Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

lunes, 17 de agosto de 2015

«Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no lo puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn. 14,16-17).




PENTECONTES

El Broche de Oro de la Cincuentena Pascual


Oracion

Ésta es la hora en que rompe el Espíritu

el techo de la tierra, y una lengua de fuego innumerable

purifica, renueva, enciende, alegra las entrañas del mundo.

Ésta es la fuerza que pone en pie a la Iglesia

en medio de las plazas, y levanta testigos en el pueblo

para hablar con palabras como espadas delante de los jueces.

Llama profunda que escrutas e iluminas

el corazón del hombre: restablece la fe con tu noticia,

y el amor ponga en vela la esperanza hasta que el Señor vuelva.




La fiesta de Pentecostés. Con esta fiesta llega a su término y a su culminación la solemne celebración de la cincuentena pascual. Después de haber celebrado a lo largo de estos 50 días la victoria de Jesús sobre la muerte, su manifestación a los discípulos y su exaltación a la derecha del Padre, este domingo la contemplación y la alabanza de la Iglesia destaca la presencia del Espíritu de Dios y la entrega por el Resucitado de su Espíritu a los suyos, para hacerles participar de su misma vida y constituir con ellos el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia.

La fiesta de Pentecostés es la tercera gran Pascua cristiana, la tercera gran celebración liberadora. La primera fue Navidad, cuando Dios se hace humano y amigo, pobre y pequeño, cuando nos llueve y penetra la ternura, cuando nos abrimos a la esperanza, porque Dios viene a liberar a su pueblo. La segunda fue Resurrección, cuando Dios se hace vida, victoria y amor que vence toda esclavitud y toda muerte. La tercera es Pentecostés, cuando Dios se hace aliento vivificante, fuerza insuperable, fuego de amores, dando comienzo a la misión de la Iglesia en el mundo.


La liturgia actual de la Iglesia busca formar una unidad con la festividad del domingo de Pascua, donde se destaque Pentecostés como la conclusión de la cincuentena pascual. Uno tiende a pensar que Pentecostés es el día 50, y está bien, pero es la suma de todos los días de la Pascua, porque toda la cincuentena es tiempo del Espíritu Santo fruto de la Pascua. Pentecostés es, entonces, la plenitud de la Pascua. Sin Pentecostés no hay Pascua completa por más que hayamos celebrado la Pasión, la Resurrección y la Ascensión Toda la relevancia de Pentecostés le viene al ser el último día de la cincuentena, algo así como el broche de oro con que se clausura solemnemente este tiempo privilegiado del año litúrgico, durante el cual se ha prolongado la fiesta de Pascua, y que ha constituido una especie de gran día de fiesta prolongado a lo largo de cincuenta días.



En este sentido, Pentecostés no es una fiesta autónoma y no puede quedar sólo como la fiesta en honor al Espíritu Santo, aunque lamentablemente, hoy en día, son muchísimos los fieles que aún tienen esta visión parcial, lo que lleva a empobrecer su contenido. Hay que insistir, entonces, en que Pentecostés es el segundo domingo más importante del año litúrgico en el que los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.




Detengámonos ahora en el Espíritu Santo, ese gran desconocido. Del Padre tenemos, de alguna manera, más idea por nuestra filiación humana, del Hijo igual, porque también somos hijos, pero el Espíritu es como una realidad más inaccesible.


En su tercer viaje al llegar a la ciudad de Éfeso, San Pablo halló algunos discípulos que habían aceptado ya la fe cristiana y les preguntó: «¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?» Ellos le contestaron: «Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo» (Hech 19,1-2). Aunque parezca increíble después de veinte siglos de cristianismo, si San Pablo volviera a formular la misma pregunta a algunos cristianos, obtendría una respuesta muy parecida a la tan desconcertante que le dieron aquellos primeros discípulos de Éfeso.


Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; pero ¡cuántos hay que sólo le conocen de nombre! Sin embargo, la economía divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu Santo para nosotros.


