Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

lunes, 26 de octubre de 2015

Orar no consiste en hablar mucho, pensando que cuanto más se hable más caso hará Dios. Orar es básicamente “Escuchar el mensaje de Dios y ponerlo por obra” (Lc 8,21), orar es decir: “Cúmplase en mí lo que has dicho” (Lc 1,38).




La EucaristiaTercera parte: Liturgia de la Palabra

¡Oh Dios!, protector de cuantos en ti confían, sin cuyo poder nada hay fuerte, nada hay santo; aumenta en nosotros tus misericordias, para que, siendo tú quien nos dirijas y nos guíes de tal manera pasemos por las cosas temporales, que no perdamos las eternas. Te lo pedimos por el corazón de tu santísimo Hijo Jesús. Amén




En su momento dijimos que las dos partes esenciales de la Misa que son la Liturgia de la Palabra, que se celebra en el Ambón, y la Liturgia de la Eucaristía, que se celebra en el Altar, constituyen un solo acto de culto en el que Cristo está presente como el único sacerdote de la Nueva Alianza.

Hoy centraremos nuestra atención en la Liturgia de la Palabra. Forman parte de ella las lecturas Bíblicas, el Salmo Responsorial, la Secuencia, el Aleluya, la Homilía, el Credo y la Oración de los Fieles u Oración Universal.

Las lecturas Bíblicas tomadas de la Sagrada Escritura, con las aclamaciones que se intercalan, constituyen la parte principal de la Liturgia de la Palabra. A través de ellas Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la Redención y Salvación, y le ofrece el alimento espiritual. Cuando alguien escucha o lee la Palabra de Dios ocurre en su vida algo misterioso, recibe un regalo que se llama “gracia”, ya que la Palabra de Dios es viva, eficaz y penetrante. La estructura de esta primera parte de la Misa busca ayudar a que el pueblo de Dios llegue al encuentro personal con esa Palabra que durante su celebración le dirige Cristo por su Espíritu.





El aprecio por la Palabra de Dios es un valor que los cristianos hemos heredado del pueblo judío y aunque la expresión “Liturgia de la Palabra” es reciente, la realidad que designamos con este nombre se remonta a los mismos orígenes de la Iglesia. Las primitivas comunidades cristianas se reunían no sólo para la “fractio panis”, sino también para escuchar la lectura de los escritos del Antiguo Testamento y, más tarde, también los del Nuevo, llamados “memorias de los Apóstoles”.





Tenemos certeza de esta práctica a fines del siglo I. De ahí se explica el gran desarrollo del rito alcanzado ya a mediados del siglo II cuando, según el testimonio de San Justino, un lector proclamaba las lecturas de los dos Testamentos, el obispo pronunciaba la homilía y los fieles elevaban preces en común. En los primeros siglos de la Iglesia no había imprenta. La mayoría de la gente no podía permitirse el lujo de tener los Evangelios manuscritos y, además, muchos de ellos no sabían leer, por lo que era en la Misa dónde los cristianos podían discernir la Palabra de Dios.



En la Liturgia de la Palabra lo primero que se le pide al creyente es que escuche, una actitud de escucha. Escuchar, según la Biblia, es una actitud activa de la persona y del pueblo ante el Dios que se revela gradualmente en el mensaje. Sin escucha no hay conocimiento de Dios, ni de sus planes, ni de su modo de actuar. Tampoco se puede llegar a conocer a Cristo, ni el misterio que encierra su persona, sin escucharlo. Ese es el camino que propone la voz que sale de la nube en el Monte Tabor: “Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escuchadle”
(Mc 9,7).

La auténtica escucha supone la asimilación y la interiorización de la Palabra. Cuando la capacidad de escucha llega a ser plena, afecta a la totalidad de la persona y mueve a un compromiso real, se traduce en adhesión y obediencia a lo escuchado y entonces la Palabra escuchada se convierte en acción. Si la escucha no acaba en esto no es escucha real, sino fingida.



Por eso San Agustín, decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la Palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la Palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo».



