Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

sábado, 28 de mayo de 2016

¡Oh Espíritu Santo!, humildemente te suplico que enriquezcas mi alma con la abundacia de tus dones. Haz que yo sepa, con el Don de la Sabiduría, apreciar en tal grado las cosas divinas, que con gozo y facilidad sepa frecuentemente prescindir de las terrenas.






FINALIZACIÓN DEL TIEMPO PASCUAL La Ascensión y Pentecostés



¡Dejanos la puerta abierta Señor!
Y, después de entrar Tú en el reino de los cielos, comprender esperando que, un día también nosotros, tendremos un lugar en algún rincón eterno. Y, al contemplar la grandeza de Dios, festejar, en la gloria de ese inmenso cielo, que ha merecido la pena ser de los tuyos, permanecer firmes en tus caminos, guardar tu nombre y tu memoria, meditar tu Palabra y tu mensaje, soñar con ese mundo tan diferente al nuestro.

¡DÉJANOS LA PUERTA ABIERTA, SEÑOR!

Que no la cierre el viento del camino fácil. Que no la empuje nuestra falta de fe. Que no la obstruya el afán de poseer aquí.

¡DÉJANOS LA PUERTA ABIERTA, SEÑOR!

Para vivir y morar contigo. Para amar y vivir junto a Dios. Para sentir el soplo eterno del Espíritu. Para gozar en el regazo de María Virgen.

¡NO NOS CIERRES LA PUERTA DEL CIELO, SEÑOR!

P. Javier Leoz 






A lo largo de las últimas reuniones hemos venido desarrollando el tema de los evangelios de los domingos pascuales. Hemos visto en los primeros domingos como el Señor se había manifestado a los discípulos dándoles numerosas pruebas de que vivía. A partir del V y VI domingo nos adentramos en trozos del discurso pronunciado por Jesús la noche del Jueves Santo. Era un discurso de despedida de sus discípulos dejándoles como herencia una síntesis de todo lo que había enseñado y realizado a fin de que siguieran el mismo camino, anunciándoles que Él se iba al Padre pero que no los dejaría huérfanos sino que después de irse les enviaría un asistente especial, el Espíritu de la Verdad. Y así llegamos al VII domingo del tiempo pascual (el anterior al último domingo) al que la Iglesia trasladara la solemnidad de la Ascensión del Señor.





Los relatos bíblicos nos hablan que Jesús estuvo con sus discípulos 40 días después de su resurrección, y ese día subió al Cielo. El día 40 del tiempo pascual es el jueves de su sexta semana, pero por razones pastorales, a fin de facilitar a los fieles la asistencia a la celebración, la Iglesia prefiere celebrar esta solemnidad el domingo siguiente a dicho jueves. El número 40 tiene en la Sagrada Escritura una simbología importante, representa el “cambio”, así el diluvio dura 40 días y 40 noches (el cambio hacia una nueva humanidad), 40 años dura el camino del éxodo judío hacia la tierra prometida (el cambio de la esclavitud hacia la libertad), Jesús ayuna 40 días antes de empezar su vida pública (cambia vida privada a pública). Estos 40 días del tiempo pascual van como educando a los discípulos para relacionarse con el Señor de una manera distinta. Fíjense que los discípulos tuvieron que hacer su propio duelo, ellos siguen la Pasión del Señor con el dolor del abandono del que le hicieran objeto, pero Jesús muere y a los 3 días resucita, por lo que el duelo que habían empezado a hacer se ve interrumpido ya que, de golpe, el Señor se les empieza a aparecer y a manifestarse resucitado. A ellos les quedaba, de alguna manera, por hacer este duelo pero ahora Jesús les va a mostrar que Él sigue presente de una manera completamente nueva, que este desprendimiento del Señor entrañaba un nuevo modo de relación con Él, Jesús dejaba de estar presente físicamente para ellos, para estar presente de una manera universal en el corazón de todos. Lo mismo nos pasa a nosotros con nuestros difuntos, es una relación nueva, una relación, muchas veces más interior y más profunda que la meramente humana y temporal que tuvimos con ellos.

San León Magno

nos dice que Jesús “al alejarse de nosotros por su humanidad, comenzó a estar presente entre nosotros de un modo nuevo e inefable por su divinidad.” y que “ni al descender (con su encarnación) se apartó del Padre ni con su ascensión se separó de sus discípulos”, Él sigue estando presente de una manera nueva


.

