Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

domingo, 23 de octubre de 2016

"En la Eucaristía, no solamente ofrecemos el sacramento pascual de Cristo, sino que entramos en él, nos incorporamos a él y nos ofrecemos juntamente con él. .."




La Eucaristía como Sacrificio





Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
(Hb. 7,27)



Oración para antes de comulgar

Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y
jamás permitas que me separe de ti.







En nuestra última charla habíamos comenzado diciendo que Eucaristía es la consagración del pan en el Cuerpo de Cristo y del vino en su Sangre y que por medio de la misma consagración se materializaban el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía. Nos explayamos entonces sobre la Eucaristía como sacramento dejando para la charla de hoy su consideración como sacrificio.

La palabra sacrificio se encuentra en todas las religiones y su etimología viene del latín sacrum-facere, que significa “hacer sagrado”; en otras palabras hacer un sacrificio es hacer una cosa sagrada para ofrecerla a Dios por amor, porque nos cuesta trabajo hacerlo. 

Desde el principio de la creación, el sacrificio es el principal acto de culto de las diferentes religiones que siempre le han rendido homenaje a Dios. El sacrificio es un ofrecimiento a Dios, donde existe una cosa sensible que se inmola o se destruye (víctima), llevado a cabo por un ministro legítimo en reconocimiento del poder de Dios sobre todo lo creado.
 
Imagen del Sitio Orar con el Corazon Abierto
 

El sacrificio expresa la necesidad fundamental y permanente de la persona humana de regresar a Dios, su principio y su fin último.

Los primeros hombres ofrecían frutos e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños para testimoniar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas. Más tarde, en la ley mosaica, Dios mismo determinó las formas del sacrificio.

Así existían:
1. Los holocaustos, que eran los sacrificios por excelencia. Como su nombre indica las víctimas ofrecidas en holocausto (ganado mayor o menor, macho) se quemaban totalmente sobre el altar, ya que no se reservaba nada de ellas para su uso como sucedía en otros sacrificios Era el reconocimiento solemne de la soberanía de Dios. 2. La oblación, que era una especie de sacrificio incruento. La materia de la oblación u ofrenda podía ser harina, frutas de sartén, espigas tostadas, aceite, incienso, pero siempre debía ir acompañada de sal (Lev 2,13) llamada “la sal de la alianza”, confirmando una alianza duradera. 3. Los sacrificios pacíficos, que se realizaban en acción de gracias o en cumplimiento de un voto. Se distinguían del holocausto en que la víctima (que en estos casos podía ser hembra) no era quemada totalmente sobre el altar, sino las partes grasas, quedando el resto para los sacerdotes y oferentes, siendo por ello considerados como sacrificios menos perfectos que los "holocaustos" que eran símbolos del total desprendimiento en beneficio de la divinidad y, finalmente, 4. Los sacrificios expiatorios, que se ofrecían en expiación de los pecados y en los que prevalecía la idea de reparación, mientras en los anteriores (holocaustos, pacíficos y oblaciones) predominaba la idea de reconocimiento de la soberanía de Dios, homenaje de entrega y de acción de gracias.

Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras, «imperfectos y pobres rudimentos» que no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz.




Cristo, cordero sin mancha, es el que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borró los pecados del mundo, reconciliándonos con el Padre. La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Jesucristo inmolado nos sustituye, cargado de todas nuestras iniquidades, haciéndose víctima por nuestros pecados. De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio cubre ya todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios.

En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables. Esta inmolación es la que, aquí y en el hoy, se hace presente en el altar cada vez que en la Santa Misa el sacerdote consagra el pan y el vino, es esencialmente el mismo sacrificio de la Cruz, sólo difiere en el modo como se ofrece: en la Cruz, de modo cruento, con derramamiento de Sangre; incruentamente en la Eucaristía.





