Señor resucitado
Tú vives, la muerte ha sido vencida.
Tú vives, la vida es más grande que la muerte.
Tú vives, primicia de todos los vivos.
Tú vives, y nos enseñas el camino de la vida.
Señor resucitado,
Sé nuestra fuerza en la tribulación.
Danos la alegría de vivir.
Pon esperanza y calor en nuestros corazones.
Pon claridad en nuestros ojos de creyentes.
Ilumínanos con tu Espíritu para llegar a la santidad.
Enséñanos a caminar como hermanos a tu encuentro
para que tu Paz sea vida en el mundo entero.
Catequesis del viernes 10 de Abril
Pascua es la más antigua y
la más grande de las fiestas cristianas, más importante incluso que Navidad. Su
celebración en la Vigilia Pascual constituye el corazón del año litúrgico, ya
que con la resurrección de Jesús es cuando adquiere sentido toda nuestra
religión. Somos cristianos porque Cristo resucitó.
Dicha celebración, precedida
por los cuarenta días de Cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de
cincuenta días que llamamos tiempo Pascual. Esta es la gran época de gozo,
culminando en la fiesta de Pentecostés que completa nuestras celebraciones
pascuales, lo mismo que la primera fiesta de Pentecostés fue la culminación y
plenitud de la obra redentora de Cristo. La relación de Pentecostés con Pascua
es evidente en la liturgia cristiana. En la Pascua se conmemora la liberación
salvadora de Jesús; Pentecostés es la comunicación de este hecho a todo el
universo y a la humanidad entera a través de los creyentes reunidos en la nueva
Iglesia.
La Iglesia en cada una de
las Misas celebra el Misterio pascual del Señor: su Pasión y su Resurrección;
todas las celebraciones de la Eucaristía actualizan, entre nosotros, la
salvación realizada por el Misterio pascual. Pero existe una época, dentro del
año litúrgico, en que la Iglesia despliega ante nuestros ojos la riqueza
doctrinal y de vida de este Misterio, a fin de proponerlo como fuente de vida
nueva para todo el pueblo de Dios. Es el tiempo Pascual, también llamado
“cincuentena pascual”.
Son días que se celebran con
alegría y gozo, como si se tratara de un único día de fiesta. El Calendario
Romano General, en su sección sobre el tiempo Pascual, proporciona una clave
para la comprensión de esta época: “Los cincuenta días que van desde el domingo
de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con
alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único día festivo; más
aun, como un "gran domingo". Estos son los días en los que
principalmente se canta el Aleluya” (n. 22). Deben ser considerados
como una prolongación de la Pascua, y
esto es más notable en los primeros ocho días. Los ocho primeros días de la
cincuentena forman la octava de Pascua, que se celebra como solemnidad del
Señor .Esta semana (llamada en el rito romano "Semana in Albis"),
surgió en el siglo IV por el deseo de asegurar a los neófitos (es decir, a los
bautizados en la Vigilia Pascual) una catequesis acerca de los divinos
misterios que habían experimentado. Los neófitos llevaban durante toda esa
semana las albas o vestiduras blancas que habían recibido como señal de pureza
la noche de Pascua, después de su bautismo, de las que se despojaban el sábado
anterior al Domingo que cerraba la octava conocido por ello como domingo in
Albis.
Entre los judíos cincuenta
días después de la fiesta del Pesaj (pascua judía), se celebraba la fiesta de
las Cosechas o de las Primicias que los campos habían producido (Ex 23,16), la que
en razón del número «cincuenta» se denominó Pentecostés, y a la que se le añadiría,
más tarde, la conmemoración de la Alianza de Dios con su pueblo en el Sinaí y
el don de la Ley por medio de Moisés. En el marco de esta fiesta judía, el
libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles
(Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también
en fiesta cristiana de primera categoría, cincuenta días después del domingo de
Resurrección..
Seguro que la primera
pregunta que aflora. es ¿el por qué 50 días? Influye sin duda en esto la mística
de los números: el cincuenta es consumación, conclusión y sello. Es el resultado de 7 x 7 más 1. En la
simbología de la Biblia 7 es el número de la perfección, plenitud, lo completo,
y 1 representa a Dios y en todos los casos el ámbito divino. Podemos inferir
entonces que 50 es la más elevada relación con Dios Son esos 50 días que
estamos celebrando para llegar a la efusión del Espíritu Santo, en Pentecostés.