No comprenderemos nada del acontecimiento de Pentecostés que nos describen los Hechos de los Apóstoles, si no tenemos siempre presente que el Espíritu que desciende sobre la Iglesia es tanto el Espíritu de Jesucristo como el de Dios Padre; dicho con otras palabras: el Espíritu de su amor recíproco hasta la total inhabitación del uno en el otro, amor que tiene al mismo tiempo su fruto, la tercera persona en Dios. El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único, y ese amor mutuo que deriva del Padre y del Hijo, como de fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo, que es Dios lo mismo que el Padre y el Hijo y posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad. Ninguno es mayor que el otro. En la comunión esta su ser. Hay donación y entrega. Es un círculo misterioso en el Amor y desde el Amor. San Agustín lo dice bellamente: El Padre es el Amante, el Hijo es el Amado y el Espíritu es el Amor


Podemos apreciar en el libro del Génesis la presencia del “espíritu (o viento) de Dios”, que aleteaba sobre las aguas mientras la tierra estaba desierta y vacía, y las tinieblas cubrían el abismo (Gn 1, 2). Es una referencia de notable eficacia a esa “fuerza vital” que interviene en la historia y en la vida del hombre, y preparaba el terreno para la futura revelación del Espíritu Santo. Con ella se quiere sugerir que el “soplo” o “espíritu de Dios” desempeñó un papel en la creación: casi un poder de animación, junto con la “palabra” que da el ser y el orden a las cosas.


Pero la obra creadora del Espíritu alcanzó su culmen en el hombre: «Entonces formó Dios al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7).La palabra “aliento” es un sinónimo de “soplo” o “espíritu” o “ruah”, y con ella se quiere designar la fuerza vital, la energía con la que Dios da la vida. En el hombre hay un “aliento de vida”, que procede del “soplar” de Dios mismo. En el hombre hay un soplo o espíritu que se asemeja al soplo de Dios. Enraizado y emparentado con el resto de la creación, el hombre recibe como un plus de aliento divino, que lo convierte en una criatura única. Y la razón es clara: es la única criatura hecha a imagen del Creador: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gn 1,27). La Persona- Amor ha creado al hombre a imagen del Dios Trinitario, es decir, como persona capaz de darse y de recibir libremente, como persona capaz de amar, para que pueda compartir la misma vida amorosa de Dios y participar en ella. Por eso, todo lo que es el hombre –su ser físico, mental y espiritual–, su existencia y su destino, sólo se puede entender desde el Espíritu. Sólo desde él descubrimos por qué estamos hechos así y para qué. Los hombres que ignoran o niegan esta acción del Espíritu, entienden su ser, su existir y su meta como mera materia: nacer, crecer y morir sin dejar rastro. Los que han descubierto en su interior esta realidad sorprendente, entienden su ser, su existir y su meta como un hermoso designio de amor: nacer, crecer y alcanzar su plenitud en Dios. La acción del Espíritu Santo no acaba en la creación. Quien da principio a la vida del hombre, lo va a seguir y a cuidar en toda su existencia para que alcance el fin previsto por el Padre. Por eso va a actuar en la historia y a
convertirla en «historia sagrada», es decir, en tiempo de encuentro con Dios y camino hacia la felicidad de la plena participación en la vida divina.

Para ello, el Espíritu crea el pueblo de Dios, un pueblo de creyentes capaz de transmitir el conocimiento de Dios a todas las naciones. Como vemos en la historia de Israel, el Espíritu constituye y guía a este pueblo a través de una triple operación: una acción directiva, una acción profética y una acción santificadora.

a) Acción directiva. En primer lugar, el Espíritu de Dios penetra y conduce la historia de Israel actuando sobre sus jefes y haciendo que obren en nombre de Dios y sirvan de verdad al cumplimiento de los planes divinos. Así lo vemos en el gran liberador y conductor, Moisés, hombre lleno del Espíritu y que hace participar del mismo a sus colaboradores (Núm 11,25) y a su sucesor Josué, a quien impone su mano para que también él esté lleno del Espíritu de sabiduría (Deut 34,9). Lo mismo sucede en el caso de los Jueces, de los que se dice: «El Espíritu de Yavhé vino sobre él y fue juez de Israel» (Jc. 3,9-10; 11,29; 13,25). Y cuando se realiza el cambio histórico de los Jueces a los Reyes, se instituye el rito de la «unción», como signo de que el Espíritu toma posesión del nuevo jefe para que conduzca fielmente al pueblo. Así sucede con Saúl (1 Sam 10,1-8) y con David (1 Sam 16,1-13).

b) Acción profética. En segundo lugar, el Espíritu produce el fenómeno del profetismo, que va a convertir al pueblo en portador de la palabra de Dios. Porque el profeta es un hombre que habla en nombre de Dios y transmite a los demás todo lo que Dios quiere darles a conocer sobre el presente y sobre el futuro, como se dice en la promesa de Dios a Moisés: «Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande» (Deut 18,18). Y quien inspira a los profetas las palabras de Dios y les manda transmitirlas es el mismo Espíritu, como nos cuenta Ezequiel: «El Espíritu entró en mí como se me había dicho y me hizo tenerme en pie; y oí al que me hablaba...”; “Me dijo: Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve a donde los deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor Yavhé”, escuchen o no escuchen» (Ez. 2,2; 3,10-11).