La Consagración del pan y el vino remite directamente al Sacrificio de la Cruz, anunciado y sacramentalmente anticipado, pero aún no consumado, en la Ultíma Cena. La consagración del pan y del vino hecha en la Ultima Cena tuvo principalmente carácter de sacramento, porque lo que pretendió Cristo fue especialmente darse como alimento, pero tuvo también carácter de sacrificio. En efecto, si la Víctima no fue inmolada en ese momento, sí fue ofrecida para ser inmolada en la Cruz

“Este es mi Cuerpo, que va a ser entregado por vosotros”. “Este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que va a ser derramada por vosotros” Lc. 22, 19-20. Se ve, pues, que su Cuerpo y su Sangre tuvieron ya carácter de víctima inmolada; y por eso si la consagración es la renovación del sacrificio de la Cruz, la Ultima Cena fue su a anticipación.

En el Cenáculo Jesús habla de “alianza”. Es un término que los Apóstoles comprendían fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh había sellado la Antigua Alianza durante el éxodo de Egipto
(Ex 19-24). Ellos tenían presente en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra. No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el «libro de la alianza», lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 24, 7). Así se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros”. Esta "sangre de la antigua alianza" unía íntimamente a Dios y al hombre con un vínculo de solidaridad. Con el sacrificio eucarístico el hombre y el mundo son restituidos a Dios sellando la sangre de Cristo la "alianza nueva y eterna" de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Es la realización de la "nueva alianza " que había predicho Jeremías (Jr 31, 31-34): un pacto en el espíritu y en el corazón que la carta a los Hebreos exalta precisamente partiendo del oráculo del profeta, refiriéndolo al sacrificio único y definitivo de Cristo (Hb 10, 14-17).

Desde la celebración de la Última Cena y bajo la guía y la virtud del Espíritu Santo, la Iglesia no cesa de cumplir el mandato de reiteración que Jesucristo dio a sus discípulos: “Haced esto en memoria mía”. A través de la celebración eucarística, la Iglesia hace presente aquel momento con los gestos y palabras que Jesús realizó y pronunció. En aquella cena Cristo instituyó el sacrificio y convite pascual, por medio del cual el sacrificio de la cruz se hace presente en el altar cuando el sacerdote, que es figura de Cristo Señor, pronuncia “in persona Christi” las palabras de Jesús. En ese momento, aquellas mismas palabras que Jesús pronunció, de alguna manera “vuelven a resonar”, por la figuración sacramental que el sacerdote tiene de Cristo. La Instrucción General del Misal Romano señala:

“Cristo, pues, tomó el pan y el cáliz, dio gracias, partió el pan, y los dio a sus discípulos, diciendo: Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre. Haced esto en conmemoración mía. Por eso, la Iglesia ha ordenado toda la celebración de la Liturgia Eucarística con partes que responden a las palabras y a las acciones de Cristo” (IGMR, 72).

Por el orden sacerdotal, es el mismo Cristo, Sacerdote único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas de infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, el acontecimiento único del misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi sangre». Los cristianos en la Eucaristía, lo mismo exactamente que los apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al sacrificio de la Cruz... ¡Mysterium fidei!
(J. Mª Iraburu, “Síntesis de Eucaristía”).

Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia solemnemente proclamada por Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios
(1968, n. 24): «Nosotros creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».

Podemos preguntarnos, ¿cómo es posible que se realice esto? El teólogo J. A. Sayés lo explica así: “El sacrificio de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el momento de la consumación, porque la eternidad es una característica de la esfera celeste...
(es decir, el Misterio Pascual de Cristo, por la resurrección entra en la eternidad, que es como un “eterno presente”). Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede hacerse presente entre nosotros en la medida en que esa misma víctima y esa misma acción sacerdotal se hagan presentes en la Eucaristía... En realidad, el sacerdote no pone otra acción, sino que participa de la eterna acción sacerdotal de Cristo en el cielo... Nada se repite, nada se multiplica; sólo se participa repetidamente bajo forma sacramental del único sacrificio de Cristo en la cruz, que perdura eternamente en el cielo. No se repite el sacrificio de Cristo, sino las múltiples participaciones de él” (Sayés, El misterio eucarístico, pg. 321-323)