"Orar es básicamente “Escuchar el mensaje de Dios y ponerlo por obra” (Lc 8,21), orar es decir: “Cúmplase en mí lo que has dicho” (Lc 1,38)."
  La capacidad de escucha debería ser una de las cualidades distintivas en la vida del creyente, y no sólo en el rito sino también en la vida cotidiana. En un mundo en que se habla mucho, pero se escucha poco, los cristianos deberían aparecer como gente habituada a escuchar y dar respuesta a la necesidad de los hombres, porque si no escuchan a los hombres ¿quién podrá creer que en sus celebraciones escuchan a Dios? De igual modo la oración cristiana debería estar centrada en la escucha. Orar no consiste en hablar mucho, pensando que cuanto más se hable más caso hará Dios. Orar es básicamente “Escuchar el mensaje de Dios y ponerlo por obra” (Lc 8,21), orar es decir: “Cúmplase en mí lo que has dicho” (Lc 1,38).

En el limitado espacio que en la Misa se destina a las lecturas Bíblicas, se actualizan dos cosas que son extensivas a toda la vida del creyente: en primer lugar, la constante interpelación que Dios nos hace a través de los acontecimientos, de la predicación, de la catequesis, etc.; y, en segundo lugar, nuestra capacidad de escucha y respuesta ante las “Palabras” de Dios.




Primera y Segunda Lecturas - Salmo






En los domingos y fiestas de guardar hay dos lecturas Bíblicas previas a la del Evangelio y solo una los días de semana. Son leídas desde el Ambón, mientras el sacerdote que preside se mantiene en la Sede y los fieles permanecen sentados. Su lectura corresponde al ministerio eclesial de los lectores.

 El lector comienza (sin decir " primera lectura ", ni " segunda lectura") anunciando el título del libro del que se toma el texto y termina la lectura diciendo: "Palabra de Dios", lo que constituye una confesión de fe. Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo afirmar que fue la Palabra de Dios dicha hace veinte o más siglos y ahora recordada piadosamente, sino que «Ésta es la Palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos. Es una acción ACTUAL de Dios. Mediante ella Dios nos habla, nos interpela “aquí y ahora”, ya que del encuentro entre su texto y la vida es de donde brota su sentido para el ”hoy”. Ese texto hace presente al Señor en medio de la Asamblea y siempre tiene la virtud de decirnos cosas nuevas, de acuerdo a las diversas circunstancias. Los fieles a su vez confirman su fe aclamando a Dios: "Te alabamos, Señor".

La estructura de la Liturgia de la Palabra es dialogal, estableciéndose un diálogo entre Dios y su pueblo, en un ir y venir .En la primer lectura, tomada del Antiguo Testamento o de los Hechos de los Apóstoles, Dios habla a su pueblo a través de la Ley y los Profetas y el Pueblo le responde, no con palabra humana sino con la misma Palabra que El nos da, con el Salmo. El Salmo Responsorial es una respuesta a la Palabra de Dios, relacionada con la primera lectura.

El Salmo Responsorial tiene gran importancia litúrgica y pastoral, es un canto de alabanza, de acción de gracias, de arrepentimiento o de petición. Se recita
(o canta, cuando procede) desde el Ambón, porque es parte de la Liturgia de la Palabra y tiene su entidad propia, no es sólo un texto entre lecturas. El Salmo Responsorial tiene una larga historia en la Liturgia que no se ha tenido siempre suficientemente en cuenta. Es un salmo, tomado del Libro de los Salmos de la Sagrada Escritura. Se dice responsorial o de respuesta porque, fundamentalmente, es la “respuesta” a la invitación que Dios mismo hace a su pueblo para que éste “responda”, del mejor modo posible, al mensaje que cada uno debe haber escuchado en la Lectura previa. Intenta ser un verdadero espacio de oración contemplativa. Su proclamación la realiza siempre un laico, el Salmista, de ser posible, distinto del Lector; el Rito autónomo del Salmo es distinto de la Lectura. Al ser oración y meditación, el salmista debe proclamarlo de modo que invite a ello. Dicho de otro modo, se espera que actúe con especial unción. Está ejerciendo la función de un ministerio u “oficio litúrgico” que ayuda a la Comunidad a celebrar bien la Eucaristía. Durante el salmo el celebrante se mantiene en la Sede mientras que los fieles, permaneciendo sentados, ponen en práctica dos acciones: escuchar y a la vez participar, intercalando entre las estrofas recitadas o cantadas por el salmista, la Antífona o estribillo del salmo.