Hay un autor que dice que si en la Cuaresma estamos como llamados a desprendernos de los bienes de esta tierra para adherirnos a las cosas del cielo, los 40 días hasta la Ascensión es como una segunda Cuaresma para que nos vayamos como desprendiendo de la figura terrena de Jesús, de la visita de Jesús a esta tierra, para tener con Él una relación espiritual, una relación con Él sentado ya a la derecha del Padre.

Con la Ascensión la vida terrena de Jesús termina, culmina, el Señor asciende al cielo. De alguna manera ese camino, el recorrido que Él iba haciendo con los Apóstoles y con nosotros, ahora cambia. La vida terrena de Jesús no culmina con su muerte ni tampoco con su Resurrección sino con la Ascensión, donde pasa de este mundo al Padre, se sienta a la derecha del Padre, a la diestra de Dios.



Es importante resaltar varios aspectos que debemos tener en cuenta en la Ascensión. El primero es la Divinidad de Jesús, que es hombre y es Dios. La Divinidad de Jesús queda exaltada. Jesús es Dios y como Dios asciende, se sienta, toma su lugar, el lugar revestido de gloria que le es propio desde siempre, pero que ahora asume con su humanidad. Sube al cielo con su cuerpo, toma su lugar en la sede, al lado del Padre, a su derecha. Ese es el primer aspecto, la Divinidad de Jesús, que queda exaltada y manifiesta el dominio de Jesús que es el amor. Jesús cuando asciende al cielo y se sienta a la derecha del Padre recibe ese poder omnipotente, esa realeza que es la realeza de Dios, no la del mundo, la omnipotencia o el poder del amor. El Papa Benedicto XVI ha dicho: Para nosotros, los hombres, el poder, siempre se identifica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero concepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo contrario: en Él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que Dios puede sufrir; aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede llegar hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que Él es el verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el poder del amor.

El primer aspecto es la Divinidad, el segundo es la Humanidad. Si bien la Ascensión es una vuelta al Padre no en todo vuelve igual, algo cambia y algo fundamental y trascendente.

San Ambrosio lo ha definido con solo cuatro palabras magistrales: Bajo Dios, subió hombre. Jesús sube al cielo, se sienta a la derecha de Dios, su Padre, pero sube con su Humanidad. Por primera vez en la esfera divina, la humanidad, la naturaleza humana, se sienta a la mesa de Dios. Lo que sube es un hombre entero, en cuerpo y alma. La carne de un hombre, de un verdadero hombre, entra ahora a formar parte de esa nueva vida y se hace eternidad. Esta carne que asciende a los cielos es carne sin pecado, pero no por ello menos carne; carne trasfigurada, pero carne radical y absolutamente humana. Jesús sube al cielo con su humanidad porque esa humanidad también le permite recordarle al Padre el precio de la redención. Jesús con sus llagas le recuerda al Padre lo que nosotros valemos. Todo esto es como si fuera una primicia de lo que va a ser la relación final, en donde toda la humanidad, con la humanidad individual de cada uno de nosotros, vamos a estar ahí, junto al Padre.

Lucas es el evangelista que relata la escena de la Ascensión con la que da fin a su Evangelio. Lucas es, además, el redactor del libro de los Hechos de los Apóstoles y lo comienza narrando también la Ascensión, o sea que Lucas termina su evangelio con la Ascensión y empieza los Hechos de los Apóstoles con la Ascensión. Es el acontecimiento con el que culmina su evangelio y con el que empieza los Hechos de los Apóstoles. Nosotros nos centraremos en el texto de su evangelio (Lc 24, 46-53): Jesús dijo a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto» Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

Jesús les recuerda a sus discípulos el sentido de su vida y misión, al tiempo que los compromete para que vivan y actúen en sintonía con El, realizando la misma obra. Para ello les hace una promesa: serán revestidos de la fuerza de lo alto, es decir, el Espíritu Santo vendrá a ser el alma de la Comunidad y quien lleve al conocimiento de la Verdad plena.
La Ascensión es una experiencia de los discípulos de Jesús. Una experiencia de la glorificación de Jesús y del envío recibido para ser testigos de todo lo que habían vivido con Él. La Ascensión es el culmen de la vida de Cristo entre nosotros; Jesús ya vivió y nos dio testimonio del Padre, ya murió y resucitó consiguiéndonos la salvación, ahora regresa al Padre, de donde ha venido para glorificar al Padre y ser glorificado por Él. Esto marca el comienzo de la primera comunidad de discípulos de Jesús llamados a dar testimonio de Él, pero para eso Jesús les pide que esperen el cumplimiento de su promesa, es decir, que esperen el envío del Espíritu Santo.

