Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

miércoles, 29 de abril de 2015

LA CINCUENTENA PASCUAL He resucitado y estoy de nuevo contigo, Aleluya



Señor resucitado

Tú vives, la muerte ha sido vencida.

Tú vives, la vida es más grande que la muerte.

Tú vives, primicia de todos los vivos.

Tú vives, y nos enseñas el camino de la vida.

Señor resucitado,

Sé nuestra fuerza en la tribulación.

Danos la alegría de vivir.

Pon esperanza y calor en nuestros corazones.

Pon claridad en nuestros ojos de creyentes.


Ilumínanos con tu Espíritu para llegar a la santidad.

Enséñanos a caminar como hermanos a tu encuentro

para que tu Paz sea vida en el mundo entero.


Catequesis del viernes 10 de Abril



Pascua es la más antigua y la más grande de las fiestas cristianas, más importante incluso que Navidad. Su celebración en la Vigilia Pascual constituye el corazón del año litúrgico, ya que con la resurrección de Jesús es cuando adquiere sentido toda nuestra religión. Somos cristianos porque Cristo resucitó.
Dicha celebración, precedida por los cuarenta días de Cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de cincuenta días que llamamos tiempo Pascual. Esta es la gran época de gozo, culminando en la fiesta de Pentecostés que completa nuestras celebraciones pascuales, lo mismo que la primera fiesta de Pentecostés fue la culminación y plenitud de la obra redentora de Cristo. La relación de Pentecostés con Pascua es evidente en la liturgia cristiana. En la Pascua se conmemora la liberación salvadora de Jesús; Pentecostés es la comunicación de este hecho a todo el universo y a la humanidad entera a través de los creyentes reunidos en la nueva Iglesia.
La Iglesia en cada una de las Misas celebra el Misterio pascual del Señor: su Pasión y su Resurrección; todas las celebraciones de la Eucaristía actualizan, entre nosotros, la salvación realizada por el Misterio pascual. Pero existe una época, dentro del año litúrgico, en que la Iglesia despliega ante nuestros ojos la riqueza doctrinal y de vida de este Misterio, a fin de proponerlo como fuente de vida nueva para todo el pueblo de Dios. Es el tiempo Pascual, también llamado “cincuentena pascual”.
Son días que se celebran con alegría y gozo, como si se tratara de un único día de fiesta. El Calendario Romano General, en su sección sobre el tiempo Pascual, proporciona una clave para la comprensión de esta época: “Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único día festivo; más aun, como un "gran domingo". Estos son los días en los que principalmente se canta el Aleluya” (n. 22). Deben ser considerados como una  prolongación de la Pascua, y esto es más notable en los primeros ocho días. Los ocho primeros días de la cincuentena forman la octava de Pascua, que se celebra como solemnidad del Señor .Esta semana (llamada en el rito romano "Semana in Albis"), surgió en el siglo IV por el deseo de asegurar a los neófitos (es decir, a los bautizados en la Vigilia Pascual) una catequesis acerca de los divinos misterios que habían experimentado. Los neófitos llevaban durante toda esa semana las albas o vestiduras blancas que habían recibido como señal de pureza la noche de Pascua, después de su bautismo, de las que se despojaban el sábado anterior al Domingo que cerraba la octava conocido por ello como domingo in Albis.
Entre los judíos cincuenta días después de la fiesta del Pesaj (pascua judía), se celebraba la fiesta de las Cosechas o de las Primicias que los campos habían producido (Ex 23,16), la que en razón del número «cincuenta» se denominó Pentecostés, y a la que se le añadiría, más tarde, la conmemoración de la Alianza de Dios con su pueblo en el Sinaí y el don de la Ley por medio de Moisés. En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría, cincuenta días después del domingo de Resurrección..
Seguro que la primera pregunta que aflora. es ¿el por qué 50 días? Influye sin duda en esto la mística de los números: el cincuenta es consumación, conclusión y sello.  Es el resultado de 7 x 7 más 1. En la simbología de la Biblia 7 es el número de la perfección, plenitud, lo completo, y 1 representa a Dios y en todos los casos el ámbito divino. Podemos inferir entonces que 50 es la más elevada relación con Dios Son esos 50 días que estamos celebrando para llegar a la efusión del Espíritu Santo, en Pentecostés.
El tiempo Pascual es un tiempo fuerte como lo fue el de Cuaresma, pero fíjense que la Cuaresma dura 40 días y el tiempo Pascual 50, este pequeño detalle nos está mostrando que la Pascua es más importante que la Cuaresma. Vivimos la Cuaresma para celebrar la Pascua, por tanto la Cuaresma es importante en cuanto nos dirige a la Pascua que  es nuestra meta.
En la Cuaresma tenemos signos que nos ayudan a darnos cuenta que estamos en un tiempo fuerte, como son el ayuno, la penitencia, el color de los ornamentos que es el morado o el violeta, la eliminación del aleluya, etc.. La cincuentena pascual también los tiene y uno de ellos es, como ya vimos, el “aleluya”, que la liturgia pone incesantemente en nuestros labios a lo largo de este tiempo. Aleluya significa “Alabad a Yahvé”, alabad al Señor. Ante el misterio de la resurrección que es un misterio que al hombre lo supera, ya que Jesús muere y vuelve a nuestra vida de una manera diferente, no para volver a morir, sino con una vida nueva, una presencia nueva que para nosotros es inexplicable, entonces, ante este misterio, al hombre no le queda más que alabar al Señor, por eso repetimos incesantemente el aleluya en estos 50 días. Es un signo de la presencia de Cristo, decimos “aleluya” porque creemos que el Señor ha resucitado y está presente de una manera nueva, no como antes, pero está presente, es una realidad de fe.
Otro signo es el cirio pascual, que se enciende por primera vez en la Vigilia Pascual y es luego encendido en todas las Misas de este tiempo, como también  durante los bautismos. Simboliza a Cristo con su luz, venciendo la oscuridad y la muerte. La Vigilia Pascual comienza con un fuego nuevo que se hace fuera del Templo, generalmente en el atrio, este fuego es imagen de Dios, como es la zarza ardiente de Moisés o la columna de fuego que acompañaba de noche, en el éxodo, al pueblo judío. Con este fuego, bendecido por el celebrante, se da luz al cirio pascual sobre el que, previamente, el sacerdote, con un punzón, ha grabado una cruz en cuyo extremo superior marca la letra Alfa y en el inferior la letra Omega y en los ángulos que forman los brazos de la cruz, el año en curso. La cruz es el símbolo de Cristo y de su luz perenne. Las letras griegas, que son las que dan comienzo y fin al alfabeto griego, significan que el Señor es el principio y fin de todas las cosas y que su palabra es eterna .“Yo soy el Alfa y Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que vendrá, el Todopoderoso” (Ap. 1:8). Las cifras del año actual aluden a que Dios está aquí, ahora, en el pasado y en el futuro, porque a Él pertenece el tiempo y la eternidad y a Él el poder y la gloria. Por último, el oficiante fija en la cruz cinco granos de incienso, tres en el palo vertical y dos en el horizontal que representan las cinco heridas de Jesús en la Pasión.
En la cincuentena pascual vuelve a rezarse en la Misa el Gloria y es propio de este tiempo el color blanco de los ornamentos, símbolo de la vida, la esperanza y la pureza. También regresan la música y los cantos, señal de la alegría, y las flores vuelven a adornar los altares. Por otra parte, las lecturas de este tiempo son todas del Nuevo Testamento, ya no necesitamos el Antiguo Testamento sino para confrontar que las antiguas profecías se cumplen en Cristo. Otro signo es que estamos de pie. La postura del hombre cuando Dios muere es de rodillas, postrado. La postura del hombre cuando Jesús resucita es de pie, porque con la resurrección de Cristo recobramos la dignidad de hijos, podemos estar de pie porque el Señor nos alcanzó la gracia del perdón, la gracia de volver a la casa del Padre, volvemos a tener esa dignidad filial que habíamos perdido por el pecado