Tanto en las Misas dominicales como en las de las fiestas de guardar hay una segunda lectura que está tomada del Nuevo Testamento, ya sea de las Cartas Apostólicas o, en tiempo de Cuaresma, de los Hechos de los Apóstoles, la cual tiene relación con la fiesta o con el Evangelio del día. Esta segunda lectura, además de interpelar nuestra vida, nos muestra a través de los apóstoles cómo vivían los primeros cristianos y cómo se los evangelizaba, ayudándonos a penetrar y discernir mejor las enseñanzas de Jesús así como muchas de las tradiciones de la Iglesia. Al concluir la lectura el lector dice: “Palabra de Dios” y la Asamblea expresa su fe alabando a Cristo: “Te alabamos Señor”. Durante todas estas lecturas el sacerdote que preside se mantiene en la Sede y la Asamblea las sigue sentada.

Secuencia

Las “Secuencias” son textos litúrgicos poéticos, son poesías religiosas que aparecen en las Misas de la Edad Media como apéndice del Aleluya, durante los siglos IX-XII llegó a haber más de cinco mil. El Papa San Pío V (1570), con buen criterio, dejó solamente cuatro: Victimae Paschali (Secuencia del domingo de Pascua), Veni Sancte Spiritus (Secuencia de Pentecostés), Lauda Sion Salvatorem (Secuencia de Corpus Christi) y Dies Irae (Secuencia en las Misas de Difuntos), agregándose tiempo más tarde, con la Memoria de Nuestra Señora de los Dolores (1727), el Stabat Mater (Benedicto XIII). Actualmente se suprimió también el Dies Irae, quedando como obligatorias sólo la de Pascua y la de Pentecostés, y las otras dos “ad libitum”, es decir, a la consideración o discreción del celebrante Se recitan inmediatamente a posteriori de la segunda lectura o sea antes del Aleluya, por tanto, con los fieles todavía sentados.

De las dos Secuencias obligatorias la más antigua es la del domingo de Pascua, “Cristianos, ofrezcamos al Cordero pascual nuestro sacrificio de alabanza…”, compuesta en el siglo XI. La Secuencia de Pentecostés es un poema con el que la Iglesia pide su asistencia al Espíritu Santo.

Aleluya

A continuación de la segunda lectura o de la Secuencia, de haber sido recitada, se canta el Aleluya. Esta aclamación antes del Evangelio tiene la finalidad de que los fieles acojan y saluden al Señor que les va a hablar en el Evangelio. Aleluya significa “alabad a Yahvé”, es una “entusiasta aclamación de alegría” al Evangelio que va a proclamarse. La Asamblea que ha escuchado la lectura sentada y sentada ha recitado el Salmo y la Secuencia, para el Aleluya se pone de pie y unánimemente todo el pueblo aclama al Señor que se hará presente en el Evangelio. Durante la Cuaresma se omite el Aleluya y la comunidad canta otra aclamación igualmente preparatoria de la escucha del Evangelio centrada en Cristo y su Palabra.

El Evangelio



El Evangelio es el momento cumbre de la Liturgia de la Palabra. Ante los fieles congregados en la Eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC 33), y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos están llenos de muy alta significación:

El sacerdote, luego del Aleluya, pasa de la Sede al Ambón a proclamar un fragmento de los Evangelios. Evangelio significa "buena noticia". Su proclamación siempre ha de hacerla un sacerdote o diácono, nunca un laico. Si bien todas las lecturas son Palabra de Dios, esta lectura es particularmente: Palabra de Cristo, Él se hace presente para hablarnos. Llegado al Ambón, el sacerdote de cara al pueblo dice: “El Señor esté con vosotros”, a lo que éste, que permanece de pie, le responde “Y con tu espíritu”. A continuación el celebrante anuncia: “Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San…”, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. El pueblo aclama “Gloria a ti, Señor” mientras también se persigna. Si se utiliza incienso para resaltar la festividad del día, en este momento se inciensa el libro. Seguidamente el celebrante proclama el Evangelio, y una vez terminada su lectura dirigiéndose al pueblo aclama: “Palabra del Señor”, a lo que todos responden: “Gloria a ti, Señor Jesús”.