A la acción profética del Espíritu en Israel le debemos, además, otro efecto admirable. En la medida en que los dirigentes del pueblo de Dios fueron cayendo en la infidelidad y la apostasía, el Espíritu fue dando a conocer la futura venida de un Rey ideal, el Ungido (Mesías) por antonomasia, sobre el que reposaría el Espíritu de Yavhé con toda la abundancia de sus dones (Is 11,2), y lo haría capaz de realizar una misión definitiva de justicia y de paz. Este Rey pacífico es descrito admirablemente en los cuatro famosos cantos del Siervo de Yavhé, de Isaías, que son como el retrato anticipado de Jesús.

c) Acción santificadora. Según la Biblia, el Espíritu no es sólo luz que da el conocimiento de Dios, sino también fuerza transformadora que santifica, es decir, que hace vivir la misma vida de Dios. Por eso se le llama «Espíritu de santidad», «Espíritu Santo».

Ciertamente la revelación del Espíritu Santo como persona no se produjo hasta Jesús; porque sólo en Jesús se nos descubrió que Dios es Trinidad. Pero, como acabamos de ver, el mismo Espíritu fue anticipando y preparando su manifestación definitiva en la historia de Israel, como «aliento» y fuerza actuante de Dios.

En Jesús se realiza plenamente el designio eterno de Dios: unirse al hombre divinizándolo. Y es el Espíritu quien, en la «plenitud de los tiempos», hace que se realice esta cumbre de la donación de Dios, con la humanización del Hijo en el seno de la Virgen María. Su acción en este acontecimiento tiene un doble aspecto. El primero y principal es que encarna al Verbo de Dios en la carne de María: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre», confesamos en el Credo en fidelidad a lo que nos dice el Evangelio (Lc 1,35). Y el segundo es que el mismo Espíritu prepara a la Virgen María para que preste su consentimiento y colaboración en el misterio de la Encarnación, y para que sea digna morada de Dios. Jesús, por tanto, fue «ungido» por el Espíritu desde su concepción. Y, a partir de ese momento, el Espíritu actuará siempre en su vida.

La primera manifestación pública del Espíritu en Jesús, es el momento de su Bautismo (Mc 1,9-11). Allí se manifiesta explícitamente la personalidad y la misión del Ungido por el Espíritu para realizar la salvación. Inmediatamente después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para combatir y vencer al diablo (Mt 4,1-11).



Poco después, en la sinagoga de Nazaret, Jesús explica su misión aplicándose un famoso texto de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,16-19). Con este texto Jesús manifiesta la actuación del Espíritu en su predicación y en sus milagros. Pero, además, señala cuál es el objetivo tanto de su misión como de la del Espíritu: liberar al hombre de las potencias del mal para que pueda vivir la nueva existencia del Reino de Dios. Así lo explica también en otra ocasión: «Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28).

El Espíritu es también el que inspira y mueve la relación de Jesús con el Padre en la oración: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y exclamó: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a sabios e inteligentes y las has revelado a pequeños”» (Lc 10,21).

Pero la presencia del Espíritu en Jesús mostrará toda su eficacia y plenitud en los acontecimientos pascuales. Será el Espíritu quien inspire y sostenga el ofrecimiento sacrificial de Jesús y su entrega total al Padre, como dice la Carta a los Hebreos: «…por obra del Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios…» (Heb 9,14). Y el mismo Espíritu será la fuerza con la que el Padre resucitará a Jesús, como afirma San Pedro: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu» (1 Ped. 3,18).

En resumen, la triple acción del Espíritu que ya se insinuó en la historia de Israel (directiva, profética y santificadora), alcanza su manifestación y eficacia plenas en la persona y la vida de Jesús. Por eso Jesús es por antonomasia el Ungido (Mesías o Cristo), de quien se predican los tres oficios o funciones que representaban la triple acción: Rey (acción directiva), Profeta (acción profética) y Sacerdote (acción santificadora). Jesús así lo manifestó en esta autodefinición solemne: «Yo soy el Camino (el que guía), la Verdad (el revelador del Padre y de su voluntad) y la Vida (el que transforma al hombre comunicándole la vida divina)» (Jn. 14,6).

Durante su vida terrena, Jesús, el Ungido y portador del Espíritu, prometió que comunicaría ese mismo Espíritu a los que creyeran en él.