Jesús resucitado es el objetivo de nuestras miradas cada uno de los días del tiempo de Pascua. Lo miramos a El, y lo admiramos profundamente, y sentimos la alegría de ser sus seguidores, y renovamos la adhesión de la fe y el convencimiento de que en Él tenemos la vida, y entendemos mejor el sentido de su camino de amor fiel hasta la muerte, y nos sentimos llamados a vivir como Él. Y este gozo de Pascua nos hace mirar la vida con otros ojos. Porque la humanidad, con Jesús, ha sido transformada y ha comenzado una nueva creación: la humanidad ha entrado en la Vida Nueva de Dios, la muerte y el pecado han sido vencidos, el camino de los hombres y mujeres en este mundo es un camino que, a pesar del dolor y del mal que continúa habiendo en medio de nosotros, lleva a una vida para siempre, a la misma vida que Jesús ya ha conseguido.
Esta vida renovada es obra del Espíritu. Para los apóstoles, la experiencia de Jesús resucitado en medio de ellos es la experiencia de recibir un Espíritu nuevo, un Espíritu que los transforma y los hace vivir lo mismo que Jesús vivía: los hace sentirse continuadores de la obra de Jesús. El mismo día de Pascua, explica el evangelio de Juan (20, 19-23), Jesús se hace presente en medio de los discípulos y les da el Espíritu, y ellos desde aquel momento se sienten enviados a continuar lo que Jesús ha hecho. Es el mismo hecho que el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) presentará como un acontecimiento radicalmente transformador que tiene lugar cincuenta días después: el día de Pentecostés.
Sin embargo, esto no significa que la acción de Jesús resucitado, la fuerza de su Espíritu, quede encerrada en los límites de la Iglesia: más allá de todo límite, más allá de toda frontera, el Espíritu de Jesús está presente en el corazón del mundo y suscita en todas partes semillas de su Reino, tanto entre los creyentes como entre los no creyentes. El domingo de Pentecostés, en el salmo responsorial, proclamamos una frase que puede expresar muy bien el mejor sentimiento que podemos tener en nuestro interior durante estos días: «Goce el Señor con sus obras». Realmente el Señor puede estar contento de su obra. El Dios que después de la creación podía decir que todo lo que había hecho era muy bueno, ahora puede volverlo a decir, y con más razón. Celebrar la Pascua es compartir esta alegría de Dios.
Cuando celebramos la resurrección de Cristo, estamos celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la derrota del pecado y de la muerte. A partir de la resurrección de Cristo, del Misterio Pascual, siempre que hay muerte hay resurrección. Cristo no murió y quedó muerto, el Padre lo resucitó, por eso a partir de Cristo siempre que hay muerte hay resurrección, no se pueden separar. Por eso el Misterio Pascual es uno, por eso no celebramos solamente el Viernes Santo, celebramos el Domingo de Pascua y tenemos esos 50 días, porque nuestro Dios es el Dios de la vida, no el Dios de la muerte
Y esto es así también en las pequeñas o grandes muertes que cada cristiano tiene que afrontar en su vida diaria. A veces cuando hay una pequeña muerte, cuando perdemos alguna cosa pequeña o grande, es Dios que está buscando ese lugar para manifestarse, para darse a nosotros de una manera más plena, sobre todo en nuestra época, en que todos estamos aferrados a cosas y Dios necesita espacio en nuestro corazón. Es Dios que se está abriendo camino, para que nosotros tengamos lugar para Él. Es Dios que espera nuestra entrega y ya nos resucita. Por eso en este tiempo Pascual, no es importante lo que nosotros hacemos sino lo que Cristo obra en nosotros, lo que Cristo hace en nosotros cada vez que nosotros, de alguna manera, consentimos y aceptamos morir y resucitar con Él. La genuina aceptación cristiana brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su experiencia vital y que sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno para nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”.
Todo sufrimiento es como una muerte, es morir a algo y nadie quiere morir, fuimos creados para la vida. Lo que nos hace pasar por arriba ese sufrimiento es ver que al aceptarlo, descansándolo en las manos de Dios, es una muerte para la vida, es un llamado a la plenitud de la vida, que va más allá de la existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. La experiencia del hombre en el mundo no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino sobrenatural. Todos los que estamos aquí tenemos una cruz en nuestras vidas, grande, pequeña, y esa es la cruz concreta de nuestra vida. La Cruz de Cristo nos redimió pero ésta, la nuestra, también nos redime. Cuando nosotros rechazamos de plano el sufrir, nos escapamos de la mano de Dios y Él no puede resucitarnos. Por supuesto que podemos pedirle siempre al Padre lo que anhelamos, y El también siempre nos ha de escuchar aunque, tal vez, en lugar de darnos lo que le pedimos nos da otra cosa, algo mejor, que como no estamos abiertos al tiempo no somos capaces de conocer. Este es el sentido de las palabras de Pablo en la Carta a los Hebreos cuando refiriéndose a Cristo dice: “El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Heb 5, 7).Y es escuchado porque  si bien el Padre no lo salva de la muerte, lo salva de otra manera, dándole un “plus”, la resurrección. Por eso al pedir entreguémonos -de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo en la hora trágica y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”.
En la cincuentena pascual a partir de las lecturas que se proclaman en las Misas, tanto dominicales como feriales, la liturgia recorre en la primera semana escenas en las que aparece Jesús resucitado interactuando con los primeros testigos. Así en el domingo de Pascua y en su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús, a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra.
Recordemos que los Apóstoles y los discípulos se dispersaron y huyeron durante la crucifixión. Los once apóstoles dudaron de la divinidad de Jesús en los últimos momentos de su vida terrena porque no tenían ningún punto de referencia o de comparación para creer en ella, solamente tenían la palabra del hombre Jesús, que predicando y haciendo milagros los había invitado a creer en El como el Hijo de Dios; luego vino su muerte y con ella la desilusión total. Estaban llenos de temor y no recordaron las predicciones de Jesús sobre su muerte y su resurrección. Pero después el panorama cambia radicalmente al aparecérseles vivo, resucitado, vencedor de la muerte; y entonces sí creyeron en todo lo que El les había enseñado. Veremos ahora, en una rápida reseña estas apariciones de Jesús resucitado que narran los evangelios.
El domingo de resurrección, muy de mañana, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, después de haber guardado el descanso sabático. Cuando caminaban no sabían cómo podrían remover la piedra que cerraba el sepulcro, porque era muy grande. Al llegar vieron la piedra rodada a un lado, pero «al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» (Lc. 24, 3)
Previamente a su llegada, cuenta San Mateo que «se produjo un gran temblor de tierra, pues un ángel del Señor bajó del cielo, acercándose, apartó la piedra y se sentó en ella. Su rostro era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Por el miedo a él, los guardias se desplomaron y quedaron como muertos» (Mt. 28, 2-4)) Ante el sepulcro vacío las mujeres tuvieron diversas reacciones. María Magdalena corrió a buscar a Pedro y Juan, para decirles: «Han robado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn. 20, 2) Las demás mujeres parece que permanecieron más tiempo en el sepulcro llenas de sorpresa. Entonces escucharon decir al ángel: «No está aquí, resucitó como dijo» (Mt. 28, 6) Luego les mandó que fuesen a los discípulos y se lo dijesen. Se llenaron de temor y alegría, y fueron rápidamente a cumplir este mandato. A los discípulos «les parecieron estas palabras como delirio y no las creyeron» (Lc. 24, 11)
Pedro y Juan, al ser avisados, corrieron al sepulcro y lo vieron vacío; el sudario y la sábana estaban plegados. San Juan evangelista llegó primero «vio y creyó» (Jn. 20, 8) Pedro llegó después vio y solamente se maravilló.(Lc 24,12)
María Magdalena llegó al sepulcro por segunda vez, cuando ya se habían marchado Pedro y Juan. Estaba fuera del sepulcro y lloraba. Entonces se le aparecieron dos ángeles que intentaron consolarla, pero seguía llorando. Después tras ella se apareció el mismo Jesús resucitado. María le confundió con el jardinero y le dijo que si sabía dónde estaba el cuerpo de Jesús se lo dijese. Jesús le dijo: “¡María!” Ella lo reconoció y le dijo en hebreo “Raboní”, es decir “¡Maestro!” (Jn. 20, 16) Luego Jesús le manda: «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos, he visto al Señor, y las cosas que le dijo» (Jn. 20, 17-18)
