Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

lunes, 7 de noviembre de 2016

QUE NO ME IMPORTE, SEÑOR Las falsas promesas que el mundo me ofrece frente a las tuyas que han de ser perpetuas. Los cortos caminos, que me llevan al abismo, frente a los tuyos –estrechos y difíciles- pero con ese final feliz y glorioso de tu presencia eterna. Amén




Domingo
XXXII Ciclo C

SERÁN COMO ÁNGELES







Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas 20,27-33
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: “Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda”. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?». Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él»

Seremos como ángeles, es la gran promesa dada por Jesús de Nazaret como respuesta a la manifiesta mala fe de los saduceos mediante su tristemente famosa trampa. Buscando reírse o condenar a Jesús, ellos –sin desearlo—obtienen del Maestro esa gran promesa para la Vida Futura que hace más fácil caminar por la presente. Seremos como ángeles y estaremos siempre contemplando el rostro luminoso de nuestro Dios

Los saduceos eran un movimiento religioso conservador que negaba la resurrección de los muertos. De hecho, fueron a plantearle la cuestión a Jesús para hacerle perder autoridad, porque lo veían como una amenaza. Ellos decían que en los libros del Pentateuco no se hablaba de la resurrección por ninguna parte, sin tener en cuenta que en el Antiguo Testamento poco a poco, de forma progresiva, Dios fue revelando el misterio de la resurrección. Estaban anclados en el pasado y se negaban a aceptar la existencia de otra vida, no valoraban, por ejemplo, el segundo Libro de los Macabeos de donde se toma la primera lectura de este domingo


Lectura del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.9-14):

En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley.
Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.»
El segundo, estando para morir, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.»
Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: «De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.»
El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.»

Palabra de Dios

 
Ella narra como una familia entera de siete hermanos y su madre mueren por defender su fe, pero lo hacen con una gran esperanza: “El rey del universo nos resucitará a una vida eterna”. El Dios en el que creen (y nosotros también) no podía permitir que el mal y la injusticia triunfaran sobre el bien y la verdad, esa era su fe y su esperanza, por eso no temían a la muerte y podían sostener “Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por Él”.

Los saduceos, que eran enemigos de los fariseos, se ponen de acuerdo con ellos y buscando ridiculizar la resurrección de los muertos inventan el ejemplo extraño, pero no inverosímil, de una mujer que, según la Ley del Levirato, viene a ser viuda y esposa sucesivamente de siete hermanos y preguntan: ¿al resucitar de cuál de ellos será mujer?

Jesús aclara el concepto de resurrección. Es otra dimensión. No se trata de una simple reanimación del cuerpo, ni de una prolongación de esta vida. Por eso es absurdo el planteamiento de los saduceos. Jesús responde diciendo que cuando morimos aquí participamos en la resurrección, mediante la cual no volvemos a morir y en esa vida en plenitud no importará si uno está casado o soltero, es una vida nueva, donde se manifestará de verdad que somos hijos de Dios y le "veremos tal cual es”



Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día
(Cat. Nº 1016). Creer en la resurrección de la carne significa que nuestra vida no termina dentro de un sepulcro. Nosotros nacemos para vivir, no para morir. Como Jesús de Nazaret, seremos resucitados por el poder de Dios. Dice San Pablo: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros”(Rm 8, 11)


No es el cadáver lo que se reanima con la resurrección a la que estamos llamados al final de los tiempos, es todo nuestro ser el que participa de una vida eterna, que no se acaba, que se plenifica, que nos hace felices para siempre. La expresión «resurrección de la carne» hace una explícita mención al aspecto «material» de la resurrección. No se trata de la inmortalidad del alma, sino de la resurrección de todo nuestro ser: del cuerpo y del alma, pero glorificados. «Carne» significa entonces aquí todo el corazón, toda el alma, toda la mente: es el hombre entero, es decir, la naturaleza humana. La «resurrección de la carne» significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros «cuerpos mortales»
(Rm 8, 11) volverán a tener vida (Cat. Nº 990).Cada uno resucitará con su propio cuerpo, pero glorificado. Un cuerpo totalmente animado y poseído por el Espíritu dador de Vida y, por tanto, incorruptible, glorioso y fuerte. Cristo resucitó con su propio cuerpo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El «todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos» (Cc. de Letrán IV), pero este cuerpo será «transfigurado en cuerpo de gloria» (Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44) (Cat. Nº 999).La resurrección será en el «último día» (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); «al fin del mundo» (LG 48) y así la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía –segunda venida– de Cristo


Afirmar la fe en la resurrección de la carne no es sólo creer en «la otra vida», significa también creer que esta vida nuestra, gracias a Dios, se impondrá sobre la muerte.