La primera promesa la pronunció Jesús en el contexto de la fiesta judía de las tiendas, al regreso de la procesión solemne que se organizaba a la fuente de Siloé para recoger el agua, que era derramada a modo de sacrificio sobre el altar: «El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús, puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed de mí, venga a mí y beba el que crea en mí; como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39a). En la interpretación rabínica, el agua simbolizaba al Espíritu, que se esperaba para cuando apareciese el Mesías. Por esa razón Jesús no dice: «Yo soy el agua». Él es el que dará o concederá el agua. Pero esto no sucederá hasta que Jesús no sea glorificado por su muerte, como señala el mismo evangelista: «Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado» (Jn 7,39b). Y es que la donación del Espíritu a los creyentes tendrá que ser ganada por la muerte de Jesús.

Por eso Jesús transmite su enseñanza más importante sobre la misión del Espíritu en las horas inmediatamente anteriores a su pasión. Comienza presentándolo como Defensor y Espíritu de la verdad: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no lo puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está» (Jn. 14,16-17). Lo llama «Paráclito», es decir, el «Defensor», el «Abogado», el que asiste a los discípulos. Y dice que es «otro Paráclito», porque el primer defensor es el mismo Cristo, que en la presencia del Padre intercede por nosotros continuamente. Lo llama también «Espíritu de la verdad», porque va a ser quien revele la verdad y quien haga vivir en la verdad. Y añade que no puede ser conocido por el mundo, es decir, por los poderes que se oponen a Dios y a su plan de salvación, sino sólo por los discípulos. Sólo ellos están capacitados para reconocer al Espíritu, porque estaba junto a ellos en la misma persona de Jesús, durante su ministerio, y ahora, después de la Pascua, estará con ellos y en ellos para siempre, actuando en el interior de sus corazones. Poco después, Jesús nos presenta al Espíritu Santo como el maestro interior del cristiano: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,25-26). El Espíritu no revelará cosas nuevas, porque la verdad de Dios ya ha sido revelada: es el mismo Jesucristo. 

Lo que hará el Espíritu es dar a los discípulos
una inteligencia cada vez más profunda del misterio de Jesús, de su vida, de sus obras y palabras, hasta llevarnos a la comprensión plena de su persona y mensaje.

Jesús sigue diciendo que en el Paráclito los discípulos encontrarán la fuerza necesaria para no dejarse encadenar por la mentira del mundo y para permanecer fieles en su testimonio. Porque el Espíritu de la verdad les dará la certeza de la justicia de Cristo: «Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15,26-27). «Él demostrará la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio» (Jn 16,8-9).

Por último, Jesús nos presenta al Espíritu como el agente que nos va introduciendo en el misterio de la Trinidad: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga...”; “Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16,13;15).

Todos estos textos, que jalonan los discursos finales de Jesús en la Última Cena, constituyen la base principal de nuestra fe en el Espíritu Santo. Pero también de nuestra fe en la Trinidad. En ellos, en efecto, descubrimos con toda claridad cómo el Padre da todo lo que tiene (lo que es) al Hijo, cómo el Hijo lo recibe y es el encargado de transmitirlo a los hombres, y cómo la riqueza de la vida divina nos es comunicada por el Espíritu Santo, enviado conjuntamente por el Padre y el Hijo.

La «hora de Jesús», el momento supremo establecido por el Padre para la salvación del mundo y que representa asimismo el momento de su glorificación, fue la de su muerte y resurrección. Fue el Espíritu quien transformó el fracaso de la cruz en ofrenda sacrificial de Jesús al Padre por amor de los hombres y quien lo resucitó de entre los muertos. Pues bien, en aquella «hora», Jesús, al morir, «entregó el Espíritu» (Jn 19,30). Aquel Espíritu que él había recibido del Padre, Jesús lo da ahora a los creyentes, precisamente en el acto de su muerte redentora. Es decir, Jesús, «…constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santificación, por su resurrección de la muerte» (Rom 1,4), da a sus discípulos el Espíritu para hacerlos hombres nuevos, capaces de cumplir la misión a ellos confiada: llevar a los hombres la misma vida que él había recibido del Padre (Jn 6,57) y el mismo amor que el Padre tiene por él.

Jesús continúa ejerciendo su misión a través de sus discípulos, a quienes les comunica el mismo Espíritu que él posee. Como Jesús, los discípulos van a ser dirigidos y guiados por el Espíritu. Pero, también como Jesús, los discípulos van a ser portadores y transmisores del Espíritu a todos los hombres. Por eso San Pedro dice: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2,38-39).