El tiempo Pascual es un
tiempo fuerte como lo fue el de Cuaresma, pero fíjense que la Cuaresma dura 40
días y el tiempo Pascual 50, este pequeño detalle nos está mostrando que la
Pascua es más importante que la Cuaresma. Vivimos la Cuaresma para celebrar la
Pascua, por tanto la Cuaresma es importante en cuanto nos dirige a la Pascua
que es nuestra meta.
En la Cuaresma tenemos
signos que nos ayudan a darnos cuenta que estamos en un tiempo fuerte, como son
el ayuno, la penitencia, el color de los ornamentos que es el morado o el
violeta, la eliminación del aleluya, etc.. La cincuentena pascual también los
tiene y uno de ellos es, como ya vimos, el “aleluya”, que la liturgia
pone incesantemente en nuestros labios a lo largo de este tiempo. Aleluya
significa “Alabad a Yahvé”, alabad al Señor. Ante el misterio de la
resurrección que es un misterio que al hombre lo supera, ya que Jesús muere y
vuelve a nuestra vida de una manera diferente, no para volver a morir, sino con
una vida nueva, una presencia nueva que para nosotros es inexplicable,
entonces, ante este misterio, al hombre no le queda más que alabar al Señor,
por eso repetimos incesantemente el aleluya en estos 50 días. Es un signo de la
presencia de Cristo, decimos “aleluya” porque creemos que el Señor ha
resucitado y está presente de una manera nueva, no como antes, pero está
presente, es una realidad de fe.
Otro signo es el cirio
pascual, que se enciende por primera vez en la Vigilia Pascual y es luego
encendido en todas las Misas de este tiempo, como también durante los bautismos. Simboliza a Cristo con
su luz, venciendo la oscuridad y la muerte. La Vigilia Pascual comienza con un
fuego nuevo que se hace fuera del Templo, generalmente en el atrio, este fuego
es imagen de Dios, como es la zarza ardiente de Moisés o la columna de fuego
que acompañaba de noche, en el éxodo, al pueblo judío. Con este fuego,
bendecido por el celebrante, se da luz al cirio pascual sobre el que,
previamente, el sacerdote, con un punzón, ha grabado una cruz en cuyo extremo
superior marca la letra Alfa y en el inferior la letra Omega y en los ángulos
que forman los brazos de la cruz, el año en curso. La cruz es el símbolo de
Cristo y de su luz perenne. Las letras griegas, que son las que dan comienzo y
fin al alfabeto griego, significan que el Señor es el principio y fin de todas
las cosas y que su palabra es eterna .“Yo soy el Alfa y Omega, dice el Señor
Dios, el que es, el que era, el que vendrá, el Todopoderoso” (Ap. 1:8).
Las cifras del año actual aluden a que Dios está aquí, ahora, en el pasado y en
el futuro, porque a Él pertenece el tiempo y la eternidad y a Él el poder y la
gloria. Por último, el oficiante fija en la cruz cinco granos de incienso, tres
en el palo vertical y dos en el horizontal que representan las cinco heridas de
Jesús en la Pasión.
En la cincuentena pascual
vuelve a rezarse en la Misa el Gloria y es propio de este tiempo el color
blanco de los ornamentos, símbolo de la vida, la esperanza y la pureza. También
regresan la música y los cantos, señal de la alegría, y las flores vuelven a
adornar los altares. Por otra parte, las lecturas de este tiempo son todas del
Nuevo Testamento, ya no necesitamos el Antiguo Testamento sino para confrontar
que las antiguas profecías se cumplen en Cristo. Otro signo es que estamos de
pie. La postura del hombre cuando Dios muere es de rodillas, postrado. La
postura del hombre cuando Jesús resucita es de pie, porque con la resurrección
de Cristo recobramos la dignidad de hijos, podemos estar de pie porque el Señor
nos alcanzó la gracia del perdón, la gracia de volver a la casa del Padre,
volvemos a tener esa dignidad filial que habíamos perdido por el pecado
Jesús resucitado es el
objetivo de nuestras miradas cada uno de los días del tiempo de Pascua. Lo
miramos a El, y lo admiramos profundamente, y sentimos la alegría de ser sus
seguidores, y renovamos la adhesión de la fe y el convencimiento de que en Él
tenemos la vida, y entendemos mejor el sentido de su camino de amor fiel hasta
la muerte, y nos sentimos llamados a vivir como Él. Y este gozo de Pascua nos
hace mirar la vida con otros ojos. Porque la humanidad, con Jesús, ha sido
transformada y ha comenzado una nueva creación: la humanidad ha entrado en la Vida
Nueva de Dios, la muerte y el pecado han sido vencidos, el camino de los
hombres y mujeres en este mundo es un camino que, a pesar del dolor y del mal
que continúa habiendo en medio de nosotros, lleva a una vida para siempre, a la
misma vida que Jesús ya ha conseguido.