Y dice el texto que Jesús fue llevado al cielo, reparen que la Ascensión no es obra de Cristo, el texto dice “Jesús fue elevado al cielo” no dice “Jesús se elevó”. Dios lo eleva, es una acción del poder de Dios, igual que la resurrección. Pablo dice: “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos”, no dice “Jesús resucitó de entre los muertos”. Jesús fue resucitado, igual aquí el Señor es elevado al cielo. Pablo dice: “Dios lo hizo sentar a su derecha”. El sentarse es el tomar posesión de la realeza y el poder y Jesús es sentado por Dios a su diestra.

Reparen que última acción de Jesús ante sus discípulos reviste un colorido litúrgico. Jesús se despide con los brazos en alto (gesto propio del mundo de la oración), en actitud de bendecir: “y alzando sus manos, los bendijo”
(24,50). Jesús sintetiza toda su obra, todo lo que quiso hacer por sus discípulos y por la humanidad, en una “bendición”. Así sella el gran “Amén” de su obra en el mundo. La bendición de Jesús permanecerá con los discípulos, los animará a lo largo de sus vidas y los sostendrá en todos sus trabajos.

La Ascensión que tenía que ser para los discípulos un motivo de tristeza –Jesús se va y ya no lo van a volver a ver-, justamente por eso es un motivo de alegría, es el fundamento de la alegría cristiana porque en Jesús ya estamos en el cielo. El estar el hombre en Dios, es el cielo. Con la Ascensión de Jesús ya nosotros alcanzamos el cielo en la medida en que estamos en comunión con Jesús. Jesús ya no es solamente nuestro futuro en el cielo. Jesús es ahora ya nuestro cielo presente. Recuerdan cuando Jesús decía “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, Jesús es nuestro camino, nuestra verdad, nuestra vida, nuestro presente y nuestro futuro. Jesús es todo. Por eso el Evangelio de Lucas habla de la alegría de los discípulos cuando Jesús asciende al cielo. Esa realidad no estaba cerrada en sí misma, hay otra que ilumina esa y que la va a consumar. Ellos descubren que hay dos existencias: la común de los hombres y aquella otra en la que Jesús había entrado y en la que ellos, de algún modo, podían participar adhiriéndose a Él. El misterio de la redención comenzaba a abrirse paso en sus cabezas.

La solemnidad dela Ascensión nos tiene que llevar a que Jesús, que ha entrado en la gloria de su Padre y está sentado a su derecha, es no solamente nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida sino nuestro presente y nuestro futuro también.

El señor se ha ido y les ha dicho a sus discípulos que se queden en Jerusalén y esperen la promesa del Padre. Los Apóstoles una vez regresados a Jerusalén se van a dedicar junto con María a la oración y a la adoración en espera del Espíritu Santo, este Espíritu de Dios que va a cambiar profundamente a los Apóstoles y va a poner en marcha a la naciente Iglesia. Uno se puede imaginar que Cristo sube al Cielo y en las profundidades de la Trinidad la efusión del Espíritu Creador es misteriosamente dispuesta, mientras que en el Cenáculo una comunidad perseverante en la oración, congregada en torno a María y a los Apóstoles, estaba en espera del acontecimiento prometido.

Ese advenimiento del Espíritu Santo es el que hemos conmemorado el domingo pasado con la solemnidad de Pentecostés, 50 días después de celebrar el domingo de Resurrección. Con esta fiesta llega a su término y a su culminación la solemne celebración de la cincuentena pascual. Después de haber celebrado a lo largo de estos 50 días la victoria de Jesús sobre la muerte, su manifestación a los discípulos y su exaltación a la derecha del Padre, este domingo la contemplación y la alabanza de la Iglesia destaca la presencia del Espíritu de Dios y la entrega por el Resucitado de su Espíritu a los suyos, para hacerles participar de su misma vida y constituir con ellos el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia.