Mural de la Ultima Cena



En conclusión: la Última Cena, el sacrificio del Calvario y la Eucaristía están estrechamente relacionados: la Última Cena fue la anticipación sacramental del sacrificio del Calvario; la Eucaristía que entonces instituyó Jesucristo lo perpetúa
(hace presente) a lo largo de los tiempos. De este modo la Eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre vivo. En cada santa Misa, Jesucristo renueva su Pasión, muerte y resurrección, y vuelve a ofrecerse al Padre sobre el altar en la cruz por la redención de todo el género humano. De modo incruento, pero real. ¡Por eso cada Misa tiene un valor redentor infinito, que sólo con la fe podemos apreciar!

En la estructura de la Misa la Plegaria Eucarística es verdaderamente el “culmen” de la celebración. No constituye la esencia de la Misa ni la parte didáctica o de la palabra, ni la sola comunión, la esencia de la Misa como sacrificio es la doble consagración, que es el corazón mismo de la Plegaria Eucarística: no sólo se hace presente Cristo, en su cuerpo y sangre, alma y divinidad, bajo las formas del pan y del vino, sino que también la acción salvadora de Cristo, su pasión, muerte y resurrección se realiza nuevamente. ¡Ésta es una verdad de enorme trascendencia!

Esta acción de Cristo que nos trajo la redención del pecado y de la muerte eterna, ofrecida una vez y por todos en el Calvario se realiza de nuevo, para nosotros aquí y ahora, en este tiempo y lugar, y es ofrecida al Padre por Cristo tal como lo fue en el momento de su pasión, muerte y resurrección, pero ahora por medio del sacerdote que, en virtud del poder específico de la sagrada ordenación, actúa en la persona de Cristo. Asimismo, es ofrecida interiormente por todos nosotros, en ejercicio del sacerdocio común que nos ha sido conferido por el bautismo.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, también nosotros ofrecemos a Dios Padre a su Hijo muerto y resucitado. Su “Cuerpo entregado por nosotros” y su “Sangre por nosotros derramada”. Nosotros tomamos tan en serio esta entrega de Cristo, que la hacemos propia y la ofrecemos a Dios Padre. Aún más, “la Iglesia pretende que todos ofrezcan no solo la víctima inmaculada sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos”. Ofrecer y ofrecerse


En la Eucaristía, no solamente ofrecemos el sacramento pascual de Cristo, sino que entramos en él, nos incorporamos a él y nos ofrecemos juntamente con él. Nos ofrecemos en nuestra vida: con nuestras alegrías y nuestros disgustos, con nuestros esfuerzos y renuncias, y con las elecciones que hemos tenido que hacer para seguir siendo dignos de nuestra condición de cristianos, de seguidores de Cristo. Ofrecemos lo que sufre la Iglesia. Lo que sufre la humanidad. Lo que nos toca sufrir a cada uno. Claro está que esto no añade nada al sacrificio de Cristo, pero sí se añade “entrar” en el sacrificio de Cristo. Y así nos hacemos víctimas vivas nosotros mismos, de alguna manera. Y lo ofrecemos públicamente junto con Cristo.





En este marco evangélico se pone de relieve, de modo particular, la verdad sobre el carácter creador del sufrimiento. El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre, en cuanto el hombre al unir sus inmolaciones personales a las de Cristo, ellas son elevadas a ser inmolaciones eucarísticas de Jesucristo, quien, como Cabeza, asume y hace propias las inmolaciones de sus miembros.

De ahí la grandiosa visión por la cual Pío XII ve, en el sacrificio del altar, el sacrificio general por el cual todo el Cuerpo Místico de Cristo se ofrece a Dios a través de Cristo; de donde resulta que debemos “inmolarnos todos al Padre eterno con nuestra Cabeza que ha sufrido por nosotros”.



SAN PIO DE PIETRELCINA

Capuchino






Breve semblanza

El Padre Pío, nacido Francisco Forgione, fraile y sacerdote católico italiano, de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, es uno de los más grande místicos de nuestro tiempo. Nos enseñó el amor radical al corazón de Jesús y a su Iglesia. Su vida era oración, sacrificio, pobreza. Fue famoso por sus dones milagrosos y por los estigmas que exhibía en sus manos.