Esta vida renovada es obra
del Espíritu. Para los apóstoles, la experiencia de Jesús resucitado en medio
de ellos es la experiencia de recibir un Espíritu nuevo, un Espíritu que los
transforma y los hace vivir lo mismo que Jesús vivía: los hace sentirse
continuadores de la obra de Jesús. El mismo día de Pascua, explica el evangelio
de Juan (20, 19-23), Jesús se hace presente en medio de los discípulos y les da
el Espíritu, y ellos desde aquel momento se sienten enviados a continuar lo que
Jesús ha hecho. Es el mismo hecho que el libro de los Hechos de los Apóstoles
(2,1-11) presentará como un acontecimiento radicalmente transformador que tiene
lugar cincuenta días después: el día de Pentecostés.
Sin embargo, esto no
significa que la acción de Jesús resucitado, la fuerza de su Espíritu, quede
encerrada en los límites de la Iglesia: más allá de todo límite, más allá de
toda frontera, el Espíritu de Jesús está presente en el corazón del mundo y
suscita en todas partes semillas de su Reino, tanto entre los creyentes como
entre los no creyentes. El domingo de Pentecostés, en el salmo responsorial,
proclamamos una frase que puede expresar muy bien el mejor sentimiento que
podemos tener en nuestro interior durante estos días: «Goce el Señor con sus obras».
Realmente el Señor puede estar contento de su obra. El Dios que después de la
creación podía decir que todo lo que había hecho era muy bueno, ahora puede
volverlo a decir, y con más razón. Celebrar la Pascua es compartir esta alegría
de Dios.
Cuando celebramos la resurrección
de Cristo, estamos celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la
derrota del pecado y de la muerte. A partir de la resurrección de Cristo, del Misterio
Pascual, siempre que hay muerte hay resurrección. Cristo no murió y quedó
muerto, el Padre lo resucitó, por eso a partir de Cristo siempre que hay muerte
hay resurrección, no se pueden separar. Por eso el Misterio Pascual es uno, por
eso no celebramos solamente el Viernes Santo, celebramos el Domingo de Pascua y
tenemos esos 50 días, porque nuestro Dios es el Dios de la vida, no el Dios de
la muerte
Y esto es así también en las
pequeñas o grandes muertes que cada cristiano tiene que afrontar en su vida
diaria. A veces cuando hay una pequeña muerte, cuando perdemos alguna cosa
pequeña o grande, es Dios que está buscando ese lugar para manifestarse, para
darse a nosotros de una manera más plena, sobre todo en nuestra época, en que todos
estamos aferrados a cosas y Dios necesita espacio en nuestro corazón. Es Dios
que se está abriendo camino, para que nosotros tengamos lugar para Él. Es Dios
que espera nuestra entrega y ya nos resucita. Por eso en este tiempo Pascual,
no es importante lo que nosotros hacemos sino lo que Cristo obra en nosotros,
lo que Cristo hace en nosotros cada vez que nosotros, de alguna manera,
consentimos y aceptamos morir y resucitar con Él. La genuina aceptación
cristiana brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene
a su experiencia vital y que sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor
infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno para
nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”.
Todo sufrimiento es como una
muerte, es morir a algo y nadie quiere morir, fuimos creados para la vida. Lo
que nos hace pasar por arriba ese sufrimiento es ver que al aceptarlo, descansándolo
en las manos de Dios, es una muerte para la vida, es un llamado a la plenitud
de la vida, que va más allá de la existencia terrenal, ya que consiste en la
participación de la vida misma de Dios. La experiencia del hombre en el mundo
no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino
sobrenatural. Todos los que estamos aquí tenemos una cruz en nuestras vidas,
grande, pequeña, y esa es la cruz concreta de nuestra vida. La Cruz de Cristo
nos redimió pero ésta, la nuestra, también nos redime. Cuando nosotros rechazamos
de plano el sufrir, nos escapamos de la mano de Dios y Él no puede
resucitarnos. Por supuesto que podemos pedirle siempre al Padre lo que
anhelamos, y El también siempre nos ha de escuchar aunque, tal vez, en lugar de
darnos lo que le pedimos nos da otra cosa, algo mejor, que como no estamos abiertos
al tiempo no somos capaces de conocer. Este es el sentido de las palabras de
Pablo en la Carta a los Hebreos cuando refiriéndose a Cristo dice: “El
dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y
lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su
humilde sumisión” (Heb 5, 7).Y es escuchado porque si bien el Padre no lo salva de la muerte, lo
salva de otra manera, dándole un “plus”, la resurrección. Por eso al pedir entreguémonos
-de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo en la hora trágica
y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este
cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”.