Al caer la tarde del domingo en que resucitó Jesús, dos de los discípulos se marchaban a su aldea, llamada Emaús. Volvían desesperanzados por los acontecimientos de aquellos días y el triste final de la muerte de Jesús. Jesús se apareció a ellos mientras caminaban, aunque no le reconocieron. Al caminar, Jesús les interrogó por la causa de su tristeza, y ellos al contárselo descubrieron también que su fe en Jesús era insuficiente, pues esperaban un Mesías rey que les librase del yugo de los romanos. Jesús aprovechó sus palabras para explicarles el sentido de las Escrituras, y que convenía que sucediese de aquella manera como lo habían anunciado los profetas. Además se lo explicó de tal modo, que después comentaron que les ardía el corazón mientras les explicaba las Escrituras. Al llegar a la aldea, le invitaron a cenar, y al partir el pan le reconocieron. Entonces desapareció de su presencia. Ellos volvieron a Jerusalén a contar lo sucedido (Lc. 24, 13-35) Los demás les dijeron también: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció  a Simón!» (Lc. 24, 34)
Estando reunidos los diez -pues faltaba Tomás- sin abrirse las puertas, se apareció Jesús ante ellos, en el Cenáculo, y les dijo: «La paz sea con vosotros» Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero El les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de todos (Lc. 24, 36-43) San Marcos precisa que les «reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos» (Mc. 16, 14) Después Jesús sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonarais los pecados les serán perdonados. A quienes los retuvierais, les serán retenidos» (Jn. 20, 22-23)
Durante los cuarenta días que estuvo Jesús en la tierra después de resucitar, se manifestó varias veces a los suyos «dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, y hablándoles del Reino de Dios» (Hch. 1, 3) Las que cuentan los evangelios son:
El domingo siguiente al de resurrección Jesús se apareció de nuevo a los Apóstoles. En esta ocasión estaba Tomás con los otros y superó la incredulidad que había manifestado ante las manifestaciones de los diez, haciendo un acto de fe explícito en Jesús como Señor y como Dios. Ello dio pie a que Jesús enunciase la última bienaventuranza, que comprendía a todas las demás: «Bienaventurados los que sin haber visto creyeron» (Jn. 20, 29)
Tiempo después encontrándose juntos Simón Pedro, Tomás, Natanael, Santiago, Juan y otros dos discípulos, salieron a pescar. Aquella noche no pescaron nada. Al amanecer Jesús se apareció en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era El y les dijo: «Muchachos, tenéis algo de comer. Ellos respondieron: No. Entonces él les dijo: Echad la red hacia la parte derecha y encontraréis. Los discípulos obedecieron, la echaron y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. El discípulo a quien el Señor amaba, dijo entonces a Pedro: Es el Señor» (Jn. 21, 5-7)
Después de la pesca los discípulos fueron con Jesús a la orilla, allí «ven puestas brasas y un pez encima y pan» (Jn. 21, 9) Cuando comieron, Jesús hizo una triple interrogación a Pedro diciéndole: ¿Me amas? Ante la triple respuesta afirmativa, Jesús le dice sucesivamente: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn. 20, 15, 16, 17) Al constituirle como pastor de la nueva grey que será la Iglesia, confirma la promesa de que Pedro será la roca sobre la que construirá su Iglesia. Tanto San Pedro como sus sucesores serán los vicarios de Cristo en la tierra.
Veamos ahora las posibles consideraciones  que surgen frente a esta brevísima reseña. En primer lugar podemos observar que después de la resurrección, Jesús se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho espiritual y partícipe de la gloria del alma, pero sin ninguna característica triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo a actitud de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su 'superioridad', y todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo había entregado a los sumos sacerdotes para que fuese crucificado, o a Caifás, que se había rasgado las vestiduras por la afirmación de su divinidad
A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel costado que habían traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo ( Hech 9, 3-8); pero es una manifestación del poder de Aquél que, ya subido al cielo, impresiona a un hombre al que quiere hacer un 'instrumento de su elección' (Hech 9, 15), un misionero del Evangelio.
Es de destacar también un hecho significativo: Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los había elegido como portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las había impulsado hasta el Calvario. Quizá quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad, que consiste en la amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a las personas que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece que se puede concluir de un texto de Mateo: “En esto, Jesús les salió al encuentro (a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los discípulos) y les dijo: !¡Dios os guarde!!. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: !No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán!” (28, 9-10).
También el episodio de la aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es de extraordinaria finura ya sea por parte de la mujer, que manifiesta toda su entrega al seguimiento de Jesús, ya sea por parte del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y benevolencia.
En estos encuentros postpascuales, vemos ante todo una dificultad inicial en reconocer a Cristo por parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús (Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante El. Se le ama, se le busca, pero, en el momento en que se le encuentra, se experimenta alguna vacilación...
Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a María Magdalena (Jn 20,16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26 ss.), y, análogamente, a otros discípulos (Lc 24, 25 ss. y 45 ss.). Signo de la pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.
Es interesante analizar el proceso que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan una cierta dificultad en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino también la identidad de Aquél que está ante ellos, y aparece como el mismo pero al mismo tiempo como otro: un Cristo 'transformado'. No es nada fácil para ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al mismo tiempo sienten que El ya no se encuentra en la condición anterior, y ante El están llenos de reverencia y temor.
Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de El mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de fe: '¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?' (Lc 24, 32). 'Señor mío y Dios mío' (Jn 20, 28). 'He visto al Señor' (Jn 20, 18). Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio del dolor y de la muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.
Hay que subrayar una última característica de las apariciones de Cristo resucitado: en ellas, especialmente en las últimas, Jesús realiza la definitiva entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia.
Recordemos la aparición a los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua: 'Como el Padre me envió, también yo os envío...' (Jn 20, 21); ¡y les da el poder de perdonar los pecados!
Y en la aparición en el mar de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa, que simboliza y anuncia la fructuosidad de la misión, es evidente que Jesús quiere orientar sus espíritus hacia la obra que les espera (Jn 21,1-23). Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21, 15-18): “'¿Me amas?... Tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos...Apacienta mis ovejas...'.
Juan indica que “ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21,14). Esta vez, ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7), sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos (y de modo muy particular a Pedro) en la construcción de la nueva era de la historia, que había tenido su principio en aquella mañana de Pascua.

