Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

miércoles, 29 de abril de 2015

LA CINCUENTENA PASCUAL He resucitado y estoy de nuevo contigo, Aleluya



Señor resucitado

Tú vives, la muerte ha sido vencida.

Tú vives, la vida es más grande que la muerte.

Tú vives, primicia de todos los vivos.

Tú vives, y nos enseñas el camino de la vida.

Señor resucitado,

Sé nuestra fuerza en la tribulación.

Danos la alegría de vivir.

Pon esperanza y calor en nuestros corazones.

Pon claridad en nuestros ojos de creyentes.


Ilumínanos con tu Espíritu para llegar a la santidad.

Enséñanos a caminar como hermanos a tu encuentro

para que tu Paz sea vida en el mundo entero.


Catequesis del viernes 10 de Abril



Pascua es la más antigua y la más grande de las fiestas cristianas, más importante incluso que Navidad. Su celebración en la Vigilia Pascual constituye el corazón del año litúrgico, ya que con la resurrección de Jesús es cuando adquiere sentido toda nuestra religión. Somos cristianos porque Cristo resucitó.
Dicha celebración, precedida por los cuarenta días de Cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de cincuenta días que llamamos tiempo Pascual. Esta es la gran época de gozo, culminando en la fiesta de Pentecostés que completa nuestras celebraciones pascuales, lo mismo que la primera fiesta de Pentecostés fue la culminación y plenitud de la obra redentora de Cristo. La relación de Pentecostés con Pascua es evidente en la liturgia cristiana. En la Pascua se conmemora la liberación salvadora de Jesús; Pentecostés es la comunicación de este hecho a todo el universo y a la humanidad entera a través de los creyentes reunidos en la nueva Iglesia.
La Iglesia en cada una de las Misas celebra el Misterio pascual del Señor: su Pasión y su Resurrección; todas las celebraciones de la Eucaristía actualizan, entre nosotros, la salvación realizada por el Misterio pascual. Pero existe una época, dentro del año litúrgico, en que la Iglesia despliega ante nuestros ojos la riqueza doctrinal y de vida de este Misterio, a fin de proponerlo como fuente de vida nueva para todo el pueblo de Dios. Es el tiempo Pascual, también llamado “cincuentena pascual”.
Son días que se celebran con alegría y gozo, como si se tratara de un único día de fiesta. El Calendario Romano General, en su sección sobre el tiempo Pascual, proporciona una clave para la comprensión de esta época: “Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único día festivo; más aun, como un "gran domingo". Estos son los días en los que principalmente se canta el Aleluya” (n. 22). Deben ser considerados como una  prolongación de la Pascua, y esto es más notable en los primeros ocho días. Los ocho primeros días de la cincuentena forman la octava de Pascua, que se celebra como solemnidad del Señor .Esta semana (llamada en el rito romano "Semana in Albis"), surgió en el siglo IV por el deseo de asegurar a los neófitos (es decir, a los bautizados en la Vigilia Pascual) una catequesis acerca de los divinos misterios que habían experimentado. Los neófitos llevaban durante toda esa semana las albas o vestiduras blancas que habían recibido como señal de pureza la noche de Pascua, después de su bautismo, de las que se despojaban el sábado anterior al Domingo que cerraba la octava conocido por ello como domingo in Albis.
Entre los judíos cincuenta días después de la fiesta del Pesaj (pascua judía), se celebraba la fiesta de las Cosechas o de las Primicias que los campos habían producido (Ex 23,16), la que en razón del número «cincuenta» se denominó Pentecostés, y a la que se le añadiría, más tarde, la conmemoración de la Alianza de Dios con su pueblo en el Sinaí y el don de la Ley por medio de Moisés. En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2 1.4). A partir de este acontecimiento, Pentecostés se convierte también en fiesta cristiana de primera categoría, cincuenta días después del domingo de Resurrección..