El sacerdote entonces besa el libro diciendo en secreto “Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados” y lo eleva a la vista de la Asamblea. Con la aclamación especial que sigue al Evangelio ¡Palabra del Señor! ¡Gloria a ti, Señor Jesús!, todos reconocemos y profesamos la presencia de Cristo que nos habla.

Cuando el Evangelio es proclamado por el diácono, primero debe pedirle la bendición al sacerdote que preside la Eucaristía requiriéndole: “Bendíceme, Padre”. Entonces el sacerdote lo bendice y le dice “Que el Señor esté en tu corazón y tus labios para que puedas anunciar dignamente su Santo Evangelio” Lo mismo sucede con el sacerdote que proclame el Evangelio cuando la Misa la preside un Obispo, quien debe acordarle su bendición previa.



El Leccionario


El Leccionario es el libro litúrgico que en el Ambón se usa para las lecturas Bíblicas de la Misa. En realidad son varios volúmenes, clasificados según los Ciclos de lecturas de la liturgia católica, y según sean lecturas dominicales, de entre semana o fiestas especiales (santos universales, santos locales, Misas de difuntos, etc.).

Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de la celebración Eucarística. Al principio se lo hacía de los libros del Antiguo Testamento. Y en seguida, también de los libros del Nuevo, a medida que éstos se iban escribiendo. Es decir que las lecturas en un principio se hacían directamente de la Sagradas Escrituras. Más tarde, aunque no se sepa cuándo ni dónde se hizo por vez primera, se empezaron a escribir unas anotaciones en el margen de los libros sagrados para indicar el comienzo y el final de cada lectura, así como el día en que debía leerse. El paso siguiente fue copiar la lista de estas anotaciones marginales, no por el orden del libro bíblico, sino siguiendo el calendario, añadiéndose además, para facilitar su localización, las primeras y las últimas palabras del texto bíblico correspondiente. Al paso de los siglos, las lecturas escogidas fueron recogidas en libros especiales para ser usados en la Eucaristía. Estos libros aparecen a partir del siglo VIII y son los precursores de los actuales Leccionarios que contienen las lecturas usadas en la Eucaristía que han de ser proclamadas desde el Ambón.

El Concilio Vaticano II declaró: "Organícese una lectura de la Escritura más rica y adaptada" (SC 35,1), y "a fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que en un período determinado de años se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura". El leccionario actual, formado según las instrucciones del Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la Biblia.

Por otra parte, en la presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma Misa (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas Bíblicas permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase del año litúrgico se están celebrando. 




La lectura dominical del Evangelio se divide en tres Ciclos. En cada ciclo el Evangelio que se lee el domingo es de un evangelista distinto: Ciclo A: Evangelio de san Mateo. Ciclo B: Evangelio de san Marcos. Ciclo C: Evangelio de san Lucas. Durante el ciclo de la Pascua se lee todos los años el Evangelio de san Juan.

Los días de semana llevan un ritmo propio y distinto. Se divide en dos años, par e impar, tomándose como tal el de la mayor parte del año. 




La Homilía





A la proclamación del Evangelio sigue la Homilía. Corresponde al sacerdote pronunciar la homilía y también puede hacerlo el diácono. Nunca un fiel laico. Debe hacerse desde el Ambón o desde la Sede. Es obligatoria los domingos y días festivos y se aconseja tenerla en las ferias de Adviento, Cuaresma y durante el tiempo Pascual, así como también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la Iglesia.

La homilía es una parte de la liturgia muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. La homilía no es un sermón, ni una catequesis, ni una plática moralizadora, sino, como lo señala su etimología, una conversación familiar, cuya finalidad es aplicar
(más que explicar) el mensaje de Dios a un pueblo creyente concreto e introducirlo en la celebración de ese misterio de Salvación que se ha anunciado en las lecturas. Tiene como misión fundamental resaltar justamente la actualidad del mensaje del Señor y confrontar con él nuestra vida. Tras la homilía se debe guardar un espacio de silencio para la reflexión personal.