Nació en el seno de una sencilla, humilde y religiosa familia de agricultores en una pequeña aldea del sur de Italia, llamada Pietrelcina. A la edad de 15 años hizo su ingreso en el Noviciado de los frailes Menores Capuchinos. Celebró su primera misa el 10 de Agosto de 1910. Ocho años más tarde, el 20 de Septiembre de 1918, aparecieron visiblemente las llagas de Nuestro Señor en sus manos, pies y costado izquierdo del pecho, haciendo del P. Pío el primer sacerdote estigmatizado en la historia de la Iglesia. Previamente el 5 de agosto de ese mismo año había experimentado, como sucediera con Santa Teresa de Jesús, la transverberación del corazón, fenómeno en el cual la persona que logra una unión íntima con Dios, siente traspasado el corazón por un doloroso fuego sobrenatural producto de una herida que se le inflige al corazón.

Fue heroico en su apostolado sacerdotal que duró 58 años. Grandes multitudes, de todas las nacionalidades, pasaron por su confesionario. Las conversiones fueron innumerables. Diariamente recibía centenares de cartas de fieles, que pedían su consejo iluminado y su dirección espiritual, la cual ha siempre significado un retorno a la serenidad, a la paz espiritual y al coloquio con Dios
foto del Blog Catolico Javier

El Padre Pío pasaba hasta 16 horas diarias en el confesionario. Algunos debían esperar dos semanas para lograr confesarse con él, porque el Señor les hacía ver por medio de este sencillo sacerdote la verdad del evangelio. Su vida se centraba en torno a la Eucaristía. Sus misas conmovían a los fieles por su profunda devoción.

Era un gran amante de la Santísima Virgen bajo la devoción de Nuestra Señora de la Gracias.

Toda su vida no ha sido otra cosa que una continua oración y penitencia, lo cual no impedía que sembrase a su alrededor felicidad y gran alegría entre aquellos que escuchaban sus palabras, que eran llenas de sabiduría o de un extraordinario sentido del humor. A través de las cartas a su Director Espiritual, se le descubren insospechables y tremendos sufrimientos espirituales y físicos, seguidos de una dicha inefable derivada de su íntima y continua unión con Dios.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la Casa del Alivio del Sufrimiento inaugurada en 1956. Brilló en él la luz de la fortaleza pese a que su salud, desde joven, no fue buena. Comprendió bien pronto que su camino era el de la cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. Acepto en silencio y con humildad las numerosas investigaciones e intervenciones de las autoridades a las que fuera sometido y calló siempre ante las calumnias.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran sumamente difíciles. Se consideraba sinceramente indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos. Llegaban a verle multitud de peregrinos de todo el mundo y además recibía numerosas cartas pidiendo oración y consejo. En medio de tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

El Papa Juan Pablo II, en 1947, cuando era un sacerdote recién ordenado fue a visitar al Padre Pío y quedó profundamente impresionado por su santidad. Ya siendo Papa visitó su tumba
Foto del sitio El Camino hacia Dios


Dones extraordinarios:

*Discernimiento extraordinario: la capacidad de leer los corazones y las conciencias.

*Profecía: Pudo anunciar eventos del futuro.

*Curación: curas milagrosas por el poder de la oración.

*Bilocación: estar en dos lugares al mismo tiempo.

*Perfume: la sangre de sus estigmas tenía fragancia de flores.

*Estigmas: Recibió los estigmas el 20 de septiembre, 1918 y los llevó hasta su muerte 50 años después
(23 de septiembre, 1968). Los médicos que observaron los estigmas del Padre Pío no pudieron hacer cicatrizar sus llagas ni dar explicación de ellas. Calcularon que perdía una copa de sangre diaria, pero sus llagas nunca se infectaron. El Padre Pío decía que eran un regalo de Dios y una oportunidad para luchar por ser más y más como Jesucristo Crucificado.