Seguro que la primera pregunta que aflora. es ¿el por qué 50 días? Influye sin duda en esto la mística de los números: el cincuenta es consumación, conclusión y sello.  Es el resultado de 7 x 7 más 1. En la simbología de la Biblia 7 es el número de la perfección, plenitud, lo completo, y 1 representa a Dios y en todos los casos el ámbito divino. Podemos inferir entonces que 50 es la más elevada relación con Dios Son esos 50 días que estamos celebrando para llegar a la efusión del Espíritu Santo, en Pentecostés.
El tiempo Pascual es un tiempo fuerte como lo fue el de Cuaresma, pero fíjense que la Cuaresma dura 40 días y el tiempo Pascual 50, este pequeño detalle nos está mostrando que la Pascua es más importante que la Cuaresma. Vivimos la Cuaresma para celebrar la Pascua, por tanto la Cuaresma es importante en cuanto nos dirige a la Pascua que  es nuestra meta.
En la Cuaresma tenemos signos que nos ayudan a darnos cuenta que estamos en un tiempo fuerte, como son el ayuno, la penitencia, el color de los ornamentos que es el morado o el violeta, la eliminación del aleluya, etc.. La cincuentena pascual también los tiene y uno de ellos es, como ya vimos, el “aleluya”, que la liturgia pone incesantemente en nuestros labios a lo largo de este tiempo. Aleluya significa “Alabad a Yahvé”, alabad al Señor. Ante el misterio de la resurrección que es un misterio que al hombre lo supera, ya que Jesús muere y vuelve a nuestra vida de una manera diferente, no para volver a morir, sino con una vida nueva, una presencia nueva que para nosotros es inexplicable, entonces, ante este misterio, al hombre no le queda más que alabar al Señor, por eso repetimos incesantemente el aleluya en estos 50 días. Es un signo de la presencia de Cristo, decimos “aleluya” porque creemos que el Señor ha resucitado y está presente de una manera nueva, no como antes, pero está presente, es una realidad de fe.
Otro signo es el cirio pascual, que se enciende por primera vez en la Vigilia Pascual y es luego encendido en todas las Misas de este tiempo, como también  durante los bautismos. Simboliza a Cristo con su luz, venciendo la oscuridad y la muerte. La Vigilia Pascual comienza con un fuego nuevo que se hace fuera del Templo, generalmente en el atrio, este fuego es imagen de Dios, como es la zarza ardiente de Moisés o la columna de fuego que acompañaba de noche, en el éxodo, al pueblo judío. Con este fuego, bendecido por el celebrante, se da luz al cirio pascual sobre el que, previamente, el sacerdote, con un punzón, ha grabado una cruz en cuyo extremo superior marca la letra Alfa y en el inferior la letra Omega y en los ángulos que forman los brazos de la cruz, el año en curso. La cruz es el símbolo de Cristo y de su luz perenne. Las letras griegas, que son las que dan comienzo y fin al alfabeto griego, significan que el Señor es el principio y fin de todas las cosas y que su palabra es eterna .“Yo soy el Alfa y Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que vendrá, el Todopoderoso” (Ap. 1:8). Las cifras del año actual aluden a que Dios está aquí, ahora, en el pasado y en el futuro, porque a Él pertenece el tiempo y la eternidad y a Él el poder y la gloria. Por último, el oficiante fija en la cruz cinco granos de incienso, tres en el palo vertical y dos en el horizontal que representan las cinco heridas de Jesús en la Pasión.
En la cincuentena pascual vuelve a rezarse en la Misa el Gloria y es propio de este tiempo el color blanco de los ornamentos, símbolo de la vida, la esperanza y la pureza. También regresan la música y los cantos, señal de la alegría, y las flores vuelven a adornar los altares. Por otra parte, las lecturas de este tiempo son todas del Nuevo Testamento, ya no necesitamos el Antiguo Testamento sino para confrontar que las antiguas profecías se cumplen en Cristo. Otro signo es que estamos de pie. La postura del hombre cuando Dios muere es de rodillas, postrado. La postura del hombre cuando Jesús resucita es de pie, porque con la resurrección de Cristo recobramos la dignidad de hijos, podemos estar de pie porque el Señor nos alcanzó la gracia del perdón, la gracia de volver a la casa del Padre, volvemos a tener esa dignidad filial que habíamos perdido por el pecado