 Oracion Final

Señor Jesús, el seguirte implica
aceptar con valentía la cruz de cada día,
llevar pacientemente el dolor de los
defectos propios y ajenos,
luchando por ser mejores.
Ayúdame, Señor;
dame la gracia de no temer a la Cruz,
de ver en ella el camino seguro
para una felicidad que no se acaba,
y que, cuando sienta que ya no puedo,
que todo se viene encima de mío,
que te vea crucificado
y que sienta que tu voz me dice:
“Mi gracia te basta, después de la muerte hay vida, te la preparé para ti”.

Amén



No dejen, jamás, que la tristeza

los invada al punto de hacerles olvidar

la felicidad de Cristo Resucitado

Madre Teresa de Calcuta


viernes, 3 de abril de 2015

''La Cuaresma es el tiempo propicio para purificar nuestra mirada, para fijar la vista en nuestras faltas, reconocerlas, aceptarlas, asumirlas y abrirnos a recibir ese don del perdón, de la misericordia de Dios...''




 












Catequesis Misionera Primer Encuentro Año 2015 

 Tiempo de Cuaresma

Un Camino de Gracia Hacia la Pascua


“Oh Dios omnipotente y misericordioso, no te puede comprender

quien siembra discordia, ni te puede acoger quien ama la violencia:

mira nuestra dolorosa condición humana, probada por crueles actos

de terror y de muerte, consuela a tus hijos y abre nuestro corazón a la esperanza,

para que nuestro tiempo conozca días de serenidad y de paz.  Por Cristo nuestro Señor”.


Estamos transitando un tiempo litúrgico muy especial, de mucha gracia, estamos viviendo la Cuaresma.
La liturgia es la manera de celebrar nuestra fe. No solo tenemos fe y vivimos de acuerdo con ella, sino que la celebramos a través del año litúrgico El año litúrgico es la ordenación que la Iglesia hace del tiempo a lo largo del año para celebrar los misterios del Señor. Vivimos Adviento, Navidad, Cuaresma, Tiempo Pascual y Tiempo ordinario.

El eje central del año litúrgico es la Pascua que se celebra el domingo después de la cuarta luna llena del año, siendo por tanto una fecha movible. De acuerdo a esa fecha se ordenan: 1) el tiempo Pascual -centro del año litúrgico- con una duración de 50 días que comienzan con la Pascua y finalizan el domingo de Pentecostés y 2) el tiempo de Cuaresma, que se inicia 40 días antes de la Pascua, el Miércoles de ceniza, y se extiende hasta el Jueves Santo en que comienza el Triduo Pascual

El tiempo de Cuaresma es un camino de conversión, de esperanza, de alegría espiritual porque su meta es la Pascua. Es un tiempo de vuelta al Señor en el que se nos dice “No reciban en vano la gracia de Dios”. La Liturgia constantemente dice “Este es el tiempo favorable, este es el tiempo de la salvación. No recibamos en vano la gracia de Dios”. Es un tiempo en que Dios está especialmente predispuesto a derrochar su perdón y su misericordia sobre nosotros, casi obstinadamente. Un Dios que obsesivamente quiere perdonarnos, quiere que volvamos a empezar. Es a nosotros a los que más nos cuesta perdonarnos y volver a empezar, pero de parte de Dios está este don de su misericordia y de su amor.

La Cuaresma es el tiempo propicio para purificar nuestra mirada, para fijar la vista en nuestras faltas, reconocerlas, aceptarlas, asumirlas y abrirnos a recibir ese don del perdón, de la misericordia de Dios, un Dios que carga Él con nuestros pecados, que carga Él con nuestras culpas y las borra, las perdona, que quiere darle al hombre la gracia de un volver a empezar, de un recomenzar. En términos bíblicos de un volver a nacer; de un empezar a ver -ojos nuevos, como los de Saulo-; es un cambiar el corazón de piedra por un corazón de carne; es un crucificar nuestra vida vieja, clavando en la cruz hasta las raíces del pecado; es un morir con Cristo, para resucitar con él. Sin muerte no hay resurrección; si no nos convertimos, no podemos celebrar la Pascua… .


