APARICIONES DE JESUS EN EL TIEMPO PASCUAL
¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?
Dios y Señor nuestro que has abierto para nosotros las puertas de la eternidad por la victoria de tu Hijo unigénito sobre la muerte, te pedimos que quienes en este tiempo pascual celebramos con gozo su Resurrección, por la acción renovadora de tu Espíritu alcancemos la luz de la vida eterna. Amén
En nuestra última charla recordamos que a partir del domingo de Pascua hemos comenzado un nuevo tiempo litúrgico, el tiempo pascual, conocido también como cincuentena pascual, que son esos 50 días que van desde ese domingo de Pascua hasta el de Pentecostés. Es interesante ver como para los cristianos la Cuaresma o el tiempo de cuaresma resulta mucho más conocido, como más perceptible, que el tiempo pascual. Todos tienen conciencia de vivir esos 40 días que se inician el miércoles de ceniza con la imposición de la ceniza y todos conocen perfectamente la importancia y la densidad de esos 40 días de la Cuaresma que apuntan al Triduo Pascual. En cambio este tiempo pascual que estamos transcurriendo muchas veces pasa muy desapercibido y, sin embargo, adviertan que en vez de 40 se trata de 50 días, lo que denota su mayor importancia. Es que en realidad todo conducía a este tiempo, todo lo que hacemos en la Cuaresma tiene como último objetivo la Pascua. Lo que sucede es que, muchas veces, nos quedamos más en nuestro esfuerzo, el que tenemos que hacer durante la Cuaresma por convertirnos, que en el gozo de la victoria de Cristo, que es lo que en definitiva la fe reclama. El gran peligro es poner mucho hincapié en el esfuerzo personal de entablar y ganar nuestra propia batalla y olvidarnos de la batalla ganada, de que Cristo es vencedor sobre el pecado y la muerte y que El hace partícipe a la humanidad de esa victoria en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Absolutamente todos estamos invitados a la alegría de la Pascua ya que ese gozo no es una recompensa proporcional al esfuerzo que cada uno hizo en la Cuaresma, la Pascua es un don, es la Vida con mayúscula que Cristo nos ganó, es un don para todos del que nadie queda excluido y lo único que se nos pide es que nos abramos a recibirlo, sin importar nuestro mayor o menor esfuerzo cuaresmal o si lo hicimos o no.
Es muy lindo en este Año de la Misericordia tomar conciencia de este tiempo pascual en que celebramos la misericordia en su plenitud, la del Padre que entrega al Hijo para rescatarnos y la del Hijo que muere por amor a nosotros y que al resucitar nos reconcilia con el Padre inaugurando el camino de nuestra propia resurrección.
Jesús resucitado debiera ser el objetivo de nuestras miradas cada uno de los días del tiempo de Pascua. Mirarlo y admirarlo profundamente, sentir la alegría de ser sus seguidores, renovando la adhesión de la fe, el convencimiento de que en Él tenemos la vida e internalizando el sentido de su camino de amor fiel hasta la muerte, para así sentirnos llamados a vivir como Él.
Y este gozo de Pascua nos hace mirar la vida con otros ojos, porque después de su resurrección el camino de los hombres y mujeres en este mundo es un camino que, a pesar del dolor y del mal que continúa habiendo en medio de nosotros, lleva a una vida para siempre, a la misma vida que Jesús ya ha conseguido.
La resurrección de Cristo es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y constatado históricamente. Fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos dice que Jesús: “comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31).
También según Marcos, después de la transfiguración, “cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos” (Mc 9. 9) pero los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella “resurrección”. Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para instruirlos: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”. Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle (Mc 9, 31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección, al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10, 33-34).
Todas estas eran previsiones proféticas de los acontecimientos, a través de las cuales Jesús hace conocer a los discípulos, estupefactos e incluso asustados, algo del misterio que subyace en los próximos acontecimientos. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al “signo de Jonás” ( Mt 12, 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre “la reconstrucción en tres días del templo que será destruido” (Jn 2, 19).
Pero además de las palabras de Jesús, también la actividad mesiánica que desarrolla en el período prepascual muestra el poder que Él dispone sobre la vida y sobre la muerte, y su conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39-42),
En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de la autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida y de la muerte y de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: “Yo soy la resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26).