Jesús resucitado es el objetivo de nuestras miradas cada uno de los días del tiempo de Pascua. Lo miramos a El, y lo admiramos profundamente, y sentimos la alegría de ser sus seguidores, y renovamos la adhesión de la fe y el convencimiento de que en Él tenemos la vida, y entendemos mejor el sentido de su camino de amor fiel hasta la muerte, y nos sentimos llamados a vivir como Él. Y este gozo de Pascua nos hace mirar la vida con otros ojos. Porque la humanidad, con Jesús, ha sido transformada y ha comenzado una nueva creación: la humanidad ha entrado en la Vida Nueva de Dios, la muerte y el pecado han sido vencidos, el camino de los hombres y mujeres en este mundo es un camino que, a pesar del dolor y del mal que continúa habiendo en medio de nosotros, lleva a una vida para siempre, a la misma vida que Jesús ya ha conseguido.
Esta vida renovada es obra del Espíritu. Para los apóstoles, la experiencia de Jesús resucitado en medio de ellos es la experiencia de recibir un Espíritu nuevo, un Espíritu que los transforma y los hace vivir lo mismo que Jesús vivía: los hace sentirse continuadores de la obra de Jesús. El mismo día de Pascua, explica el evangelio de Juan (20, 19-23), Jesús se hace presente en medio de los discípulos y les da el Espíritu, y ellos desde aquel momento se sienten enviados a continuar lo que Jesús ha hecho. Es el mismo hecho que el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) presentará como un acontecimiento radicalmente transformador que tiene lugar cincuenta días después: el día de Pentecostés.
Sin embargo, esto no significa que la acción de Jesús resucitado, la fuerza de su Espíritu, quede encerrada en los límites de la Iglesia: más allá de todo límite, más allá de toda frontera, el Espíritu de Jesús está presente en el corazón del mundo y suscita en todas partes semillas de su Reino, tanto entre los creyentes como entre los no creyentes. El domingo de Pentecostés, en el salmo responsorial, proclamamos una frase que puede expresar muy bien el mejor sentimiento que podemos tener en nuestro interior durante estos días: «Goce el Señor con sus obras». Realmente el Señor puede estar contento de su obra. El Dios que después de la creación podía decir que todo lo que había hecho era muy bueno, ahora puede volverlo a decir, y con más razón. Celebrar la Pascua es compartir esta alegría de Dios.
Cuando celebramos la resurrección de Cristo, estamos celebrando también nuestra propia liberación. Celebramos la derrota del pecado y de la muerte. A partir de la resurrección de Cristo, del Misterio Pascual, siempre que hay muerte hay resurrección. Cristo no murió y quedó muerto, el Padre lo resucitó, por eso a partir de Cristo siempre que hay muerte hay resurrección, no se pueden separar. Por eso el Misterio Pascual es uno, por eso no celebramos solamente el Viernes Santo, celebramos el Domingo de Pascua y tenemos esos 50 días, porque nuestro Dios es el Dios de la vida, no el Dios de la muerte
Y esto es así también en las pequeñas o grandes muertes que cada cristiano tiene que afrontar en su vida diaria. A veces cuando hay una pequeña muerte, cuando perdemos alguna cosa pequeña o grande, es Dios que está buscando ese lugar para manifestarse, para darse a nosotros de una manera más plena, sobre todo en nuestra época, en que todos estamos aferrados a cosas y Dios necesita espacio en nuestro corazón. Es Dios que se está abriendo camino, para que nosotros tengamos lugar para Él. Es Dios que espera nuestra entrega y ya nos resucita. Por eso en este tiempo Pascual, no es importante lo que nosotros hacemos sino lo que Cristo obra en nosotros, lo que Cristo hace en nosotros cada vez que nosotros, de alguna manera, consentimos y aceptamos morir y resucitar con Él. La genuina aceptación cristiana brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su experiencia vital y que sólo el Padre sabe lo que necesitamos y en su amor infinito -que jamás reprocha ni castiga- nos da siempre lo que es bueno para nuestra alma, aun cuando “en la boca sea amargo como la hiel”.