El gran milagro de la Redención en la que el hombre por obra de Cristo es recreado, obra cuya grandeza no es menor que la de la Creación, encuentra su plenitud con el advenimiento del Espíritu Santo. En efecto, la nueva creación tuvo su inicio gracias a la acción del Espíritu en la muerte y resurrección de Cristo. En su pasión, Jesús acogió plenamente la acción del Espíritu Santo en su ser humano, quien lo condujo, a través de la muerte, a una nueva vida. Esta nueva vida nos es posibilitada a todos los creyentes por la transmisión que se nos hace de ese mismo Espíritu. La pasión y muerte redentora de Cristo producen su pleno fruto cuando ese Espíritu es «dado» a los Apóstoles y a la Iglesia, para todos los tiempos.

Pentecostés es, entonces, la plenitud de la Pascua. Sin Pentecostés no hay Pascua completa por más que hayamos celebrado la Pasión, la Resurrección y la Ascensión. La celebración de Pentecostés es más que una fiesta en honor del Espíritu Santo, es el segundo domingo más importante del año litúrgico en el que los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo va a prolongar la acción salvífica de Jesús en esta tierra. Así como Jesús hizo lo que escuchaba del Padre, así el Espíritu nos va a recordar las palabras de Jesús y nos va a ir conduciendo a la Verdad. El Espíritu es el encargado de ir profundizando en nosotros las enseñanzas del Señor, interiorizándolas cada vez más y dándonos las fuerzas para poder cumplirlas. Hasta ese momento eran una mera enseñanza exterior sin ninguna ayuda interior y cuando el Espíritu desciende da la fortaleza para poder llevar a cabo esa palabra del Señor, esa enseñanza de Jesús.

El papa Benedicto dice: El Espíritu no añade nada diverso o nada nuevo a Cristo; no existe ninguna revelación junto a la de Cristo, ningún segundo nivel de Revelación la de Cristo... Y del mismo modo que Cristo dice sólo lo que oye y recibe del Padre, así el Espíritu Santo es intérprete de Cristo. No nos conduce a otros lugares, lejanos de Cristo, sino que nos conduce cada vez más dentro de la luz de Cristo. Lo que va a hacer el Espíritu es abrirnos la inteligencia para poder comprender a Jesús, para poder entrar más en el misterio de Jesús, para poder asimilar más a Jesús, para podernos conformar nosotros mismos más con Cristo. Esa es la misión del Espíritu, conducirnos cada mes más dentro de Cristo.


Este Espíritu Santo que interioriza las palabras de Jesús, es el que va a animar la Iglesia, esta Iglesia que va a nacer el día de Pentecostés. El Espíritu Santo es el gran protagonista de nuestra Iglesia. La sostiene y la dinamiza, la traspasa con su fuerza poderosa y transformadora y, sobre todo, le hace estar en un permanente estado de gracia haciéndole experimentar que es Dios, y no ella misma, quien lleva adelante la obra evangelizadora.

El papa Benedicto dice que si no fuera por el Espíritu Santo la Iglesia sería una institución puramente humana, que es como la ven los que no tienen fe. Cuando uno ve la Iglesia como algo meramente humano, en el fondo, no ve lo que es el obrar del Espíritu que es lo fundamental, a la Iglesia la hace el Espíritu, a la Iglesia la anima el Espíritu. Dice el Papa Benedicto: El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. ¿Sin Él a qué quedaría reducida? Sería ciertamente un gran movimiento histórico, una compleja y sólida institución social, quizá una especie de agencia humanitaria. Y, en realidad, así la consideran quienes la ven fuera de una perspectiva de fe. Sin embargo, en su verdadera naturaleza y también en su más auténtica presencia histórica, la Iglesia es incesantemente modelada y guiada por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del invisible Espíritu divino.

En Pentecostés comenzó la era de la Iglesia. Porque, a partir de aquel momento, Jesús continúa ejerciendo su misión a través de sus discípulos, a quienes les comunica el mismo Espíritu que él posee. Como Jesús, los discípulos van a ser dirigidos y guiados por el Espíritu. Pero, también como Jesús, los discípulos van a ser portadores y transmisores del Espíritu a todos los hombres. Por eso San Pedro dice: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2,38-39).

Todos nosotros fuimos bautizados en una fuente de agua, signo del manantial de agua viva que se nos comunicaba, el Espíritu. Y, de este modo, nos convertimos en «ungidos» (cristianos), es decir, en personas transformadas por el Espíritu y portadoras del Espíritu, como partícipes del «Ungido» (Cristo) y de su triple misión. Así lo expresaba la bella oración que acompañó nuestra unción con el santo crisma: «Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey».