En la cincuentena pascual a
partir de las lecturas que se proclaman en las Misas, tanto dominicales como
feriales, la liturgia recorre en la primera semana escenas en las que aparece
Jesús resucitado interactuando con los primeros testigos. Así en el domingo de
Pascua y en su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan
las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María
Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús,
a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los
apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como
las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la
liturgia de la palabra.
Recordemos que los Apóstoles
y los discípulos se dispersaron y huyeron durante la crucifixión. Los once
apóstoles dudaron de la divinidad de Jesús en los últimos momentos de su vida
terrena porque no tenían ningún punto de referencia o de comparación para creer
en ella, solamente tenían la palabra del hombre Jesús, que predicando y
haciendo milagros los había invitado a creer en El como el Hijo de Dios; luego
vino su muerte y con ella la desilusión total. Estaban llenos de temor y no
recordaron las predicciones de Jesús sobre su muerte y su resurrección. Pero
después el panorama cambia radicalmente al aparecérseles vivo, resucitado,
vencedor de la muerte; y entonces sí creyeron en todo lo que El les había
enseñado. Veremos ahora, en una rápida reseña estas apariciones de Jesús
resucitado que narran los evangelios.
El domingo de resurrección,
muy de mañana, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro a embalsamar
el cuerpo de Jesús, después de haber guardado el descanso sabático. Cuando
caminaban no sabían cómo podrían remover la piedra que cerraba el sepulcro,
porque era muy grande. Al llegar vieron la piedra rodada a un lado, pero «al
entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» (Lc. 24, 3)
Previamente a su llegada,
cuenta San Mateo que «se produjo un gran temblor de tierra, pues
un ángel del Señor bajó del cielo, acercándose, apartó la piedra y se sentó en
ella. Su rostro era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Por el
miedo a él, los guardias se desplomaron y quedaron como muertos» (Mt.
28, 2-4)) Ante el sepulcro vacío las mujeres tuvieron diversas reacciones.
María Magdalena corrió a buscar a Pedro y Juan, para decirles: «Han
robado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn. 20,
2) Las demás mujeres parece que permanecieron más tiempo en el sepulcro llenas
de sorpresa. Entonces escucharon decir al ángel: «No está aquí, resucitó como
dijo» (Mt. 28, 6) Luego les mandó que fuesen a los discípulos y se lo
dijesen. Se llenaron de temor y alegría, y fueron rápidamente a cumplir este
mandato. A los discípulos «les parecieron estas palabras como delirio y
no las creyeron» (Lc. 24, 11)
Pedro y Juan, al ser
avisados, corrieron al sepulcro y lo vieron vacío; el sudario y la sábana
estaban plegados. San Juan evangelista llegó primero «vio y creyó» (Jn. 20, 8)
Pedro llegó después vio y solamente se maravilló.(Lc 24,12)
María Magdalena llegó al
sepulcro por segunda vez, cuando ya se habían marchado Pedro y Juan. Estaba
fuera del sepulcro y lloraba. Entonces se le aparecieron dos ángeles que
intentaron consolarla, pero seguía llorando. Después tras ella se apareció el
mismo Jesús resucitado. María le confundió con el jardinero y le dijo que si
sabía dónde estaba el cuerpo de Jesús se lo dijese. Jesús le dijo: “¡María!”
Ella
lo reconoció y le dijo en hebreo “Raboní”, es decir “¡Maestro!” (Jn.