Todo sufrimiento es como una muerte, es morir a algo y nadie quiere morir, fuimos creados para la vida. Lo que nos hace pasar por arriba ese sufrimiento es ver que al aceptarlo, descansándolo en las manos de Dios, es una muerte para la vida, es un llamado a la plenitud de la vida, que va más allá de la existencia terrenal, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. La experiencia del hombre en el mundo no es su “realidad última” sino sólo la “condición penúltima” de su destino sobrenatural. Todos los que estamos aquí tenemos una cruz en nuestras vidas, grande, pequeña, y esa es la cruz concreta de nuestra vida. La Cruz de Cristo nos redimió pero ésta, la nuestra, también nos redime. Cuando nosotros rechazamos de plano el sufrir, nos escapamos de la mano de Dios y Él no puede resucitarnos. Por supuesto que podemos pedirle siempre al Padre lo que anhelamos, y El también siempre nos ha de escuchar aunque, tal vez, en lugar de darnos lo que le pedimos nos da otra cosa, algo mejor, que como no estamos abiertos al tiempo no somos capaces de conocer. Este es el sentido de las palabras de Pablo en la Carta a los Hebreos cuando refiriéndose a Cristo dice: “El dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Heb 5, 7).Y es escuchado porque  si bien el Padre no lo salva de la muerte, lo salva de otra manera, dándole un “plus”, la resurrección. Por eso al pedir entreguémonos -de antemano- al designio divino, tal como nos enseñó Cristo en la hora trágica y sublime del Getsemaní: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía”.
En la cincuentena pascual a partir de las lecturas que se proclaman en las Misas, tanto dominicales como feriales, la liturgia recorre en la primera semana escenas en las que aparece Jesús resucitado interactuando con los primeros testigos. Así en el domingo de Pascua y en su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús, a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra.
Recordemos que los Apóstoles y los discípulos se dispersaron y huyeron durante la crucifixión. Los once apóstoles dudaron de la divinidad de Jesús en los últimos momentos de su vida terrena porque no tenían ningún punto de referencia o de comparación para creer en ella, solamente tenían la palabra del hombre Jesús, que predicando y haciendo milagros los había invitado a creer en El como el Hijo de Dios; luego vino su muerte y con ella la desilusión total. Estaban llenos de temor y no recordaron las predicciones de Jesús sobre su muerte y su resurrección. Pero después el panorama cambia radicalmente al aparecérseles vivo, resucitado, vencedor de la muerte; y entonces sí creyeron en todo lo que El les había enseñado. Veremos ahora, en una rápida reseña estas apariciones de Jesús resucitado que narran los evangelios.
El domingo de resurrección, muy de mañana, María Magdalena y otras mujeres fueron al sepulcro a embalsamar el cuerpo de Jesús, después de haber guardado el descanso sabático. Cuando caminaban no sabían cómo podrían remover la piedra que cerraba el sepulcro, porque era muy grande. Al llegar vieron la piedra rodada a un lado, pero «al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús» (Lc. 24, 3)
Previamente a su llegada, cuenta San Mateo que «se produjo un gran temblor de tierra, pues un ángel del Señor bajó del cielo, acercándose, apartó la piedra y se sentó en ella. Su rostro era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Por el miedo a él, los guardias se desplomaron y quedaron como muertos» (Mt. 28, 2-4)) Ante el sepulcro vacío las mujeres tuvieron diversas reacciones. María Magdalena corrió a buscar a Pedro y Juan, para decirles: «Han robado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn. 20, 2) Las demás mujeres parece que permanecieron más tiempo en el sepulcro llenas de sorpresa. Entonces escucharon decir al ángel: «No está aquí, resucitó como dijo» (Mt. 28, 6) Luego les mandó que fuesen a los discípulos y se lo dijesen. Se llenaron de temor y alegría, y fueron rápidamente a cumplir este mandato. A los discípulos «les parecieron estas palabras como delirio y no las creyeron» (Lc. 24, 11)