Y esta gracia del Bautismo fue completada en nosotros por la Confirmación, cuando el obispo impuso sobre nosotros las manos y nos volvió a ungir. El Espíritu nos enriqueció entonces con una fuerza especial que nos vinculaba más fuertemente a la Iglesia y nos capacitaba para difundir y defender la fe, con obras y palabras, como auténticos testigos de Cristo. Todos los sacramentos, que emanan del Señor Jesús Resucitado, nos resultan posibles por la acción del Espíritu. Es el Espíritu el que confirma nuestra fe y nuestra unidad cada vez que participamos en la Eucaristía. La epiclesis debe recordarnos la intervención del Espíritu no sólo en cuanto a la transformación del pan y del vino, sino también en lo referente a la solidez de nuestra fe y a nuestra unidad en la Iglesia. El Espíritu actúa asimismo en la ordenación sacerdotal, para conferir al que es llamado la potestad de actualizar los misterios de Cristo; el Espíritu está presente también en el sacramento del matrimonio, asegurando a los esposos la fuerza de la fidelidad, su unión recíproca a imitación de la unión de Cristo con su Iglesia. En la Penitencia nos reconcilia con Dios, en la Unción de enfermos alivia nuestro dolor y nos fortalece en un momento tan delicado de nuestra existencia. Así pues, en todo momento estamos "impregnados" del Espíritu. No hay una reunión de oración, no hay una liturgia de la Palabra en la que no actúe el Espíritu para posibilitarnos orar y dialogar con el Señor, presente entre nosotros por la fuerza del Espíritu que da vida al texto que se proclama.

En la Liturgia de la misa de Pentecostés celebrada el domingo pasado, la primera lectura y el Evangelio relatan lo acontecido el día en que bajó el Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús, el día del nacimiento de la Iglesia.

La primera lectura tomada del libro de Los Hechos de los Apóstoles, escrito por Lucas, dice que el Espíritu Santo bajó el día de Pentecostés, o sea, cincuenta días después de la resurrección de Jesús (la palabra "pentékonta", en griego, significa "cincuenta"):

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».(Hech 2, 1-11).

Por su parte el Evangelio que se proclama, que es el de Juan, sostiene que la venida del Espíritu Santo ocurrió el mismo domingo en que resucita Jesús:

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan». (Jn 19-23).

Esta discrepancia amerita una explicación, ya que no se trata de dos versiones diferentes, los dos autores están contando el mismo acontecimiento, es decir, la única bajada del Espíritu Santo sobre los seguidores de Jesús. Pero ambos lo cuentan de manera distinta porque cada uno tiene una intención especial, o sea, una "teología" particular. Lo que sucede es que cada evangelista lo relata habiéndolo pasado por su propio tamiz, el de una fe meditada y razonada.

Así para el evangelio de Juan, la muerte y resurrección de Jesús provocaron una nueva creación en el mundo. Es como si la primera creación, aquélla contada en el Génesis en siete días, hubiera quedado obsoleta, superada, y hubiera aparecido de pronto, gracias a la resurrección del Señor, un nuevo mundo con nuevas criaturas. Ahora bien, para que entrara en funcionamiento esta nueva creación, Dios tenía que mandar su Espíritu, tal como había sucedido al principio del mundo. Por eso san Juan cuenta que el Espíritu Santo bajó el mismo día de Pascua: porque su misión era crear un mundo nuevo, apenas muerto y resucitado Jesús.

Si atendemos ahora a los detalles que Juan pone en su relato, veremos que aluden a esta nueva creación. En efecto, comienza diciendo: "Al atardecer del primer día de la semana". ¿Por qué? Porque justamente al atardecer del primer día de la semana, Dios había creado el primer mundo (ver Gn 1, 1-5). Por eso ahora, la nueva creación debía comenzar también así.