Una conversión tan de raíz es imposible conseguirla con sólo nuestro esfuerzo. Por eso, la verdadera conversión, sin menoscabo de su dimensión libre y responsable, es más pasiva que activa. Uno puede poner el deseo, la confianza, la




apertura -y aun esto es demasiado poner para una pobre criatura-, pero el resto de la conversión es obra de Dios. La conversión consiste en aceptar libremente y con amor que dependemos totalmente de Dios y es el momento de ponernos en sus manos para que El obre en nosotros.
El tiempo de la Cuaresma rememora los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto mientras se encaminaba hacia la tierra prometida, con todo lo que implicó de fatiga, lucha, hambre, sed y cansancio...pero al fin el pueblo elegido gozó de esa tierra maravillosa, que destilaba miel y frutos suculentos (Éxodo 16 y siguientes).
También para nosotros, como fue para los israelitas aquella travesía por el desierto, la Cuaresma es el tiempo fuerte del año que nos prepara para la Pascua o Domingo de Resurrección del Señor, donde celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el mal, que nos hizo pasar de las tinieblas a la luz, de la tristeza al gozo profundo, de la muerte a la vida. Por eso la Cuaresma es un camino que nos lleva a la plenitud, no acaba con la Pasión y Muerte de nuestro Salvador sino que nos lleva a la Resurrección, de la que Cristo nos ha hecho partícipes. La nuestra es una fe cierta, con la certeza de la vida definitiva, de la resurrección y es una fe alegre porque la vida triunfa sobre el mal, sobre la muerte. No debemos olvidar esto cuando a veces nos ofuscamos pensando que nuestros problemas no tienen salida. Dice San Pablo que “No caminamos a la deriva”, nuestra vida es un camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios. El encuentro tanto tiempo esperado.

La celebración de la Eucaristía fue la primera celebración pascual cristiana, recién a mediados del siglo II se fija un domingo como Pascua anual, aniversario de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. La Cuaresma comenzó, embrionariamente, con un ayuno comunitario de dos días de duración: Viernes y Sábado Santos (días de ayuno), que con ese Domingo formaron el “Triduo”. Era un ayuno más sacramental que ascético; es decir, tenía un sentido pascual (participación en la muerte y resurrección de Cristo) y escatológico (espera de la vuelta de Cristo Esposo, arrebatado momentáneamente por la muerte). Recién en el siglo IV, cuando el emperador Constantino se convierte y el Cristianismo pasa a ser la religión oficial del Imperio, se llega a una preparación Cuaresmal de 40 días. En esa época los bautismos no se realizaban en cualquier fecha sino solo en la Vigilia Pascual y los que deseaban recibirlo debían hacer una preparación de 40 días anteriores, “el catecumenado”, que después será el tiempo de Cuaresma.

Son prácticas Cuaresmales el ayuno, la oración y la limosna. En su origen se entendieron como caridad con Dios (oración) con el prójimo (limosna) y consigo mismo (ayuno), para contrarrestar la soberbia, la codicia, la sensualidad. Las características ambientales y celebrativas de la Cuaresma son la austeridad en el ornato del espacio celebrativo, sin flores ni música instrumental, el color morado de los vestidos del sacerdote (menos en el domingo cuarto, «Laetare», en que puede usarse el color rosa); la ausencia del aleluya en los cantos, y del Gloria en la Misa.

Este camino de la Cuaresma termina en el Triduo Pascual. El Triduo Pascual que vamos a vivir en la Semana Santa es un Dios que nos ama y viene a dar la vida en abundancia, que viene a dar su vida, su sangre, por cada uno de nosotros y nosotros estamos invitados a acogerla, a ser receptores de esa vida.

El Triduo Pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor, tiene su centro en la Vigilia Pascual y acaba con las Vísperas del domingo de Resurrección. El Jueves Santo se encuentra en la encrucijada entre la Cuaresma y la Pascua. Es el último día de Cuaresma, y su Misa vespertina da paso al Triduo Pascual, que es la preparación inmediata para la Pascua. Domina, pues, en este día el ambiente de preparación. Todo en él se encamina a la Pascua. Así ocurrió el primer Jueves Santo, cuando el Señor envió a Pedro y a Juan para hacer preparativos: "Id y preparad para que comamos la Pascua" (Lc 22,8). Durante el Jueves Santo se celebran dos Misas: la llamada Misa crismal, que tiene lugar únicamente en las catedrales, y la Misa vespertina de la Cena del Señor, en las parroquias y casas religiosas.

La Misa crismal tiene lugar por la mañana y en ella el obispo diocesano consagra y bendice los óleos que se usan para el bautismo y otros sacramentos. El tema principal de la Misa crismal es el sacerdocio y su institución por parte de Cristo. Al entregar el misterio de la Eucaristía a la Iglesia, Cristo instituyó también el sacerdocio. Los textos de la Misa presentan un conjunto catequético no solamente acerca del sacerdocio ministerial, sino también relativo al sacerdocio general de los fieles. Una de las partes más impresionantes de la Misa crismal, es la renovación del compromiso de servicio sacerdotal. Después del evangelio y la homilía, el obispo invita a sus sacerdotes a renovar su dedicación a Cristo y a la Iglesia. Juntos prometen solemnemente unirse más de cerca a Cristo, ser sus fieles ministros, enseñar y ofrecer el santo sacrificio en su nombre y conducir a otros a él.

Propiamente el Triduo Pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor, donde se conmemora la institución de la Eucaristía. La primera antífona que se canta, sacada de Pablo, dice: “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo; en Él está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección, por El hemos sido salvados y redimidos“.. El Jueves Santo es un día de fiesta, de fiesta porque es el día de la Eucaristía, del Sacerdocio, es el día del mandamiento del Amor. Sin embargo la antífona que se elige, aparentemente, no nombra el Sacerdocio, no nombra la Eucaristía, no nombra el Amor, nombra la Cruz. Porque en la Cruz está todo, la Cruz es la fuente del sacerdocio. La Eucaristía es la Cruz, porque si ésta no hubiera existido no habría Eucaristía. La expresión máxima del amor de Cristo es la Cruz, porque ella es la expresión de un amor hasta el fin. Por eso la llevamos al cuello, o la tenemos en nuestra casa en un lugar privilegiado, porque es el signo del amor, en ella está todo el amor de Cristo.

El Jueves Santo, que es el día anterior al de su Pasión y muerte, Jesús quiso establecer un sacramento de lo que iba a pasar el día siguiente. Antes de ser entregado, Cristo se entrega como alimento. En esa Cena, el Señor Jesús lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión.