Su muerte. El Señor lo llamó a recibir el premio celestial el 23 de Septiembre de 1968. Tenía 81 años. Durante 4 días su cuerpo fue expuesto ante millares de personas que formaban una enorme columna que no conoció interrupción hasta el momento del funeral, al cual asistieron más de cien mil personas.

Los preliminares de su Causa se iniciaron en Noviembre de 1969.


Fue declarado venerable el 18 de Diciembre de 1997.

Beatificado el 2 de mayo de 1999. Tan grande fue la multitud en la misa de beatificación que desbordaron la Plaza de San Pedro y toda la Avenida de la Conciliación hasta el río Tiber sin ser estos lugares suficientes. Millones además lo contemplaron por la televisión en el mundo entero.

Canonizado el 16 de junio de 2002.

Su beatificación y su canonización fueron las de mayor asistencia en la historia. La plaza de San Pedro y sus alrededores no pudieron contener las multitudes.

El Padre Pío sigue siendo un poderoso intercesor y sus milagros se siguen multiplicando. Millones visitan su tumba en la Cripta del Santuario de Ntra. Sra. de las Gracias en San Giovani Rotondo.


Homenaje al Padre Pio 





Oración del Padre Pío para después de la Comunión





Quédate conmigo, Señor
(Lc. 24, 29)



Quédate conmigo, Señor, porque necesito verte presente para no olvidarte, pues ya sabes con cuanta frecuencia te abandono.

Quédate conmigo, Señor, porque soy muy débil y necesito de tu aliento y de tu fortaleza para no caer tantas veces.

Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi vida y sin Tí se enfría mi fervor.

Quédate conmigo, Señor, porque Tú eres mi luz y sin Tí estoy en tinieblas.

Quédate conmigo, Señor, para enseñarme tu santa voluntad.

Quédate conmigo, Señor, para que pueda escuchar Tu voz y seguirte.

Quédate conmigo, Señor, porque deseo amarte mucho y vivir siempre en tu santa compañía.

Quédate conmigo, Señor, y haz de mi corazón una celda de amor, de la cual nunca te alejes.

Quédate conmigo, Señor, si quieres que Te sea siempre fiel.

Quédate conmigo, Señor, porque aunque mi alma es muy pobre quiero que sea para Tí un lugar de consuelo, un huerto cerrado, un nido de amor.

Quédate conmigo, Señor, porque se hace tarde y declinan las sombras, es decir, la vida pasa, se acerca la eternidad y la rendición de cuentas; y es preciso que aproveche mis días, que redoble mis esfuerzos, que no me detenga en el camino, y por eso Te necesito.

Se hace tarde y se viene la noche, me amenazan las tinieblas, las oscuridades, las tentaciones, las sequedades, las penas y las cruces, y Tú me eres necesario, Jesús, para alentarme en esta noche del destierro.

¡Cuánta necesidad tengo de Ti!

Quédate conmigo, Señor, en esta noche de la vida y de los peligros, deseo ver tu claridad; manifiéstate a mí, y haz que te conozca, como tus discípulos, al partir el pan; es decir, que mi unión Eucarística contigo sea luz que aclare mis tinieblas, sea la fuerza que me sostenga y la dicha que embriague mi corazón.

Quédate conmigo, Señor, porque cuando llegue la muerte quiero estar junto a Tí, por la Gracia y por un abrazado amor, y si me es posible por medio de la santa Comunión.

Quédate conmigo, Señor, y si no merezco sentir tu adorable Presencia y tus regalos espirituales, te pido que residas en mí por medio de tu Gracia.

Quédate conmigo, Señor, pues a Tí solo te busco, y deseo tu amor, la intimidad de tu Corazón, tu espíritu y tu Gracia. Te buco por Tí mismo, porque te amo; y no te pido más recompensa que amarte, amarte cada vez más, únicamente a Tí, mientras dure mi vida aquí en la tierra; para seguir amándote con perfección por toda la eternidad. ¡Amén!


 

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