Pedro y Juan, al ser avisados, corrieron al sepulcro y lo vieron vacío; el sudario y la sábana estaban plegados. San Juan evangelista llegó primero «vio y creyó» (Jn. 20, 8) Pedro llegó después vio y solamente se maravilló.(Lc 24,12)
María Magdalena llegó al sepulcro por segunda vez, cuando ya se habían marchado Pedro y Juan. Estaba fuera del sepulcro y lloraba. Entonces se le aparecieron dos ángeles que intentaron consolarla, pero seguía llorando. Después tras ella se apareció el mismo Jesús resucitado. María le confundió con el jardinero y le dijo que si sabía dónde estaba el cuerpo de Jesús se lo dijese. Jesús le dijo: “¡María!” Ella lo reconoció y le dijo en hebreo “Raboní”, es decir “¡Maestro!” (Jn. 20, 16) Luego Jesús le manda: «Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. María Magdalena fue a anunciar a los discípulos, he visto al Señor, y las cosas que le dijo» (Jn. 20, 17-18)
Al caer la tarde del domingo en que resucitó Jesús, dos de los discípulos se marchaban a su aldea, llamada Emaús. Volvían desesperanzados por los acontecimientos de aquellos días y el triste final de la muerte de Jesús. Jesús se apareció a ellos mientras caminaban, aunque no le reconocieron. Al caminar, Jesús les interrogó por la causa de su tristeza, y ellos al contárselo descubrieron también que su fe en Jesús era insuficiente, pues esperaban un Mesías rey que les librase del yugo de los romanos. Jesús aprovechó sus palabras para explicarles el sentido de las Escrituras, y que convenía que sucediese de aquella manera como lo habían anunciado los profetas. Además se lo explicó de tal modo, que después comentaron que les ardía el corazón mientras les explicaba las Escrituras. Al llegar a la aldea, le invitaron a cenar, y al partir el pan le reconocieron. Entonces desapareció de su presencia. Ellos volvieron a Jerusalén a contar lo sucedido (Lc. 24, 13-35) Los demás les dijeron también: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció  a Simón!» (Lc. 24, 34)
Estando reunidos los diez -pues faltaba Tomás- sin abrirse las puertas, se apareció Jesús ante ellos, en el Cenáculo, y les dijo: «La paz sea con vosotros» Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero El les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved. Un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de todos (Lc. 24, 36-43) San Marcos precisa que les «reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos» (Mc. 16, 14) Después Jesús sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonarais los pecados les serán perdonados. A quienes los retuvierais, les serán retenidos» (Jn. 20, 22-23)
Durante los cuarenta días que estuvo Jesús en la tierra después de resucitar, se manifestó varias veces a los suyos «dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, y hablándoles del Reino de Dios» (Hch. 1, 3) Las que cuentan los evangelios son:
El domingo siguiente al de resurrección Jesús se apareció de nuevo a los Apóstoles. En esta ocasión estaba Tomás con los otros y superó la incredulidad que había manifestado ante las manifestaciones de los diez, haciendo un acto de fe explícito en Jesús como Señor y como Dios. Ello dio pie a que Jesús enunciase la última bienaventuranza, que comprendía a todas las demás: «Bienaventurados los que sin haber visto creyeron» (Jn. 20, 29)
