos más de Él.






Lunes 13 de Junio

San Antonio de Padua RESPONSORIO









Si buscas milagros, mira muerte y error desterrados, miseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos. El mar sosiega su ira, redímense encarcelados miembros y bienes perdidos recobran mozos y ancianos. 

El peligro se retira los pobres van remediados cuéntenlo los socorridos díganlo los Paduanos El mar sosiega su ira, etc.

Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria al Espíritu Santo.

El mar sosiega su ira, etc. Ruega a Cristo por nosotros Antonio glorioso y Santo, para que dignos así de sus promesas seamos.

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