La Profesión de fe–El Credo

Después de oír la Palabra de Dios en las lecturas, el pueblo da su asentimiento y respuesta con el símbolo o profesión de la fe, el Credo. Es obligatorio recitarlo o cantarlo los domingos y en las solemnidades y puede ser utilizado en celebraciones de peculiar importancia. Deben decirlo juntos el Sacerdote y el pueblo. El sacerdote que preside puede hacerlo desde la Sede o desde el Ambón. El pueblo lo reza de pie, porque estar de pie significa firmeza en la fe y un deseo de poner en práctica, con hechos, esa fe que se proclama. Cuando en la Misa profesamos nuestra fe, lo hacemos no sólo como personas individuales, sino como Iglesia: Cuerpo místico de Cristo.







El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra divina. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.

El Credo, llamado también “Símbolo de la fe”, no nació en la liturgia eucarística, sino en la liturgia bautismal. Cuando una persona quería ser bautizada antes debía recitar el Credo, es decir, hacer una declaración pública de su fe. Sólo en el siglo V se introdujo en la liturgia eucarística, en el Oriente cristiano, de lengua griega. El primer lugar del Occidente cristiano donde se recitó el Credo en la Misa fue en España, de ahí pasó a las demás liturgias occidentales, hasta implantarse en Roma, en el año 1014.

Los dos “Credos” más conocidos son el apostólico usado en Roma ya en el siglo III, y el niceno- constantinopolitano, que recoge la fe de los Concilios de Nicea y Constantinopla. Hasta 1983 sólo se podía usar en la Misa el Credo niceno-constantinopolitano a partir de ese año coexisten los dos.

El Credo “corto” o propiamente Símbolo de los Apóstoles, es el más breve y conciso de los dos; es quizás también más expresivo, cercano y más comprensible, para todos. Es llamado “de los apóstoles” porque es considerado, con justicia, como el fiel resumen de su fe. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia Romana.

El Credo de Nicea-Constantinopla es el más largo de los que rezamos en Misa al ser más explícito. Debe su gran autoridad al hecho de que es fruto, como dijimos, de los dos primeros Concilios ecuménicos como así lo indica su nombre. Es una fusión de los Credos redactados en el Concilio de Nicea
(325) y en el Concilio de Constantinopla (381). Estos Concilios defendieron la verdadera naturaleza de Jesús frente a dos herejías: el Arrianismo, que negaba la naturaleza divina de Cristo, y el Monofisismo, que negaba su naturaleza humana. Apoyándose en la tradición que les había llegado desde los Apóstoles, los Concilios condenaron ambas herejías y declararon que Jesús era ciertamente verdadero Dios y verdadero hombre. Sigue siendo hoy el símbolo común de todas las Iglesias de Oriente y Occidente.

Recitar con fe el Credo es recordar nuestro Bautismo y entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es también entrar en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos: “Este Símbolo es el sello espiritual, es la meditación de nuestro corazón y el guardián siempre presente, es, con toda certeza, el tesoro de nuestra alma”.
(San Ambrosio).


Oración Universal






La Liturgia de la Palabra termina con la Oración de los Fieles u Oración Universal. Se le llama Oración Universal por la amplitud de sus peticiones al abarcar las necesidades de la Iglesia, del mundo, de los pueblos, de las comunidades, de los afligidos por calamidades de cualquier naturaleza, etc.; y Oración de los Fieles por la intervención de los laicos en una oración de intercesión “por los demás”, de mediación. Al Sacerdote le corresponde iniciarla desde la Sede con una exhortación en la que invita a los fieles a orar, y concluirla con una oración colecta. A los feligreses les corresponde, a través de uno o varios de ellos, plantear desde el Ambón las intenciones. De alguna manera, intenta ser una respuesta a la Palabra de Dios, ejerciendo los fieles su sacerdocio bautismal al peticionar a Dios por las necesidades de todos los hombres. Por su parte el pueblo, que permanece de pie, expresa su súplica con una invocación común después de la proclamación de cada intención, desde el Ambón.
(SC) Sacrosanctum Concilium, Const sobre la sagrada liturgis




Credo de Nicea - Constantinopla 

 
Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a, vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

Creo-en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.