El Jueves Santo se celebra la alegría de esta doble entrega: "el Padre nos entregó a su Hijo para que tengamos vida eterna" (Jn 3, 16) y el Hijo se entregó voluntariamente por "nosotros y por nuestra salvación”. "Nadie me quita la vida, había dicho Jesús, sino que Yo la entrego libremente. Yo tengo poder para entregarla." (Jn 10,16), y nos dice que fue para "remisión de los pecados" (Mt 26,28). Hay alegría y la Iglesia rompe la austeridad Cuaresmal cantando el "gloria": es la alegría del que se sabe amado por Dios, pero al mismo tiempo es sobria y dolorida, porque conocemos el precio que le costamos a Cristo. Podríamos decir que la alegría es por nosotros y el dolor por Él. Sin embargo predomina el gozo porque en el amor nunca podemos hablar estrictamente de tristeza, porque el que da y se da con amor y por amor, lo hace con alegría y para dar alegría. El Pan de Vida, la Eucaristía, es el memorial que hace presente esa entrega de Cristo hasta el fin.

En la Misa vespertina del Jueves Santo va a tener lugar el lavatorio de los pies. El Maestro asume la condición de siervo, para eso, para servir, dejando muy en claro a sus discípulos que la humildad es indispensable para ejercer plenamente el ministerio recibido de sus manos. Servir antes que desear ser servido, no es una condición exclusiva para los sacerdotes, es la doctrina que todos los fieles deben llevar a la práctica. Pero también este lavado de pies es signo del perdón. El Papa Benedicto XVI dice “el lavado de los pies es el perdón” y eso es lo que también quiere significar.

En la Cruz Jesús derrama su sangre, entrega su vida y con esa vida entregada nos perdona totalmente. Metafóricamente el lavado de los pies significa esa purificación que Dios hace de nuestra vida, para que si algo se nos fue pegando a lo largo del año, porque vamos de Jueves Santo en Jueves Santo y llegamos sucios a la Semana Santa-llegamos con muchos deseos de Dios, de encarar la vida, de amar y de preferir a Dios sobre todas las cosas pero llegamos con los pies sucios-, entonces esa suciedad que se nos fue pegando hace sentir esa necesidad de purificación de todo lo que es pecado y de sus consecuencias, la tristeza, el cansancio, la falta de esperanza, que nos van tirando hacia abajo, y nos van haciendo caer en el pecado de no permitirnos esperar en el amor y la misericordia de Dios. De esa suciedad Jesús me viene a lavar, nos purifica.

Y Jesús cuando termina de lavar los pies dice ”…también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. Si el lavatorio de los pies es el signo del perdón derramado en nuestras vidas, Jesús lo dice bien claro, “haced lo mismo” Y ¿qué es lavar los pies? Es darnos el amor, darnos el perdón. El perdón es también el amor hasta el fin, es hacer como si no existiera esa ofensa, esa herida, eso que me dificulta la relación con el otro, con el que tengo al lado, con el que no está tan cerca, con la sociedad, con la misma vida, con el mismo Dios.

Es el momento de lavar las cosas con el amor y con el perdón, porque el perdón que nos baja a nosotros nos deja limpios con la sangre de Cristo, es un lavado que a Cristo le costó la vida, entonces nosotros tenemos que perdonar, el perdonar de veras es un arrancar parte de nuestra vida, lo que muchas veces realmente cuesta, por eso lo del refrán popular “Errar es humano, perdonar es divino”. El perdón es divino porque el perdón de Dios es el perdón que olvida, el que hace como si nunca hubiera existido aquello que lo motiva

El Jueves Santo es, también, el poder “dejarnos lavar”, “dejarnos perdonar”. Recordemos la reacción de Pedro cuando dice: “No Señor, tú lavarme los pies a mí, jamás” y Jesús que le responde: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Nosotros tenemos que dejarnos lavar, porque a veces tenemos culpas que no terminamos de dejarle a Dios lavarlas. Dios lo único que quiere es el corazón abierto, recuerden las palabras de Pedro: “¡Déjense reconciliar con Dios!” 2Cor 5:20, solamente tenemos que dejarlo hacer a Dios, lo primero que tenemos que hacer es abrirnos para recibir ese amor de Dios.

¿Cómo nos purificamos? El Papa Benedicto decía que donde nosotros recibíamos ese baño, esa agua que nos purifica es en dos sacramentos que Jesús nos dejó, el Bautismo y por si después del Bautismos pecábamos, nos dejó el sacramento del perdón. El sacramento del perdón de los pecados, que es la misericordia más grande de Dios, es la expresión más grande de su amor, cada vez que nos confesamos es como dejarnos lavar los pies y salir como nuevos. El ir al sacramento de la confesión es reconocer que sin Dios nada podemos, que necesitamos la fuerza de ese sacramento para empezar de nuevo.

Finalizados los oficios vespertinos, el Santísimo Sacramento se traslada del Sagrario al llamado "Altar de la reserva", separado del Templo, quedando el Sagrario abierto para que nos demos cuenta que el Señor no está. Igualmente, el altar es despojado de todo tipo de ornato. Durante la noche se mantiene la adoración del Santísimo en el "Altar de la reserva", celebrándose la llamada "Hora Santa".

El Viernes Santo es un día de intenso dolor, pero dolor dulcificado por la esperanza cristiana. El recuerdo de lo que Jesucristo padeció por nosotros no puede menos de suscitar sentimientos de dolor y compasión, así como de pesar por la parte que tenemos en los pecados del mundo. Es un día “alitúrgico”, no litúrgico, porque junto con el Sábado Santo son días sin Misa. Lo que si se hace es una Celebración de la Pasión del Señor que se divide en tres partes: liturgia de la palabra, adoración de la cruz y comunión. Se comulga con las hostias consagradas el Jueves Santo que habían quedado reservadas en un lugar separado del Templo.

La celebración comienza con un profundo silencio. Una de las cosas más imponentes de la liturgia de todos estos días, y en especial de la Vigilia Pascual, es que está cargada de signos, todos los gestos hablan, y el silencio es como un silencio cargado de palabras.

El sacerdote entra a la Iglesia colmada de feligreses sin ningún canto de entrada, sin órgano, en el más profundo silencio. El Jueves Santo al rezarse el Gloria de la Misa se tocan las campanas, las que desde ese momento se silencian hasta el Gloria de la Vigilia Pascual que es cuando vuelven a sonar. Los celebrantes entran revestidos con casulla roja, símbolo de la sangre del martirio, y al llegar al altar se postran tirándose al suelo boca abajo. Los feligreses acompañan arrodillándose, con una actitud interior de postración ¿Qué significa esta postración? Es el reconocimiento de la propia nada ante la majestad y el poder del amor de Dios. Es el signo de la Divinidad, de que Dios es Dios y ante Dios el hombre se postra. Ese gesto que hacemos ahí es, después, nuestra vida, que debe tener conciencia de que Dios es Dios y que debemos dejarle a Dios ser Dios. Que es El quien que debe conducir nuestra vida, que a Él le entregamos nuestra existencia.