Son palabras y hechos que en el período prepascual contienen, de forma diversa, la revelación de la verdad sobre la resurrección.
Va a ser el tema de nuestra charla de hoy las apariciones de Jesús resucitado interactuando con los primeros testigos.
Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra en la primera semana del tiempo pascual, donde las lecturas que se proclaman en las Misas, tanto dominicales como feriales, nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos. Pero antes de abordar el tema es bueno tener presente que la Resurrección es, en primer lugar, un acontecimiento que se produce en Jesús mismo, entre el Padre y Él, por el poder del Espíritu Santo. Las apariciones de Jesús no son la resurrección, sino solamente su reflejo. Este acontecimiento “ocurrido” en Jesús después deviene accesible a los hombres porque Él lo hace accesible. Él ya no forma parte del mundo perceptible por los sentidos, sino del mundo de Dios. Por eso no puede ser visto más que por aquellos por quienes Él mismo se deja ver. Para verlo de esta manera, el corazón, el espíritu del hombre así como la apertura interior deben ser puestas a disposición…
El Señor resucitado se muestra a los sentidos y sin embargo no puede dirigirse más que a los sentidos que miran más allá de lo sensible…
El primer signo revelador de su resurrección es el “sepulcro vacío”. Sin duda no era por sí mismo una prueba directa .La ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (Jn 20, 15).
Más aún, el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo había sido robado por los discípulos. “Y se corrió esa versión entre los judíos, (anota Mateo) hasta el día de hoy” (Mt 28, 12-15).
A pesar de esto el “sepulcro vacío”
ha constituido para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del “hecho” de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.
El domingo de resurrección, muy de mañana, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, después de haber guardado el descanso sabático. Cuando caminaban no sabían cómo podrían remover la piedra que cerraba el sepulcro, porque era muy grande. Al llegar vieron la piedra rodada a un lado, pero «al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» (Lc. 24, 3).
Previo a su llegada, cuenta Mateo que «se produjo un gran temblor de tierra, pues un ángel del Señor bajó del cielo, acercándose, apartó la piedra y se sentó en ella. Su rostro era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Por el miedo a él, los guardias se desplomaron y quedaron como muertos» (Mt. 28, 2-4) Ante el sepulcro vacío las mujeres tuvieron diversas reacciones. María Magdalena corrió a buscar a Pedro y Juan, para decirles: «Han robado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn. 20, 2) Las demás mujeres parece que permanecieron más tiempo en el sepulcro llenas de sorpresa. Entonces escucharon decir al ángel: «No está aquí, resucitó como dijo» (Mt. 28, 6) Luego les mandó que fuesen a los discípulos y se lo dijesen. Se llenaron de temor y alegría, y fueron rápidamente a cumplir este mandato.
A los discípulos «les parecieron estas palabras como delirio y no las creyeron» (Lc. 24, 11).
Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (Lc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aun predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia. De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10).
Pedro y Juan, al ser avisados, corrieron al sepulcro, Juan llegó primero pero no entró, después llegó Simón Pedro que si entró y notó que las vendas estaban en el suelo, mientras que la tela que había cubierto el rostro de Jesús estaba doblada y situada a un lado. Luego entro también Juan que «vio y creyó» (Jn. 20, 8). Pedro vio y solamente se maravilló.(Lc 24,12).
María Magdalena llegó al sepulcro por segunda vez, cuando ya se habían marchado Pedro y Juan. Estaba fuera del sepulcro y lloraba. Entonces se le aparecieron dos ángeles que intentaron consolarla, pero seguía llorando. Después, detrás de ella, se apareció el mismo Jesús resucitado. María le confundió con el jardinero y le dijo que si sabía dónde estaba el cuerpo de Jesús se lo dijese. Jesús le dijo: “¡María!” Ella lo reconoció y le dijo en hebreo “Raboní”, es decir “¡Maestro!” (Jn. 20, 16) Luego Jesús le manda: «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulo que había visto al Señor, y las cosas que le dijo» (Jn. 20, 17-18).