Todos nosotros fuimos bautizados en una fuente de agua, signo del manantial de agua viva que se nos comunicaba, el Espíritu. Y, de este modo, nos convertimos en «ungidos» (cristianos), es decir, en personas transformadas por el Espíritu y portadoras del Espíritu, como partícipes del «Ungido» (Cristo) y de su triple misión. Así lo expresaba la bella oración que acompañó nuestra unción con el santo crisma: «Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey».

Y esta gracia del Bautismo fue completada en nosotros por la Confirmación, cuando el obispo impuso sobre nosotros las manos y nos volvió a ungir. El Espíritu nos enriqueció entonces con una fuerza especial que nos vinculaba más fuertemente a la Iglesia y nos capacitaba para difundir y defender la fe, con obras y palabras, como auténticos testigos de Cristo. Entonces se cumplió en cada uno de nosotros la solemne promesa de Jesús al despedirse de este mundo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Todos los sacramentos, que emanan del Señor Jesús Resucitado, nos resultan posibles por la acción de su Espíritu Es el Espíritu el que confirma nuestra fe y nuestra unidad cada vez que participamos en la Eucaristía. La epiclesis debe recordarnos la intervención del Espíritu no sólo en cuanto a la transformación del pan y del vino, sino también en lo referente a la solidez de nuestra fe y a nuestra unidad en la Iglesia. El Espíritu actúa asimismo en la ordenación sacerdotal, para conferir al que es llamado la potestad de actualizar los misterios de Cristo; el Espíritu está presente también en el sacramento del matrimonio, asegurando a los esposos la fuerza de la fidelidad, su unión recíproca a imitación de la unión de Cristo con su Iglesia. En la Penitencia nos reconcilia con Dios, en la Unción de enfermos alivia nuestro dolor y nos fortalece en un momento tan delicado de nuestra existencia, Así pues, en todo momento estamos "impregnados" del Espíritu. No hay una reunión de oración, no hay una liturgia de la Palabra en la que no actúe el Espíritu para posibilitarnos orar y dialogar con el Señor, presente entre nosotros por la fuerza del Espíritu que da vida al texto escriturístico proclamado.

Nosotros a diferencia de aquellos discípulos de Éfeso, por la misericordia de Dios, sabemos que existe el Espíritu Santo, y tenemos la absoluta obligación de intentar que no pase de largo en nuestra vida sino de instarle a que se detenga y nos envuelva en su ruido, y nos empuje a confesar a Dios ante los hombres de la única forma que los hombres admiten esta confesión: viviendo como Dios, nuestro Dios, quiere que vivamos. En una palabra, viviendo como Cristo lo hizo.

La Liturgia de la misa de Pentecostes presenta lecturas sumamente expresivas, en las que se pone de manifiesto que: 



El Espíritu Santo significa el paso de la obscuridad a la luz, del miedo al valor, del encierro al testimonio público, del aislamiento al principio de la comunidad viva y operante; 
El Espíritu Santo es la unidad en la diversidad, es el don de lenguas, la posibilidad de llegar a todos con un mensaje que cada uno entiende como dirigido exclusivamente para él "en su propio idioma";
El Espíritu Santo es la profundización en el mensaje de Jesús, el momento justo en el que los apóstoles y los discípulos que lo reciben empiezan a conocer de verdad a Jesús, a interpretar sus palabras, a penetrar en su íntimo modo de ser, a ver el mundo con los ojos de Cristo y a diseñar con toda nitidez lo que debe ser la vida de un cristiano.

Vamos a detenernos en la primera lectura y en el Evangelio de la misa de Pentecostés. Ambos relatan lo acontecido el día en que bajó el Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús, el día del nacimiento de la Iglesia.

La primera lectura tomada del libro de Los Hechos de los Apóstoles, escrito por Lucas, dice que el Espíritu Santo bajó el día de Pentecostés, o sea, cincuenta días después de la resurrección de Jesús (la palabra "pentékonta", en griego, significa "cincuenta"):

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».(Hech 2, 1-11)

Por su parte el Evangelio que se proclama, que es el de Juan, sostiene que la venida del Espíritu Santo ocurrió el mismo domingo en que resucita Jesús:

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan». (Jn 19-23)



Esta discrepancia amerita una explicación, ya que no se trata de dos versiones diferentes, los dos autores están contando el mismo acontecimiento, es decir, la única bajada del Espíritu Santo sobre los seguidores de Jesús. Pero ambos lo cuentan de manera distinta porque cada uno tiene una intención especial, o sea, una "teología" particular. Lo que sucede es que cada evangelista lo relata habiéndolo pasado por su propio tamiz, el de una fe meditada y razonada.