El Viernes Santo es el día que Jesús en la Cruz da muerte a la muerte. Es el momento en que Jesús nos termina de revelar que es Dios. El triunfo del pecado de Adán y Eva, de la serpiente, de satanás, fue la muerte, y hasta ese momento, hasta el Viernes Santo, nadie había dado muerte a la muerte. Dar muerte a la muerte significaba resucitar. Por eso el Viernes Santo es el día en que Dios es más Dios que nunca, y eso es motivo de inmensa alegría para los cristianos. Al morir Jesús muestra que es Dios y a nosotros nos cambia la vida. Cualquier situación límite que tengamos como sociedad, como país, como mundo, como familia, como ser humano, si Dios es Dios todo es posible, mi vida está en las manos de Dios. Después de un Viernes Santo no cabe en la vida la angustia, la desesperación, y si por ahí se nos mete, siempre hay una solución. No es la última palabra la muerte.

Después de la postración el sacerdote o los sacerdotes se dirigen a la Sede y vueltos al pueblo con las manos juntas dicen una oración que toman de dos oraciones posibles para esta ocasión. Una de estas dos oraciones dice:

Dios, que por la Pasión de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nos libraste de la muerte heredada por todos los hombres como consecuencia del primer pecado; te pedimos que nos hagas semejantes a Él para que, quienes por nuestra naturaleza humana somos imagen de Adán, el hombre terreno, por la acción santificadora de la gracia, seamos imagen de Jesucristo, el Hombre Celestial.

Esta oración contiene la síntesis de todo el Misterio Pascual. Habla de los dos protagonistas de esta Semana Santa, de todo el Misterio Pascual. Los dos protagonistas son Dios y satanás.

La vida de Jesucristo fue un constante sacarlo al espíritu del mal, a satanás, al padre de la mentira, al espíritu inmundo, al demonio, según los distintos nombres que usaba Jesús para designarlo. Nosotros nacemos con esa herencia del pecado de que habla la oración, el Bautismo nos borra ese pecado pero la naturaleza humana quedó debilitada y ese debilitamiento es lo que nos hace constantemente ir para abajo y la gracia del sacramento del perdón nos ayuda a levantarnos de nuevo.

El combate de este Triduo Pascual es entre Dios y satanás, porque satanás le quiso robar a Dios el hombre que Dios había hecho, el hombre que pertenece a Dios desde el Génesis. La Pasión es el duelo entre la muerte y la vida. La vida es Cristo, la muerte satanás. Ese combate todos los días se da dentro nuestro, es lo que dice Pablo: “Hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero”, es la lucha que hay en nosotros.

Lo maravilloso del Viernes Santo es que Jesús da muerte a la muerte. Ahí se juega nuestra vida, porque aun el peligro más grande, la tentación más grande, el pecado más grande que podamos tener, no está dicha la última palabra, porque siempre de ese pecado Dios nos va a levantar, porque ya se dio la Resurrección, por eso en la Vigilia Pascual vamos a cantar en el Pregón Pascual: “Feliz culpa que nos mereció tan noble y grande redentor”.

En la celebración del Viernes Santo se lee siempre la Pasión del Evangelio de Juan, después de su lectura viene la oración universal que ese viernes presenta un especial relieve: ¡Toda la humanidad es puesta a los pies de la cruz!. A continuación sigue la adoración de la Santa Cruz. El sacerdote va a la puerta de la Iglesia donde recibe la Cruz y desde allí se hace una procesión hasta el presbiterio. Cerca de la puerta de entrada, en el medio de la Iglesia, y antes de subir al presbiterio, el sacerdote alza la Cruz y canta: “Este es el árbol de la Cruz en que estuvo suspendido el Salvador del mundo”, a lo que todos responden: “Venid y adoremos al Señor”. Por último el celebrante, los ministros y todo el pueblo se acercan procesionalmente y adoran la Cruz. “Venid y adoremos al Señor”, ante la exhibición del poder del amor de Dios no nos queda más que callar y adorar.

El árbol que dio fruto de muerte es el del paraíso, el árbol de la manzana de Adán y Eva, ellos comieron y les entró la muerte, el pecado fue el orgullo, la soberbia, porque quisieron ser Dios y no creatura de Dios, hijos de Dios. Esa falta contra Dios solo la podía redimir Dios, ningún hombre podía redimirla, por eso el Padre manda al Hijo. Para redimir ese pecado Jesús tuvo que hacer el camino inverso, como el pecado fue la soberbia, Él tuvo que abajarse, por el camino de la humildad vencer a la soberbia. Esto es también la enseñanza que nos da la Pasión, la soberbia, que en mayor o menor dosis la tenemos todos, es el mal que entra en el corazón del hombre y se instala. La soberbia es la madre de todos los pecados, de ella viene al indiferencia, la envidia, la ambición. Todos los males nos vienen por la soberbia y todos los bienes nos vienen por la humildad. En nuestra vida la humildad es el camino de la redención, de vencer la soberbia del mundo y la de nuestro corazón.

Cuando Cristo en la Pasión cae por el peso de la Cruz, los Padres de la Iglesia dicen que Jesús cae por el peso de la soberbia del hombre. Jesús carga nuestros pecados, nuestra soberbia, y al cargarla ésta lo derriba, pero Él se levanta porque vence la soberbia con la humildad. Cada día frente a nuestra soberbia, grande o pequeña, sepamos que la humildad y el servicio es lo que nos redime de ella, nos libera de ella.

Concluye la celebración de la Pasión con el rito de la Comunión, que finaliza con la oración después de la comunión, seguida por otra de bendición. La liturgia del Viernes Santo termina así, sin despedida ni canto final. El pueblo se retira en silencio. El altar queda desnudo, el sagrario vacío, el presbiterio sin flores ni ornamentos de ninguna clase. Es el día en que la Iglesia presenta un aspecto extremadamente austero. Nada distrae nuestra atención del altar y la cruz. La Iglesia permanece vigilante junto a la cruz del Señor.

El Triduo Pascual culmina con la Vigilia Pascual. La noche más clara que el día, la noche más santa de todo el año, la noche en que surge la vida y es vencida la muerte. Cuando entramos en la Vigilia Pascual lo primero que sabemos es que vamos a vivir el misterio de la Resurrección de Cristo. ¿Qué significa resucitar? La palabra resucitar viene del latín, significa volverse a levantar, restablecerse, ponerse otra vez de pie. Se usa para significar algo que estuvo totalmente destruido que se vuelve a levantar, literalmente salir de las ruinas. De ahí también renacer, volver a nacer, volver a comenzar, volver a vivir.

Todo esto es resucitar y todo esto es lo que nos pasa a nosotros esa noche. El primero en ponerse de pie, en resucitar es Jesucristo, el resucita primero para ponernos después de pie a nosotros. El misterio de la resurrección es el más grande de nuestra fe. Para el cristiano la Resurrección de Cristo nos dice que la muerte no es la última palabra. Estamos hechos para la vida, Dios nos creó para la vida, por eso Cristo nos resucitó y nos resucita para la vida verdadera y feliz, esa vida que nunca acaba.