Al caer la tarde de ese domingo, dos de los discípulos marchaban a su aldea, llamada Emaús. Volvían desesperanzados por los acontecimientos de aquellos días y el triste final de la muerte de Jesús. Jesús se apareció a ellos mientras caminaban, aunque no le reconocieron. Al caminar, Jesús les interrogó por la causa de su tristeza, y ellos al contárselo descubrieron también que su fe en Jesús era insuficiente, pues esperaban un Mesías rey que les librase del yugo de los romanos. Jesús aprovechó sus palabras para explicarles el sentido de las Escrituras, y que convenía que sucediese de aquella manera como lo habían anunciado los profetas. Además se lo explicó de tal modo, que después comentaron que les ardía el corazón mientras les explicaba las Escrituras. Al llegar a la aldea le invitaron a cenar, y recién al partir el pan le reconocieron. Entonces desapareció de su presencia. Ellos volvieron a Jerusalén a contar lo sucedido (Lc. 24, 13-35). Los demás les dijeron también: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!» (Lc. 24, 34). El encuentro en el camino de Emaús es un hecho que hace visible, de forma particularmente evidente, cómo se ha madurado en la conciencia de los discípulos la persuasión de la resurrección precisamente mediante el contacto con Cristo resucitado. Aquellos dos discípulos de Jesús, que al inicio del camino estaban “tristes y abatidos” con el recuerdo de todo lo que había sucedido al Maestro el día de la crucifixión, y no escondían su desilusión al ver derrumbarse la esperanza puesta en Él como Mesías liberador (Esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel), experimentan después una transformación total, cuando se les hace
claro que el
desconocido con el que han
hablado es, precisamente, el mismo Cristo de antes, y se dan cuenta de que El,
por tanto, ha resucitado. De toda la narración se deduce que la certeza de la
resurrección de Jesús había hecho de ellos casi hombres nuevos. No sólo habían
readquirido la fe en Cristo, sino que estaban preparados para dar testimonio de
la verdad sobre su resurrección.
La fe prepascual de los
seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la
muerte en cruz de su Maestro. El mismo había anunciado esta prueba,
especialmente con las palabras dirigidas a Simón Pedro cuando ya estaba a las puertas
de los sucesos trágicos de Jerusalén; “¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha
solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu
fe no desfallezca” (Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión
y muerte de Cristo fue tan grande que los discípulos (al menos algunos de
ellos) inicialmente no creyeron en la noticia de la resurrección.
Al atardecer de ese primer
día pascual estando reunidos los diez -pues faltaba Tomás- se apareció Jesús
ante ellos en el Cenáculo, sin abrirse las puertas, y les dijo: «La
paz sea con vosotros» (Jn 20, 19) Quedaron sobrecogidos y llenos de
miedo, creían ver un espíritu. Entonces Jesús mismo debió vencer sus dudas y
temores y convencerles de que era El y les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis
en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved.
Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Y puesto
que ellos no acababan de creerlo y estaban asombrados Jesús les dijo que le dieran
algo de comer y lo comió delante de ellos: ¿Tenéis algo que comer? Y
ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de todos (Lc.
24, 36-43) Marcos precisa que les «reprendió por su incredulidad y dureza de
corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre
los muertos» (Mc. 16, 14) Jesús realiza, entonces, la definitiva
entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo
para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia, diciéndoles: “Como
el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Jn 20, 21); después
sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonarais los pecados les serán perdonados. A quienes los retuvierais, les
serán retenidos» (Jn. 20, 22-23). Tomás que no se encontraba con los
demás Apóstoles, a su vuelta, cuando los demás discípulos le dijeron: “Hemos
visto al Señor”, manifestó maravilla e incredulidad, y contestó: “Si no
veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos
y no meto mi mano en su costado no creeré” (Jn20, 24-25).
Por el libro de los Hechos
de los Apóstoles sabemos que luego de ese primer día pascual y durante los
cuarenta que estuvo Jesús en la tierra después de resucitar, se manifestó
varias veces a los suyos «dándoles muchas pruebas de que vivía,
apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, y hablándoles del Reino de
Dios» (Hch. 1, 3).