La respuesta que Cristo da a los saduceos es muy clara, pero no fácil de entender e imaginar. “Serán como ángeles”, les dice, pero, evidentemente, sin dejar de ser plenamente humanos, es decir, sin dejar de ser la misma persona que fueron mientras vivieron en la tierra. Y aquí surge nuestra dificultad: ¿cómo podemos vivir como ángeles sin dejar de ser plenamente personas humanas? Esta dificultad la tenían ya los primeros cristianos, en tiempos de san Pablo. En el capítulo 15 de su primera carta a los Corintios, san Pablo responde así a los que le hacen esta pregunta: “¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere… Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción… se siembra un cuerpo mortal, resucita un cuerpo espiritual”
wikipedia


 La verdad es que yo no sé decir mucho más de lo que dijo san Pablo: la fe nos dice que el mismo cuerpo mortal que muere es el que resucita como cuerpo espiritual incorruptible. Somos seres humanos con un cuerpo mortal y corruptible, pero con vocación de vida eterna.

Es bueno ahora preguntarnos si nuestro pensamiento no es el de los saduceos. En teoría no, de hecho, si negamos la resurrección nos salimos completamente de la fe cristiana, por otra parte es la verdad que cierra nuestro Credo. Pero en la práctica, nuestras actitudes, nuestras prácticas religiosas, nuestros miedos y nuestras reacciones ante la muerte parece que hacen ver algo completamente distinto.

Fíjense que por un lado todos nosotros tratamos de imaginar lo inimaginable y con nuestra limitada capacidad no podemos concebir otra vida que no sea calcada en la vida que llevamos ahora, sin conceder a Dios sapientísimo imaginación e invectiva suficientes como para poder programar otras vidas y otros planes distintos y muchos más hermosos. Creemos en un Dios que es espíritu y que no es palpable con nuestras manos y sin embargo muchas veces se nos hace imposible pensar en este tú y yo en cuerpos espirituales, como dice San Pablo. Lo que pasa es que en realidad, a ese Dios espiritual le ponemos barbas blancas para hacerlo el Padre, o le pintamos en forma de paloma y le llamamos Espíritu Santo. Es nuestra innata tendencia a pensar que nosotros somos el patrón por el que todo ser viviente tiene que estar recortado según somos nosotros.

Y esto es lo que Jesús viene a decirnos en el evangelio que estamos meditando, que dejemos aparte nuestra infinitesimal imaginación y creamos en el Reino de los Cielos sobre el que Dios quiere reinar. Y en el Evangelio encontramos la clave para mantenernos en esta fe, en esta esperanza y en esta fortaleza ante los vaivenes de la vida: estamos llamados a participar en la resurrección porque somos hijos de Dios, de un Dios de vivos, no de muertos. Precisamente esa relación de hijos de Dios y de hermanos entre nosotros es la que viviremos en el cielo. No necesitaremos los vínculos matrimoniales, ni familiares, porque seremos una sola familia, una gran familia, la de los hijos e hijas de Dios, la de los hermanos que se quieren con una fraternidad plena. Por eso Jesús responde a los saduceos diciendo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán… son hijos de Dios, porque participan de la resurrección”.

No olvidemos que la resurrección de Jesús
(y por ende también la nuestra) es el eje central de nuestra fe. No olvidemos en qué Dios creemos, un Dios de vivos. No olvidemos que el amor de Dios es más fuerte que la misma muerte. Esa es nuestra fe y nuestra esperanza y con ellas podemos afrontar cualquier situación de nuestra vida, por difícil que sea, sabiendo que Dios está con nosotros, que nos acompaña y que nos dará fuerzas para salir adelante. Lo que nosotros debemos hacer es buscar esas fuerzas, acudir a Él y sentir que nos acompaña siempre.




Jesús va a repetir durante toda su enseñanza esa condición de vida permanente y la existencia del mundo futuro. La singularidad emocionante de esta doctrina lleva a la Iglesia al dogma de la Comunión de los Santos, pieza angular de nuestra fe que reúne para siempre --y de manera activa-- a todos los fieles de cualquier época. La Comunión de los Santos tiene dos significados relacionados: comunión en las cosas santas y comunión entre las personas santas y esta última es « una de las verdades más consoladoras de nuestra fe», porque «nos recuerda que no estamos solos, sino que hay una comunión de vida entre todos los que pertenecen a Cristo. Una comunión que nace de la fe y que “va más allá de la vida terrena, va más allá de la muerte y dura para siempre”