20, 16) Luego Jesús le manda: «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y
a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a
los discípulos, he visto al Señor, y las cosas que le dijo» (Jn. 20,
17-18)
Al caer la tarde del domingo
en que resucitó Jesús, dos de los discípulos se marchaban a su aldea, llamada
Emaús. Volvían desesperanzados por los acontecimientos de aquellos días y el
triste final de la muerte de Jesús. Jesús se apareció a ellos mientras
caminaban, aunque no le reconocieron. Al caminar, Jesús les interrogó por la
causa de su tristeza, y ellos al contárselo descubrieron también que su fe en
Jesús era insuficiente, pues esperaban un Mesías rey que les librase del yugo
de los romanos. Jesús aprovechó sus palabras para explicarles el sentido de las
Escrituras, y que convenía que sucediese de aquella manera como lo habían
anunciado los profetas. Además se lo explicó de tal modo, que después
comentaron que les ardía el corazón mientras les explicaba las Escrituras. Al
llegar a la aldea, le invitaron a cenar, y al partir el pan le reconocieron.
Entonces desapareció de su presencia. Ellos volvieron a Jerusalén a contar lo
sucedido (Lc. 24, 13-35) Los demás les dijeron también: «Es verdad, ¡el Señor ha
resucitado y se apareció a Simón!» (Lc.
24, 34)
Estando reunidos los diez
-pues faltaba Tomás- sin abrirse las puertas, se apareció Jesús ante ellos, en
el Cenáculo, y les dijo: «La paz sea con vosotros» Quedaron
sobrecogidos y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero El les dijo: ¿Por
qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis
pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne y huesos, como
veis que yo tengo. Como siguiesen incrédulos por la alegría y
admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado.
El lo tomó y comió delante de todos (Lc. 24, 36-43) San Marcos precisa que les
«reprendió
por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le
habían visto resucitado de entre los muertos» (Mc. 16, 14) Después
Jesús sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonarais los pecados les serán perdonados. A quienes los retuvierais, les
serán retenidos» (Jn. 20, 22-23)
Durante los cuarenta días
que estuvo Jesús en la tierra después de resucitar, se manifestó varias veces a
los suyos «dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el espacio de
cuarenta días, y hablándoles del Reino de Dios» (Hch. 1, 3) Las que
cuentan los evangelios son:
El domingo siguiente al de resurrección
Jesús se apareció de nuevo a los Apóstoles. En esta ocasión estaba Tomás con
los otros y superó la incredulidad que había manifestado ante las
manifestaciones de los diez, haciendo un acto de fe explícito en Jesús como
Señor y como Dios. Ello dio pie a que Jesús enunciase la última
bienaventuranza, que comprendía a todas las demás: «Bienaventurados los que sin haber
visto creyeron» (Jn. 20, 29)
Tiempo después encontrándose
juntos Simón Pedro, Tomás, Natanael, Santiago, Juan y otros dos discípulos,
salieron a pescar. Aquella noche no pescaron nada. Al amanecer Jesús se
apareció en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era El y les dijo: «Muchachos,
tenéis algo de comer. Ellos respondieron: No. Entonces él les dijo: Echad la
red hacia la parte derecha y encontraréis. Los discípulos obedecieron, la
echaron y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. El discípulo a quien
el Señor amaba, dijo entonces a Pedro: Es el Señor» (Jn. 21, 5-7)
Después de la pesca los
discípulos fueron con Jesús a la orilla, allí «ven puestas brasas y un pez
encima y pan» (Jn. 21, 9) Cuando comieron, Jesús hizo una triple
interrogación a Pedro diciéndole: ¿Me amas? Ante la triple respuesta
afirmativa, Jesús le dice sucesivamente: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas»
(Jn. 20, 15, 16, 17) Al constituirle como pastor de la nueva grey que será la
Iglesia, confirma la promesa de que Pedro será la roca sobre la que construirá
su Iglesia. Tanto San Pedro como sus sucesores serán los vicarios de Cristo en
la tierra.
Veamos ahora las posibles consideraciones
que surgen frente a esta brevísima
reseña. En primer lugar podemos observar que después de la resurrección, Jesús
se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho
espiritual y partícipe de la gloria del alma, pero sin ninguna característica
triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a
amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida
terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo a actitud de
vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su 'superioridad', y todavía menos
ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de
ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya aparecido,
por ejemplo, a Pilato, que lo había entregado a los sumos sacerdotes para que
fuese crucificado, o a Caifás, que se había rasgado las vestiduras por la
afirmación de su divinidad
A los privilegiados de sus
apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física: aquel rostro,
aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel costado que habían
traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas veces. Sólo en el
encuentro con Pablo en las cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado
casi deja ciego al ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (
Hech 9, 3-8); pero es una manifestación del poder de Aquél que, ya subido al
cielo, impresiona a un hombre al que quiere hacer un 'instrumento de su elección'
(Hech 9, 15), un misionero del Evangelio.