Así para el evangelio de Juan, la muerte y resurrección de Jesús provocaron una nueva creación en el mundo. Es como si la primera creación, aquélla contada en el Génesis en siete días, hubiera quedado obsoleta, superada, y hubiera aparecido de pronto, gracias a la resurrección del Señor, un nuevo mundo con nuevas criaturas. Ahora bien, para que entrara en funcionamiento esta nueva creación, Dios tenía que mandar su Espíritu, tal como había sucedido al principio del mundo. Por eso san Juan cuenta que el Espíritu Santo bajó el mismo día de Pascua: porque su misión era crear un mundo nuevo, apenas muerto y resucitado Jesús.

Si atendemos ahora a los detalles que Juan pone en su relato, veremos que aluden a esta nueva creación. En efecto, comienza diciendo: "Al atardecer del primer día de la semana". ¿Por qué? Porque justamente al atardecer del primer día de la semana, Dios había creado el primer mundo (ver Gn 1, 1-5). Por eso ahora, la nueva creación debía comenzar también el mismo día.

Luego dice Juan que Jesús se presentó en medio de ellos y los saludó diciendo: "La paz con ustedes". Si es normal que uno salude cuando llega, ¿por qué el evangelista se detiene en relatar algo tan obvio? (¡y repite dos veces el mismo saludo de Jesús!). Es que los profetas habían anunciado al pueblo de Israel que Dios, al final de los tiempos, iba a derramar su paz sobre ellos. Pero esa paz nunca había llegado. Por eso Israel, a lo largo de la historia, se había visto siempre perseguido y maltratado. Ahora bien, el doble saludo de Jesús resucitado, anunciándoles la paz, quiere significar que llegaron los nuevos tiempos, que se ha producido la nueva creación que aguardaban.

A continuación Juan cuenta que "los discípulos se alegraron de ver al Señor". Este detalle también tiene un significado. Jesús, al despedirse de sus discípulos en la última cena, les había prometido que la próxima vez que lo vieran a Él se iban a alegrar de tal manera, que la alegría de ellos iba a ser perfecta (ver Jn 15, 11; 16, 22-24). Al decir ahora que los discípulos se "alegraron", Juan quiere expresar que ellos han alcanzado la alegría perfecta, sólo posible en una nueva creación.

El siguiente detalle que cuenta Juan es que Jesús "sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’". Esto es para recordar la escena de la creación del primer hombre. Según el Génesis, Dios había soplado sobre Adán y así le había comunicado el Espíritu de vida (ver Gn 2,7). Ahora Jesús sopla sobre los discípulos y les transmite el Espíritu de vida para mostrarnos que, al igual que Dios en el principio, Él está realizando una nueva creación.

Luego les dice: "Yo los envío a ustedes (a predicar)". Nunca antes había pasado esto en el evangelio de Juan. En él, mientras Jesús vivía jamás los envió a predicar (en cambio en Mateo, Marcos y Lucas varias veces ellos salen a misionar). ¿Por qué recién ahora cuenta Juan que los discípulos son enviados? Porque para él, sólo al bajar el Espíritu Santo y transformarlos en nuevas creaturas, están ellos en condiciones de ser apóstoles (es decir, "enviados"). Antes hubiera sido imposible.

Finalmente, cuenta Juan que Jesús les dice: "a quienes perdonen sus pecados les serán perdonados". Otra señal de que acaba de producirse una nueva creación. En efecto, el profeta Ezequiel había anunciado que cuando llegaran los tiempos nuevos, una de las novedades que Dios iba a realizar era purificar a los hombres de sus pecados (ver Ez 36,25-26), cosa que ningún rito judío había podido hacer hasta el momento. Ahora bien, Jesús al venir al mundo trajo ese poder de perdonar. Pero mientras san Mateo cuenta que Jesús se los entregó a sus discípulos ya durante su vida (ver Mt 16,19 y 18,18), san Juan lo retrasa hasta el momento de la venida del Espíritu, para recalcar mejor que sólo aquí se inicia la nueva creación.

En conclusión, para el evangelio de Juan la venida del Espíritu Santo se produjo el mismo día de Pascua, apenas muerto Jesús, porque la función del Espíritu (al igual que en el Génesis) era la de crear un mundo nuevo, una humanidad nueva, una nueva vida. Y como la muerte y resurrección de Jesús habían dejado ya todo listo para la nueva creación, la venida del Espíritu Santo no podía esperar hasta más tarde.