Tiempo después encontrándose juntos Simón Pedro, Tomás, Natanael, Santiago, Juan y otros dos discípulos, salieron a pescar. Aquella noche no pescaron nada. Al amanecer Jesús se apareció en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era El y les dijo: «Muchachos, tenéis algo de comer. Ellos respondieron: No. Entonces él les dijo: Echad la red hacia la parte derecha y encontraréis. Los discípulos obedecieron, la echaron y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. El discípulo a quien el Señor amaba, dijo entonces a Pedro: Es el Señor» (Jn. 21, 5-7)
Después de la pesca los discípulos fueron con Jesús a la orilla, allí «ven puestas brasas y un pez encima y pan» (Jn. 21, 9) Cuando comieron, Jesús hizo una triple interrogación a Pedro diciéndole: ¿Me amas? Ante la triple respuesta afirmativa, Jesús le dice sucesivamente: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn. 20, 15, 16, 17) Al constituirle como pastor de la nueva grey que será la Iglesia, confirma la promesa de que Pedro será la roca sobre la que construirá su Iglesia. Tanto San Pedro como sus sucesores serán los vicarios de Cristo en la tierra.
Veamos ahora las posibles consideraciones  que surgen frente a esta brevísima reseña. En primer lugar podemos observar que después de la resurrección, Jesús se presenta a las mujeres y a los discípulos con su cuerpo transformado, hecho espiritual y partícipe de la gloria del alma, pero sin ninguna característica triunfalista. Jesús se manifiesta con una gran sencillez. Habla de amigo a amigo, con los que se encuentra en las circunstancias ordinarias de la vida terrena. No ha querido enfrentarse a sus adversarios, asumiendo a actitud de vencedor, ni se ha preocupado por mostrarles su 'superioridad', y todavía menos ha querido fulminarlos. Ni siquiera consta que se haya presentado a alguno de ellos. Todo lo que nos dice el Evangelio nos lleva a excluir que se haya aparecido, por ejemplo, a Pilato, que lo había entregado a los sumos sacerdotes para que fuese crucificado, o a Caifás, que se había rasgado las vestiduras por la afirmación de su divinidad
A los privilegiados de sus apariciones, Jesús se deja conocer en su identidad física: aquel rostro, aquellas manos, aquellos rasgos que conocían muy bien, aquel costado que habían traspasado; aquella voz, que habían escuchado tantas veces. Sólo en el encuentro con Pablo en las cercanías de Damasco, la luz que rodea al Resucitado casi deja ciego al ardiente perseguidor de los cristianos y lo tira al suelo ( Hech 9, 3-8); pero es una manifestación del poder de Aquél que, ya subido al cielo, impresiona a un hombre al que quiere hacer un 'instrumento de su elección' (Hech 9, 15), un misionero del Evangelio.
Es de destacar también un hecho significativo: Jesucristo se aparece en primer lugar a las mujeres, sus fieles seguidoras, y no a los discípulos, y ni siquiera a los mismos Apóstoles, a pesar de que los había elegido como portadores de su Evangelio al mundo. Es a las mujeres a quienes por primera vez confía el misterio de su resurrección, haciéndolas las primeras testigos de esta verdad. Quizá quiera premiar su delicadeza, su sensibilidad a su mensaje, su fortaleza, que las había impulsado hasta el Calvario. Quizá quiere manifestar un delicado rasgo de su humanidad, que consiste en la amabilidad y en la gentileza con que se acerca y beneficia a las personas que menos cuentan en el gran mundo de su tiempo. Es lo que parece que se puede concluir de un texto de Mateo: “En esto, Jesús les salió al encuentro (a las mujeres que corrían para comunicar el mensaje a los discípulos) y les dijo: !¡Dios os guarde!!. Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: !No temáis. Id y avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán!” (28, 9-10).
También el episodio de la aparición a María de Magdala (Jn 20, 11-18) es de extraordinaria finura ya sea por parte de la mujer, que manifiesta toda su entrega al seguimiento de Jesús, ya sea por parte del Maestro, que la trata con exquisita delicadeza y benevolencia.