Luego dice Juan que Jesús se presentó en medio de ellos y los saludó diciendo: "La paz con ustedes". Si es normal que uno salude cuando llega, ¿por qué el evangelista se detiene en relatar algo tan obvio? (¡y repite dos veces el mismo saludo de Jesús!). Es que los profetas habían anunciado al pueblo de Israel que Dios, al final de los tiempos, iba a derramar su paz sobre ellos. Pero esa paz nunca había llegado. Por eso Israel, a lo largo de la historia, se había visto siempre perseguido y maltratado. Ahora bien, el doble saludo de Jesús resucitado, anunciándoles la paz, quiere significar que llegaron los nuevos tiempos, que se ha producido la nueva creación que aguardaban.

A continuación Juan cuenta que "los discípulos se alegraron de ver al Señor". Este detalle también tiene un significado. Jesús, al despedirse de sus discípulos en la última cena, les había prometido que la próxima vez que lo vieran a Él se iban a alegrar de tal manera, que la alegría de ellos iba a ser perfecta (ver Jn 15, 11; 16, 22-24). Al decir ahora que los discípulos se "alegraron", Juan quiere expresar que ellos han alcanzado la alegría perfecta, sólo posible en una nueva creación.

El siguiente detalle que cuenta Juan es que Jesús "sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo’". Esto es para recordar la escena de la creación del primer hombre. Según el Génesis, Dios había soplado sobre Adán y así le había comunicado el Espíritu de vida (ver Gn 2,7). Ahora Jesús sopla sobre los discípulos y les transmite el Espíritu de vida para mostrarnos que, al igual que Dios en el principio, Él está realizando una nueva creación.

Luego les dice: "Yo los envío a ustedes (a predicar)". Nunca antes había pasado esto en el evangelio de Juan. En él, mientras Jesús vivía jamás los envió a predicar (en cambio en Mateo, Marcos y Lucas varias veces ellos salen a misionar). ¿Por qué recién ahora cuenta Juan que los discípulos son enviados? Porque para él, sólo al bajar el Espíritu Santo y transformarlos en nuevas creaturas, están ellos en condiciones de ser Apóstoles (es decir, "enviados"). Antes hubiera sido imposible.

Finalmente, cuenta Juan que Jesús les dice: "a quienes perdonen sus pecados les serán perdonados". Otra señal de que acaba de producirse una nueva creación. En efecto, el profeta Ezequiel había anunciado que cuando llegaran los tiempos nuevos, una de las novedades que Dios iba a realizar era purificar a los hombres de sus pecados (ver Ez 36,25-26), cosa que ningún rito judío había podido hacer hasta el momento. Ahora bien, Jesús al venir al mundo trajo ese poder de perdonar. Pero mientras san Mateo cuenta que Jesús se los entregó a sus discípulos ya durante su vida (ver Mt 16,19 y 18,18), san Juan lo retrasa hasta el momento de la venida del Espíritu, para recalcar mejor que sólo aquí se inicia la nueva creación.

En conclusión, para el evangelio de Juan la venida del Espíritu Santo se produjo el mismo día de Pascua, apenas muerto Jesús, porque la función del Espíritu (al igual que en el Génesis) era la de crear un mundo nuevo, una humanidad nueva, una nueva vida. Y como la muerte y resurrección de Jesús habían dejado ya todo listo para la nueva creación, la venida del Espíritu Santo no podía esperar hasta más tarde.

San Lucas, en cambio, tiene una teología diferente a la de Juan. Para él, la venida del Espíritu Santo se produjo el día de Pentecostés, cincuenta días después de Pascua. ¿Por qué? Por el sentido que esta fiesta tenía para los judíos.

En tiempos de Jesús, Pentecostés era una fiesta muy especial, pues en ella se recordaba la llegada de los israelitas al monte Sinaí. Luego de huir de la esclavitud de Egipto, y tras cincuenta días de marcha por el desierto (de ahí que se llamara "Pentecostés"), ellos habían llegado al monte sagrado para hacer una alianza con Dios. ¿Y qué había ocurrido en ese monte? Allí Dios había hecho bajar del cielo las tablas de la Ley, y se las había entregado al pueblo. De modo que todos los años, al llegar Pentecostés, los judíos celebraban el descenso de la Ley divina sobre el monte Sinaí, y la alianza allí pactada con Dios.

Con esta aclaración podemos entender mejor el relato de Lucas. Para él, el Espíritu Santo bajó en Pentecostés porque vino a realizar una nueva alianza. Por eso Lucas emplea detalles en su relato que revelan esta intención.