Es de destacar también un
hecho significativo: Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus
fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles,
a pesar de que los había elegido como portadores de su Evangelio al mundo. Es a
las mujeres a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección,
haciéndolas las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su
delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las había impulsado
hasta el Calvario. Quizá quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad,
que consiste en la amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a
las personas que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece
que se puede concluir de un texto de Mateo: “En esto, Jesús les salió al
encuentro (a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los
discípulos) y les dijo: !¡Dios os guarde!!. Y ellas, acercándose, se asieron de sus
pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: !No temáis. Id y avisad a mis
hermanos que vayan a Galilea; allí me verán!” (28, 9-10).
También el episodio de la
aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es de extraordinaria finura ya sea
por parte de la mujer, que manifiesta toda su entrega al seguimiento de Jesús,
ya sea por parte del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y
benevolencia.
En estos encuentros
postpascuales, vemos ante todo una dificultad inicial en reconocer a Cristo por
parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el
caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús (Lc 24,
16). No falta un cierto sentimiento de temor ante El. Se le ama, se le busca,
pero, en el momento en que se le encuentra, se experimenta alguna vacilación...
Pero Jesús les lleva
gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a María Magdalena (Jn 20,16),
como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26 ss.), y, análogamente, a otros
discípulos (Lc 24, 25 ss. y 45 ss.). Signo de la pedagogía paciente de Cristo
al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al
conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.
Es interesante analizar el
proceso que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan
una cierta dificultad en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino
también la identidad de Aquél que está ante ellos, y aparece como el mismo pero
al mismo tiempo como otro: un Cristo 'transformado'. No es nada fácil para
ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al
mismo tiempo sienten que El ya no se encuentra en la condición anterior, y ante
El están llenos de reverencia y temor.
Cuando, luego, se dan
cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de El mismo transformado,
aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de
inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de fe: '¿No
estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el
camino y nos explicaba las Escrituras?' (Lc 24, 32). 'Señor
mío y Dios mío' (Jn 20, 28). 'He visto al Señor' (Jn 20, 18).
Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el
acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio del
dolor y de la muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida! Este será
uno de los elementos principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han
llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.
Hay que subrayar una última
característica de las apariciones de Cristo resucitado: en ellas, especialmente
en las últimas, Jesús realiza la definitiva entrega a los Apóstoles (y a la
Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo para llevarle el mensaje de su
Palabra y el don de su gracia.
Recordemos la aparición a
los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua: 'Como el Padre me envió, también
yo os envío...' (Jn 20, 21); ¡y les da el poder de perdonar los
pecados!
Y en la aparición en el mar
de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa, que simboliza y anuncia la
fructuosidad de la misión, es evidente que Jesús quiere orientar sus espíritus
hacia la obra que les espera (Jn 21,1-23). Lo confirma la definitiva asignación
de la misión particular a Pedro (Jn 21, 15-18): “'¿Me amas?... Tú sabes que te
quiero... Apacienta mis corderos...Apacienta mis ovejas...'.
Juan indica que “ésta
fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de
resucitar de entre los muertos” (Jn 21,14). Esta vez, ellos, no sólo se
habían dado cuenta de su identidad: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7), sino que
habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía en aquellos días
pascuales, les comprometía a cada uno de ellos (y de modo muy particular a
Pedro) en la construcción de la nueva era de la historia, que había tenido su
principio en aquella mañana de Pascua.
Oracion Final
Señor Jesús, el seguirte implica
aceptar con valentía la cruz de cada día,
llevar pacientemente el dolor de los
defectos propios y ajenos,
luchando por ser mejores.
Ayúdame, Señor;
dame la gracia de no temer a la Cruz,
de ver en ella el camino seguro
para una felicidad que no se acaba,
y que, cuando sienta que ya no puedo,
que todo se viene encima de mío,
que te vea crucificado
y que sienta que tu voz me dice:
“Mi gracia te basta, después de la muerte hay vida, te la preparé para ti”. Amén
No dejen, jamás, que la tristeza
los invada al punto de hacerles olvidar
la felicidad de Cristo Resucitado
Madre Teresa de Calcuta