El domingo siguiente al de
resurrección Jesús se apareció de nuevo en el Cenáculo a los Apóstoles. En esta
ocasión estaba Tomás “el incrédulo” con los otros y Jesús le dijo: “Acerca
aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo sino creyente”. Y cuando Tomás profesó su fe con las palabras
“¡Señor
mío y Dios mío!”, Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído. Dichosos los
que no han visto y han creído” (Jn 20, 24-29).
Tiempo después “estando
juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea;
los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo” Voy a
pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros”. Salieron y subieron a
la barca. Pero esa noche no pescaron nada”. Estamos ante una situación similar
a la de aquella primera pesca milagrosa luego de la cual Jesús los convocara a
seguirlo. Es conmovedor ver como los discípulos después de la crucifixión -de
la que ellos, salvo Juan, habían huido-, vuelven otra vez a lo que sabían hacer
antes de conocer a Jesús, la pesca. “Al amanecer Jesús se apareció en la orilla,
aunque los discípulos no sabían que era El y les dijo: Muchachos, tenéis algo
de comer. Ellos respondieron: No. Entonces él les dijo: Echad la red hacia la
parte derecha y encontraréis. Los discípulos obedecieron, la echaron y no
podían sacarla por la gran cantidad de peces. El discípulo a quien el Señor
amaba, dijo entonces a Pedro: Es el Señor” (Jn. 21, 5-7) Al igual que
había sucedido en aquella pesca Jesús, sin que ellos todavía lo reconocieran,
les dice que vuelvan a tirar la red y ésta, lo mismo que la vez anterior, se
llena de peces. Ante esta pesca milagrosa Juan reconoce a Jesús y lo alerta a
Pedro, que se tira al agua en su busca. Ya en la orilla se reúnen todos con
Jesús sabiendo que era Él pero sin atrever a preguntárselo y Jesús les dice: “Venid
a comer” y les ofrece pez y pan puestos en las brasas. Jesús va
repartiendo el pan, como un recuerdo del pan de cada día prometido.
Entonces, Jesús interroga a
Pedro, por tres veces, Me amas? (Jn 21, 15) como si quisiera darle una repetida
posibilidad de reparar su triple negación. Ante la triple respuesta afirmativa,
Jesús le dice sucesivamente: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas».
es decir lo nombra pastor. Recordemos que en la primera pesca milagrosa, la del
llamado a seguirlo, Jesús le dice a Pedro que será “pescador de hombres”,
ahora le nombra “pastor”. Cristo nunca habla de sí mismo como pescador, en
cambio muy frecuentemente se muestra como “el buen pastor”, el que cuida las
ovejas, busca buenos pastos, defiende el rebaño de los lobos, no es un asalariado
que huye ante el peligro, llama a cada oveja por su nombre, va delante de
ellas; las ovejas conocen su voz pues es el pastor único que forma un sólo
rebaño. Pedro será Pastor del rebaño de Cristo.
Luego de esta breve y
compilada reseña resulta muy interesante fijar algunas líneas características
de cada una de estas apariciones y de su conjunto:
1. Podemos observar ante todo que, después de la resurrección, Jesús se
presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho
espiritual y partícipe de la gloria, pero sin ninguna característica
triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a
amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida
terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios asumiendo la actitud de
vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su “superioridad”, y todavía menos
ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de
ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya
aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo había entregado a los sumos sacerdotes
para que fuese crucificado (Jn 19, 16), o a Caifás, que se habla rasgado las
vestiduras por la afirmación de su divinidad (. Mt 26, 63-66).
A los
privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física:
aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel
costado que hablan visto traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas
veces. Sólo en el encuentro con Pablo –que no hemos comentado- en las cercanías
de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al ardiente
perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo (Hch 9, 3-8): pero es una
manifestación del poder de Aquel que, ya subido al cielo, impresiona a un
hombre al que quiere hacer un “instrumento de elección” ( 9, 15), un misionero
del Evangelio.
2. El “sepulcro vacío” con la piedra corrida fue el primer signo de la
victoria sobre la muerte. Si el sepulcro cerrado por una pesada losa
testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer
anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.