 Es una unión espiritual que nace en el bautismo y no se rompe con la muerte: gracias a Cristo resucitado, está destinada a encontrar su plenitud en la vida eterna. Hay un vínculo profundo e indisoluble entre los que todavía peregrinan en este mundo (entre nosotros) y los que han cruzado el umbral de la muerte a la eternidad. Todos los que peregrinan aquí en la tierra, las almas del Purgatorio y los beatos que ya están en el paraíso forman una grande y única familia cuyos miembros están unidos entre sí con los vínculos de la caridad divina. De la misma manera que los santos del cielo nos aman y ruegan por nosotros y por las almas del Purgatorio, así las almas purgantes nos aman e interceden por nosotros y nosotros igualmente debemos amarlas y orar por ellas.

Esta comunión entre el cielo y la tierra se realiza sobre todo en la celebración del Sacrificio Eucarístico donde ocurren dos cosas que tienen que ver con esto: en primer lugar, la entrega en la cruz de Jesús y su resurrección salvadora, la que nos abrió a nosotros también las puertas de la VIDA; y en segundo lugar, la Plegaria Eucarística, luego de la Consagración, incluye una serie de oraciones por las que nos unimos la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. En estas oraciones que se llaman intercesiones vivimos de modo intensísimo el misterio de la Comunión de los Santos. Creamos un micro-clima de fraternidad, un intento de lo que viviremos en plenitud en el cielo, pero aquí y ahora es donde intentamos hacerlo realidad a través de esas oraciones de intercesión. Por eso en la que realizamos por quienes han cruzado el río de la vida se produce entre ellos y nosotros una unión admirable, invisible, pero real; un intercambio de pensamientos, afectos, de ayuda recíproca, una relación basada en el amor que es más fuerte que la muerte, porque en esta comunión circula la vida divina de Jesús, vida que no se extingue con la muerte.

El Evangelio de este domingo ilumina la gran esperanza que nos da Jesús respecto al mundo futuro: moriremos pero resucitaremos. Y cuando se produzca esa nueva situación nuestro cuerpo glorioso nos hará parecidos a los ángeles. La promesa del Señor está clara. Y ante ella la muerte no nos debe asustar.

No obstante, la actitud terrena y temporal de los saduceos todavía sigue vigente en la doctrina de algunos. Otros dicen creer en esa vida del más allá, pero en realidad su conducta prescinde por completo de esa realidad. Viven como si todo se terminara aquí abajo; como si sólo importase el dinero o todos esos valores meramente materiales por los que suspiran, viviendo como si todo se redujera a los cuatro días que pasan en esta tierra. Olvidan que todo lo de aquí abajo es relativo y pasajero, que sólo quedará en pie la vida santamente vivida, sólo nos servirá el bien que hayamos hecho por amor a Dios. La muerte nos va a llegar a todos y nuestra esperanza está en el paso a una vida mejor con la certeza de esa permanencia absoluta en el tiempo y el espacio que nos trae la resurrección y nuestra transformación gloriosa.

Cuando se es joven, o se tiene buena salud, el fenómeno de la muerte parece algo muy lejano aunque, tal vez, la desaparición de un ser querido nos acerca más a ella. Más adelante, cuando los años pasan, la creciente posibilidad de morir abre una mayor cercanía o familiaridad con este hecho que para aquellos que no son capaces de pensar en dicha trascendencia es como un final absoluto que hace que su cercanía estremezca y desasosiegue. Pero muchos ochentosos con fe, como yo, sabemos que es solo un paso hacia otro tipo de vida, que nuestro cuerpo deteriorado será un día como el de los ángeles, pleno de belleza, que la vida que nos ofrece Jesús de Nazaret no termina con la destrucción del cuerpo. Es una vida eterna en un ámbito pleno de luz, con un cuerpo glorioso y en presencia del rostro del Señor.



 Es lo que celebramos cada domingo, día en que Cristo ha vencido a la muerte haciéndonos partícipes de su vida inmortal.


ORACION FINAL


QUE NO ME IMPORTE, SEÑOR

Cómo me rescatarás de la muerte,

cuanto saber que, ahora y aquí,

me acompañas y me animas con tu Palabra

me alimentas con tu Cuerpo y con tu Sangre

y, en el fondo de mi alma,

me haces arder en ansias de poder verte

QUE NO ME IMPORTE, SEÑOR

Las falsas promesas que el mundo me ofrece

frente a las tuyas que han de ser perpetuas.

Los cortos caminos, que me llevan al abismo,

frente a los tuyos –estrechos y difíciles-

pero con ese final feliz y glorioso

de tu presencia eterna. Amén