Cristo al resucitar no vuelve a la misma vida que tenía antes, no reanuda lo que la muerte interrumpió. Esa fue la resurrección de Lázaro. Pero la de Lázaro, aun siendo importante, no resuelve el problema de la muerte porque el hombre sigue encadenado al tiempo y a la fugacidad, ya que Lázaro habrá de terminar muriendo. Esa resurrección no es más que un retraso o suspensión de los efectos de la muerte.

Cuando hablamos de la Resurrección de Cristo hablamos de mucho más. Jesús, al resucitar, no da un paso atrás, sino un paso adelante. No es que regrese a la vida de antes, es que entra en la vida total. No cruza hacia atrás el umbral de la muerte, sino que da un vertiginoso salto hacia adelante, penetra en la eternidad, no reingresa en el tiempo, entra allí donde no hay tiempo. Si la forma de resurrección de Lázaro es un milagro, esta segunda es además un misterio, si la primera resulta en definitiva comprensible, la segunda se vuelve inalcanzable para la inteligencia humana.

Jesús tras su Resurrección no “vuelve a estar vivo”, sino que se convierte en “el que ya no puede morir”. No es que regrese por la puerta por la que salió, es que encuentra y descubre una nueva puerta por la que se escapa hacia las praderas de la vida eterna.

Su Resurrección no aporta, pues, un “trozo” más a la vida humana, descubre una nueva vida y, con ello, trastorna nuestro sentido de la vida al mostrarnos una que no está limitada por la muerte.

Pero no se trata de una nueva vida en sentido solo espiritual. Jesús entra, por su Resurrección, en esta nueva vida con toda la plenitud de su ser, en cuerpo y alma, entero. Y quien resucita es Él y no es Él. Es Él porque no se trata de una persona distinta, y no es Él, porque el resucitado inaugura una humanidad nueva, no atada ya a la muerte. Como ha escrito un poeta, al resucitar “todos creyeron que Él había vuelto. Pero no era Él sino más”.

Entonces la primera comprobación es que el Cristo Resucitado es el mismo y es distinto. Si de algún modo no fuese el mismo no podríamos hablar de resurrección, porque no se trataría de Jesús. Es el mismo. Los suyos le reconocen. Dicen: es el Señor. Le distinguen por su acento, sus maneras, sus gestos.

Pero, al mismo tiempo, encontramos en el Resucitado algunas características muy nuevas. Jesús es ahora alguien fuera de este mundo. Alguien que domina al mundo, que no está envuelto por el cosmos, sino que es Él quien envuelve al cosmos. Aparece como alguien que ha traspasado el tiempo y el espacio.

Parece que los evangelistas tuvieron mucho interés en señalar este doble filo de su existencia, le pintan como alguien que al mismo tiempo perteneciera a la historia y la superara, que posee una vida soberana y superior y que, cuando entra en nuestra historia, lo hace de manera discontinua, sin someterse al tiempo de esa misma historia.

Por eso la fe Pascual de los primeros cristianos insiste tanto en la unión entre muerte y resurrección. Esa “y” parece el centro del mensaje. El Nuevo Testamento no concibe a un Jesús que muere “como el que se va” y resucita “como el que regresa”. Muerte y resurrección no son dos movimientos contrarios. Jesús muere “hacia” su resurrección. Y resucita “desde” su muerte.

Por último, cabe señalar, otro aspecto fundamental de la Resurrección: Lo que tiene de salvación para el resto de la humanidad. Porque como ya lo hemos visto precedentemente la Resurrección de Cristo no termina en Él. San Pablo presenta ese triunfo como una “primicia” puesto que por un hombre ha venido la resurrección de los muertos (1 Cor 15:20,23) y en Cristo serán llevados todos los hombres a esa Vida que Él inauguró.

La Resurrección de Jesús no sólo representa las demás resurrecciones sino que las precede, las inaugura. Porque la Resurrección de Jesús no termina en Él. Jesús realiza en su Resurrección la humanidad nueva. La realiza y la inicia. Porque sigue resucitando en cada hombre que al incorporarse a esa resurrección, entra a formar parte de esa humanidad nueva que no vencerá la muerte.

Por todo ello la Resurrección de Jesús es el centro vivo de nuestra fe. Porque ilumina y da sentido a toda la vida de Cristo. Hablar de su triunfo sobre la muerte es hablar de “nuestra” resurrección. Es dar la única respuesta al problema de la vida y de la muerte de los hombres.

La Resurrección es lo que a nosotros nos define como cristianos. Somos cristianos porque creemos en la Resurrección de Jesús. San Pablo va a decir “Si Jesús no resucitó nuestra fe es vana, seríamos los hombres más dignos de lástima”. Creer que la vida no acaba, que hay una vida plena después de la muerte, eso es lo que a nosotros nos caracteriza y por eso nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.

La Resurrección de Jesús nos involucra a todos, nuestra vida cambia, todos quedamos envueltos en esta victoria sobre la muerte. La Resurrección de Jesús que celebramos en Pascua, es lo que abre a la humanidad un destino completamente distinto, un modo de existir nuevo, Jesús resucita un nuevo modo de vida, una creación nueva.



“Si Cristo resucitó todo se ilumina en nuestra vida, habrá en nosotros una alegría desbordante y contagiosa, habrá una paz profunda, inquebrantable, habrá una esperanza firmísima e inconmovible. Porque Cristo resucitó, todo cambia en la faz del mundo, porque Cristo resucitó, algo tiene que cambiar en nuestra vida. Si Cristo resucitó, mi vida no puede ser igual, no puede ser que nosotros celebremos otra Pascua de Jesús y el mundo siga rodando en su tristeza, en su insensibilidad, en su desesperanza, no podemos hacer como si nada hubiera sucedido, como si nada hubiera ocurrido en el mundo”.

“Que la Virgen de la Pascua, Nuestra Señora, ella que recibió en su interior la luz que la hizo feliz, ella que la guardó y la comunicó a los hombres para que fueran salvados, nos meta en su corazón y nos haga vivir la Vigilia más feliz, la más luminosa, la más fecunda de toda nuestra vida. Que así sea”.

Cardenal Pironio


Oremos

Padre, en tus manos me pongo,
haz de mi lo que quieras.
Por todo lo que hagas de mi, te doy gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal de que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi alma entre Tus manos, te la doy, Dios mío,
con todo el ardor de mi corazón porque te amo,
y es para mi necesidad de amor el darme,
el entregarme entre tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tu eres mi Padre. 


Gracias por Participar de La Catequesis Misionera Dios te Bendiga ¡¡¡