Es de destacar también otro hecho significativo: Jesucristo se aparece
en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos y
ni siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los habla elegido como
portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por primera vez
confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de
esta verdad en una sociedad donde ni las mujeres, ni los niños, eran
considerados testigos válidos, es decir que Jesús pone de testigos oficiales a
quienes la sociedad no permitía atestiguar nada. Es conveniente para entender
el alcance de los gestos de Jesús conocer la situación social y religiosa de la
mujer en su tiempo, por lo que voy a dedicarle un breve párrafo aparte.
Entre los grupos
marginados de la sociedad estaban las mujeres y los niños como seres
absolutamente desvalorizados, económicamente sin valor y además sin contar para
nada ni religiosa ni civilmente. La mujer a causa de su ciclo menstrual era
considerada “impura” y necesitaba del rito de purificación mensual para ella y
todo lo que tocaba, incluso la cama en que dormía. El casamiento era
considerado como una venta y el marido tomaba a la esposa como una propiedad.
Las casadas debían usar un velo tapándole la cara en la calle y su adulterio
era castigado con la lapidación. El hombre podía repudiar a la esposa por los
motivos más insignificantes .Al igual que en todo el mundo antiguo la valoración
de la mujer era casi exclusivamente por la maternidad. No recibían instrucción,
no podían aprender la Tora, ni pronunciar la bendición en la comida familiar y sólo
podían entrar en el templo al atrio de los gentiles y al de las mujeres. Había
en las sinagogas un enrejado que separaba el lugar destinado a las mujeres. No
heredaban si había hijos varones. Tal era su situación que el Rabí Yehudá
recomendaba la siguiente oración para ser recitada a diario por los varones:
“Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano ni me has hecho mujer, ni
ignorante”.
Sólo partiendo
de este trasfondo de la época podemos apreciar plenamente la postura de Jesús
ante la mujer. Jesús no se contenta con colocar a la mujer en un rango más
elevado que aquél en que había sido colocada por la costumbre; la coloca ante
Dios en igualdad con el hombre.
En sus apariciones vemos ante todo una dificultad inicial en reconocer
a Cristo por parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede
apreciar en el caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de
Emaús (Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante El. Se le ama,
se le busca, pero, en el momento en que se le encuentra, se experimenta alguna
vacilación. Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe,
tanto a María Magdalena (Jn 20,16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 25
ss.) y, análogamente, a otros discípulos (Lc 24, 45 ss.). Signo de la pedagogía
paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al
llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.
Resulta
atrayente el proceso que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos
experimentan una cierta dificultad en reconocer, no sólo la verdad de la
resurrección sino también la identidad de Aquél que está ante ellos y aparece
como el mismo, pero al mismo tiempo como otro: un Cristo “transformado”. No es
nada fácil para ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es
Jesús, pero al mismo tiempo sienten que El ya no se encuentra en la condición
anterior y, ante El, están llenos de reverencia y temor. Cuando luego se dan
cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de El mismo
transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de
descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de
fe: ¿No
estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el
camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc 24, 32). “Señor
mío y Dios mío” (Jn 20, 28). “He visto al Señor” (Jn 20, 18). Entonces
una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la
cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio del dolor y de la muerte que
se concluye en la gloria de la nueva vida. Este será uno de los elementos
principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han llevado desde el
principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.
Así como dimos comienzo a
esta charla instando a vivir el gozo, la alegría, que encierra este tiempo
pascual, la hemos de terminar con un texto del papa Francisco que nos dice:
No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia delante! ¿Por qué no entrar en ese río de alegría? Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas de la vida, a veces muy dura. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amados, más allá de todo.
ORACION
Señor, he oído que ofreces la misma bienvenida al pecador que al santo. Que caminas con el que está enojado igual que con quien está contento, y abrazas al grosero y envidioso como al servicial.
Que incluso ofreces el mismo amor al último que te encontró que al primero que te siguió y tienes la misma paciencia con quien está seguro en su fe como con quien tiene dudas.
Si eres así, Señor, por favor quédate conmigo en este momento, porque necesito hablar con alguien que me comprenda y me quiera a pesar de mis dudas, de mis faltas y de mis pecados. Yo pongo ante ti estas dudas… y estas faltas mías y te pido me des tu amor y esa tu paz que yo tanto necesito…Amén
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