Más aún: para san Juan, también la ascensión de Jesús al cielo se produjo el domingo de Pascua. Él mismo lo dice durante la última cena: "Si no me voy (al cielo), no vendrá a ustedes el Paráclito (el Espíritu Santo); pero si me voy, se los enviaré" (Jn 16,7). Es decir, para que el domingo de Pascua pueda haber bajado el Espíritu Santo, ese mismo día tiene que haber subido Jesús al cielo. Por eso Juan menciona también la ascensión del Señor el día de Pascua. Lo hace en el relato de la aparición a María Magdalena, cuando ella quiere aferrarse a sus pies, y él le dice: "Déjame, que todavía no he subido al Padre. Ve y dile a mis hermanos: “Estoy subiendo a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes’" (Jn 20, 17).

Para el evangelio de Juan, pues, los tres acontecimientos ocurrieron el mismo día de Pascua: la resurrección, la ascensión, y la venida del Espíritu Santo.

San Lucas, en cambio, tiene una teología diferente a la de Juan. Para él, la venida del Espíritu Santo se produjo el día de Pentecostés, cincuenta días después de Pascua. ¿Por qué? Por el sentido que esta fiesta tenía para los judíos.

En tiempos de Jesús, Pentecostés era una fiesta muy especial, pues en ella se recordaba la llegada de los israelitas al monte Sinaí. Luego de huir de la esclavitud de Egipto, y tras cincuenta días de marcha por el desierto (de ahí que se llamara "Pentecostés"), ellos habían llegado al monte sagrado para hacer una alianza con Dios. ¿Y qué había ocurrido en ese monte? Allí Dios había hecho bajar del cielo las tablas de la Ley, y se las había entregado al pueblo. De modo que todos los años, al llegar Pentecostés, los judíos celebraban el descenso de la Ley divina sobre el monte Sinaí, y la alianza allí pactada con Dios.

Con esta aclaración podemos entender mejor el relato de Lucas. Para él, el Espíritu Santo bajó en Pentecostés porque vino a realizar una nueva alianza. Por eso Lucas emplea detalles en su relato que revelan esta intención.

En primer lugar, comienza diciendo: "Al cumplirse el día de Pentecostés" (no "al llegar el día de Pentecostés", como ponen algunas Biblias). Con esto ya nos indica que el hecho que está por suceder viene a "cumplir" algo que se hallaba inconcluso, incompleto. En otras palabras: que hasta ese momento Pentecostés era una fiesta que los judíos celebraban de un modo imperfecto, y que ahora estaba por llegar a su plenitud.

Es significativo, también, que Lucas ubique el episodio de Pentecostés en el "piso superior" de una casa (ver Hech 1, 13). Si consideramos los pequeños ambientes de las casas palestinas, es dudoso que Pentecostés haya tenido lugar en una de ellas. Difícilmente pudieron haber entrado allí las 120 personas que Lucas dice que participaron (ver Hech 1, 15). Y mucho menos si, como cuenta más adelante, una inmensa multitud de testigos presenció aquel acontecimiento (ver Hech 2, 5). Es más probable que, históricamente, el hecho haya sucedido en el Templo de Jerusalén, mientras los discípulos se hallaban rezando. Pero Lucas lo coloca en el ambiente superior de una casa, aun con toda la dificultad que eso significa, porque como la antigua alianza había tenido como escenario un monte, la nueva alianza también tenía que estar situada en un lugar elevado. La sala de los discípulos, pues, quedó convertida por Lucas en el nuevo Sinaí.

Asimismo, Lucas coloca en su relato de Pentecostés "una ráfaga de viento fuerte", junto con unas "lenguas de fuego". Estos elementos también están puestos para recordar la alianza del Sinaí. Porque según el libro del Éxodo, aquel día sobre el monte hubo truenos, relámpagos, y bajó fuego del cielo (ver Ex 19). Por eso en el nuevo Sinaí debían darse también estos fenómenos. Pero, mientras junto al monte Sinaí sólo se encontraba reunido el pueblo de Israel para hacer la alianza, ahora junto a la habitación superior se halla reunida una multitud venida de todas partes del mundo. Es que ahora a la nueva alianza Dios la hace con todos los hombres de todos los pueblos.

Pero hay una diferencia entre el Pentecostés judío y este nuevo Pentecostés: mientras en el monte Sinaí habían bajado del cielo las tablas de la Ley, en el Pentecostés cristiano lo que baja es el Espíritu Santo. De modo que aquella alianza antigua, escrita sobre piedras y basada en la Ley, queda ahora reemplazada por la nueva alianza, escrita en el corazón de los creyentes y basada en el Espíritu Santo.