En primer lugar, comienza diciendo: "Al cumplirse el día de Pentecostés" (no "al llegar el día de Pentecostés", como ponen algunas Biblias). Con esto ya nos indica que el hecho que está por suceder viene a "cumplir" algo que se hallaba inconcluso, incompleto. En otras palabras: que hasta ese momento Pentecostés era una fiesta que los judíos celebraban de un modo imperfecto, y que ahora estaba por llegar a su plenitud.

Es significativo, también, que Lucas ubique el episodio de Pentecostés en el "piso superior" de una casa (ver Hech 1, 13). Si consideramos los pequeños ambientes de las casas palestinas, es dudoso que Pentecostés haya tenido lugar en una de ellas. Difícilmente pudieron haber entrado allí las 120 personas que Lucas dice que participaron (ver Hech 1, 15). Y mucho menos si, como cuenta más adelante, una inmensa multitud de testigos presenció aquel acontecimiento (ver Hech 2, 5). Es más probable que, históricamente, el hecho haya sucedido en el Templo de Jerusalén, mientras los discípulos se hallaban rezando. Pero Lucas lo coloca en el ambiente superior de una casa, aun con toda la dificultad que eso significa, porque como la antigua alianza había tenido como escenario un monte, la nueva alianza también tenía que estar situada en un lugar elevado. La sala de los discípulos, pues, quedó convertida por Lucas en el nuevo Sinaí.

Asimismo, Lucas coloca en su relato de Pentecostés "una ráfaga de viento fuerte", junto con unas "lenguas de fuego". Estos elementos también están puestos para recordar la alianza del Sinaí. Porque según el libro del Éxodo, aquel día sobre el monte hubo truenos, relámpagos, y bajó fuego del cielo (ver Ex 19). Por eso en el nuevo Sinaí debían darse también estos fenómenos. Pero, mientras junto al monte Sinaí sólo se encontraba reunido el pueblo de Israel para hacer la alianza, ahora junto a la habitación superior se halla reunida una multitud venida de todas partes del mundo. Es que ahora a la nueva alianza Dios la hace con todos los hombres de todos los pueblos.


Pero hay una diferencia entre el Pentecostés judío y este nuevo Pentecostés: mientras en el monte Sinaí habían bajado del cielo las tablas de la Ley, en el Pentecostés cristiano lo que baja es el Espíritu Santo. De modo que aquella alianza antigua, escrita sobre piedras y basada en la Ley, queda ahora reemplazada por la nueva alianza, escrita en el corazón de los creyentes y basada en el Espíritu Santo.

Para Lucas, pues, la función del Espíritu Santo, al bajar sobre los discípulos el día de Pentecostés, fue la de reemplazar aquella antigua alianza por otra definitiva y eterna, destinada a todos los hombres, y ya no basada en el cumplimiento minucioso de preceptos sino en la voz del Espíritu que habla al corazón de cada creyente. En la sangre derramada por el Mesías se ha sellado una nueva alianza, que es la que da comienzo a la nueva presencia de Jesús entre nosotros, al tiempo del Espíritu.

¿Cuándo bajó el Espíritu Santo sobre los discípulos? No lo sabemos. Debió de ser en alguna de esas reuniones que, cautelosos y con miedo, ellos solían tener después de la resurrección de Jesús, para rezar. De pronto se sintieron invadidos por una fuerza extraña y maravillosa que los animaba, les transmitía poderes desconocidos, y los impulsaba a hablar como nunca se habían imaginado. Aquellos primeros hombres que recibieron el Espíritu Santo cambiaron radicalmente. Los que estaban muertos de miedo, se llenan de vida y de coraje al recibir el Espíritu Santo. Los que se habían encerrado por miedo a los judíos, salen a la calle y dan señales de vida, predican en las plazas y desde las azoteas, anuncian el evangelio a las multitudes y les dicen que no es el vino lo que les hace hablar sino el Espíritu.
Este mismo Espíritu que abre la boca de los testigos es el que abre los oídos a los creyentes, vengan de donde vengan y cualquiera que sea su lengua. Porque es el Espíritu que restablece la comunicación con Dios y, por tanto, también la comunicación entre los hombres. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel,
Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse (Gen 11,1-9). En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas. Pentecostés es el reverso de la torre de Babel.

Desde ese momento ya nada podrá frenar la iniciativa cristiana de los discípulos, del mismo modo que nada ni nadie había podido frenar la de aquel Maestro con el que habían convivido sin conocerlo del todo y sin que hubieran podido captar la grandeza de su mensaje hasta ese maravilloso momento.