En estos encuentros postpascuales, vemos ante todo una dificultad inicial en reconocer a Cristo por parte de aquellos a los que El sale al encuentro, como se puede apreciar en el caso de la misma Magdalena (Jn 20, 14-16) y de los discípulos de Emaús (Lc 24, 16). No falta un cierto sentimiento de temor ante El. Se le ama, se le busca, pero, en el momento en que se le encuentra, se experimenta alguna vacilación...
Pero Jesús les lleva gradualmente al reconocimiento y a la fe, tanto a María Magdalena (Jn 20,16), como a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26 ss.), y, análogamente, a otros discípulos (Lc 24, 25 ss. y 45 ss.). Signo de la pedagogía paciente de Cristo al revelarse al hombre, al atraerlo, al convertirlo, al llevarlo al conocimiento de las riquezas de su corazón y a la salvación.
Es interesante analizar el proceso que los diversos encuentros dejan entrever: los discípulos experimentan una cierta dificultad en reconocer no sólo la verdad de la resurrección, sino también la identidad de Aquél que está ante ellos, y aparece como el mismo pero al mismo tiempo como otro: un Cristo 'transformado'. No es nada fácil para ellos hacer la inmediata identificación. Intuyen, sí, que es Jesús, pero al mismo tiempo sienten que El ya no se encuentra en la condición anterior, y ante El están llenos de reverencia y temor.
Cuando, luego, se dan cuenta, con su ayuda, de que no se trata de otro, sino de El mismo transformado, aparece repentinamente en ellos una nueva capacidad de descubrimiento, de inteligencia, de caridad y de fe. Es como un despertar de fe: '¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?' (Lc 24, 32). 'Señor mío y Dios mío' (Jn 20, 28). 'He visto al Señor' (Jn 20, 18). Entonces una luz absolutamente nueva ilumina en sus ojos incluso el acontecimiento de la cruz; y da el verdadero y pleno sentido del misterio del dolor y de la muerte, que se concluye en la gloria de la nueva vida! Este será uno de los elementos principales del mensaje de salvación que los Apóstoles han llevado desde el principio al pueblo hebreo y, poco a poco, a todas las gentes.
Hay que subrayar una última característica de las apariciones de Cristo resucitado: en ellas, especialmente en las últimas, Jesús realiza la definitiva entrega a los Apóstoles (y a la Iglesia) de la misión de evangelizar el mundo para llevarle el mensaje de su Palabra y el don de su gracia.
Recordemos la aparición a los discípulos en el Cenáculo la tarde de Pascua: 'Como el Padre me envió, también yo os envío...' (Jn 20, 21); ¡y les da el poder de perdonar los pecados!
Y en la aparición en el mar de Tiberíades, seguida de la pesca milagrosa, que simboliza y anuncia la fructuosidad de la misión, es evidente que Jesús quiere orientar sus espíritus hacia la obra que les espera (Jn 21,1-23). Lo confirma la definitiva asignación de la misión particular a Pedro (Jn 21, 15-18): “'¿Me amas?... Tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos...Apacienta mis ovejas...'.
Juan indica que “ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos” (Jn 21,14). Esta vez, ellos, no sólo se habían dado cuenta de su identidad: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7), sino que habían comprendido que, todo cuanto había sucedido y sucedía en aquellos días pascuales, les comprometía a cada uno de ellos (y de modo muy particular a Pedro) en la construcción de la nueva era de la historia, que había tenido su principio en aquella mañana de Pascua.

 Oracion Final

Señor Jesús, el seguirte implica
aceptar con valentía la cruz de cada día,
llevar pacientemente el dolor de los
defectos propios y ajenos,
luchando por ser mejores.
Ayúdame, Señor;
dame la gracia de no temer a la Cruz,
de ver en ella el camino seguro
para una felicidad que no se acaba,
y que, cuando sienta que ya no puedo,
que todo se viene encima de mío,
que te vea crucificado
y que sienta que tu voz me dice:
“Mi gracia te basta, después de la muerte hay vida, te la preparé para ti”.

Amén



No dejen, jamás, que la tristeza

los invada al punto de hacerles olvidar

la felicidad de Cristo Resucitado

Madre Teresa de Calcuta


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