Para Lucas, pues, la función del Espíritu Santo, al bajar sobre los discípulos el día de Pentecostés, fue la de reemplazar aquella antigua alianza por otra definitiva y eterna, destinada a todos los hombres, y ya no basada en el cumplimiento minucioso de preceptos sino en la voz del Espíritu que habla al corazón de cada creyente. En la sangre derramada por el Mesías se ha sellado una nueva alianza, que es la que da comienzo a la nueva presencia de Jesús entre nosotros, al tiempo del Espíritu.

¿Cuándo bajó el Espíritu Santo sobre los discípulos? No lo sabemos. Debió de ser en alguna de esas reuniones que, cautelosos y con miedo, ellos solían tener después de la resurrección de Jesús, para rezar. De pronto se sintieron invadidos por una fuerza extraña y maravillosa que los animaba, les transmitía poderes desconocidos, y los impulsaba a hablar como nunca se habían imaginado. Aquellos primeros hombres que recibieron el Espíritu Santo cambiaron radicalmente. Los que estaban muertos de miedo, se llenan de vida y de coraje al recibir el Espíritu Santo. Los que se habían encerrado por miedo a los judíos, salen a la calle y dan señales de vida, predican en las plazas y desde las azoteas, anuncian el evangelio a las multitudes y les dicen que no es el vino lo que les hace hablar sino el Espíritu. Este mismo Espíritu que abre la boca de los testigos es el que abre los oídos a los creyentes, vengan de donde vengan y cualquiera que sea su lengua. Porque es el Espíritu que restablece la comunicación con Dios y, por tanto, también la comunicación entre los hombres. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse (Gen 11,1-9). En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas. Pentecostés es el reverso de la torre de Babel.

Desde ese momento ya nada podrá frenar la iniciativa cristiana de los discípulos, del mismo modo que nada ni nadie había podido frenar la de aquel Maestro con el que habían convivido sin conocerlo del todo y sin poder captar la grandeza de su mensaje.

El mundo comenzó a ver, primero despectivamente y luego asombrado, la existencia de unos hombres aparentemente insignificantes, que no tenían poder ni influencia, ni dinero, ni armas; unos hombres que se limitaban a creer en lo que decían y, sobre todo, a amar a todos los hombres y a predicar en el nombre de un Señor que había muerto para que todos tuvieran vida.

Aquellos hombres no callaron ante la persecución, ni ante el halago, ni ante el dolor ni ante el martirio. No eran muchos pero la fuerza de su "espíritu" o, más bien, del Espíritu, era irresistible. Y de la misma manera que habían superado las dificultades del momento, superaron el tiempo y el espacio. Aquellas primeras comunidades cristianas, en las que el Espíritu Santo vivía palpablemente, fueron incontenibles Y comprendieron que era el Espíritu del Señor.

Más tarde, la tradición posterior contó esa experiencia de dos maneras: una (recogida por Juan) ubicada en Pascua. Y la otra (recogida por Lucas), en Pentecostés. Porque cada una quería dejar un mensaje diferente. La de Juan: que cuando uno recibe el Espíritu de Dios se transforma en una nueva creatura, un nuevo ser, y no debe volver nunca atrás, a lo que fue antes. Y la de Lucas: que quien recibe el Espíritu Santo, ya no puede obedecer a otras voces que no sean la voz de ese Espíritu.

No sabemos qué día exactamente bajó el Espíritu Santo y provocó el nacimiento de la Iglesia. Por eso, en vez de decir que la Iglesia nació en Pentecostés, más bien habría que decir que Pentecostés ocurrió cuando nació la Iglesia.

Pero desde el punto de vista teológico, Pentecostés no es un día de veinticuatro horas, sino una "situación histórica", que comenzó con la resurrección de Jesús y durará hasta el fin de los tiempos. Y durante ese lapso, cada uno tiene que hacer el valiente esfuerzo de vivir su propio Pentecostés: transformándose en una nueva creatura y escuchando la voz del espíritu. Por suerte son muchos los que lo hacen. Por eso Pentecostés es un día que amaneció hace veinte siglos, y que aún está lejos de anochecer.



Consagracion Diaria


 Recibe, Oh Espíritu Santo de amor, la consagración completa y absoluta de

todo mi ser para que Te dignes ser en adelante en cada instante de mi vida,

en todos mis pensamientos, deseos y obras, mi director, mi guía, mi fuerza

y todo el amor de mi corazón. Me abandono todo entero a tus divinas

influencias y quiero ser dócil a tus dignas inspiraciones.

Oh, Espíritu Santo, dígnate formarme en María Santísima y con María según

el modelo de toda perfección que es Jesucristo.

Amen.