El mundo comenzó a ver, primero despectivamente y luego asombrado, la existencia de unos hombres aparentemente insignificantes, que no tenían poder ni influencia, ni dinero, ni armas; unos hombres que se limitaban a creer en lo que decían y, sobre todo, a amar a todos los hombres y a predicar en el nombre de un Señor que había muerto para que todos tuvieran vida.

Aquellos hombres no callaron ante la persecución, ni ante el halago, ni ante el dolor, ni ante el martirio. No eran muchos pero la fuerza de su "espíritu" o, más bien, del Espíritu, era irresistible. Y de la misma manera que habían superado las dificultades del momento, superaron el tiempo y el espacio. Aquellas primeras comunidades cristianas, en las que el Espíritu Santo vivía palpablemente, fueron incontenibles Y comprendieron que era el Espíritu del Señor.

Más tarde, la tradición posterior contó esa experiencia de dos maneras: una (recogida por Juan) ubicada en Pascua. Y la otra (recogida por Lucas), en Pentecostés. Porque cada una quería dejar un mensaje diferente. La de Juan: que cuando uno recibe el Espíritu de Dios se transforma en una nueva creatura, un nuevo ser, y no debe volver nunca atrás, a lo que fue antes. Y la de Lucas: que quien recibe el Espíritu Santo, ya no puede obedecer a otras voces que no sean la voz de ese Espíritu.


No sabemos qué día exactamente bajó el Espíritu Santo y provocó el nacimiento de la Iglesia. Por eso, en vez de decir que la Iglesia nació en Pentecostés, más bien habría que decir que Pentecostés ocurrió cuando nació la Iglesia.

Pero desde el punto de vista teológico, Pentecostés no es un día de veinticuatro horas, sino una "situación histórica", que comenzó con la resurrección de Jesús y durará hasta el fin de los tiempos. Y durante ese lapso, cada uno tiene que hacer el valiente esfuerzo de vivir su propio Pentecostés: transformándose en una nueva creatura y escuchando la voz del espíritu. Por suerte son muchos los que lo hacen. Por eso Pentecostés es un día que amaneció hace veinte siglos, y que aún está lejos de anochecer. 


ORACIÓN PARA PEDIR LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

¡Oh Espíritu Santo!, humildemente te suplico que enriquezcas mi alma con la abundacia de tus dones.

Haz que yo sepa, con el Don de la Sabiduría, apreciar en tal grado las cosas divinas, que con gozo y facilidad sepa frecuentemente prescindir de las terrenas.

Que acierte con el Don de Entendimiento, a ver con fe viva la trascendencia y belleza de la verdad cristiana.

Que, con el Don de Consejo, ponga los medios más conducentes para santificarme, perseverar y salvarme.

Que el Don de Fortaleza me haga vencer todos los obstáculos en la confesión de la fe y en el camino de salvación.

Que sepa con el Don de Ciencia, discernir claramente entre el bien y el mal, entre lo falso y lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y del pecado.

Que, con el Don de Piedad, os ame como a Padre, os sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.

Finalmente, que con el Don de Temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración a los mandamientos divinos, cuidando con creciente delicadez de no quebrantarlos lo más mínimo.

Llenadme sobre todo, de vuestro santo amor. Que ese amor sea el móvil de toda mi vida espiritual. Que lleno de unción, sepa enseñar y hacer entender, al menos con mi ejemplo, la sublimidad de vuestra doctrina, la bondad de vuestros preceptos, la dulzura de vuestra caridad. Amén.





CONSAGRACION DIARIA

Recibe, Oh Espíritu Santo de amor, la consagración completa y absoluta de todo mi ser, para que Te dignes ser en adelante, en cada instante de mi vida, en todos mis pensamientos, deseos y obras, mi director, mi guía, mi fuerza y todo el amor de mi corazón. Me abandono todo entero a tus divinas influencias y quiero ser dócil a tus dignas inspiraciones. ¡Oh, Espíritu Santo! Dígnate formarme en María Santísima y con María según el modelo de toda perfección que es Jesucristo. Gloria al Padre, Gloria al Hijo, Gloria a Ti, oh, Espíritu Santo, que vives y reinas en los corazones de los hombres con el Padre y el Hijo. Por siempre. AMÉN. 


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