VI Domingo
" y ..haremos morada en El." La Inhabitacion Trinitaria-
QUIERO ESTAR CONTIGO, SEÑOR
Cerca para no perderte, y no perdiéndome de Ti,
no olvidar a los que, día a día, me rodean.
Que tu Palabra, Señor, sea la que me empuje
a no olvidarte, y no olvidándote,
dar razón de tu presencia aquí y ahora
QUIERO ESTAR CONTIGO, SEÑOR
Y, a pesar del vacío que existe en el mundo
intentar llenarlo con mi débil esfuerzo
con mis frágiles palabras
con mi alegría fruto de mi encuentro contigo.
Ayúdame, Señor, a guardar tu Palabra
A llevarla cosida a mis pensamientos
A practicarla en las pequeñas obras de cada día
A demostrarme a mí mismo
que, cumpliendo tus deseos
y guardando tus promesas,
es como podré alcanzar la Vida Eterna.
Javier Leoz
En este recorrido que hacemos por los evangelios del tiempo Pascual, vamos a detenernos hoy en el del domingo pasado, o sea el del VI domingo de Pascua. Ya habíamos adelantado que a partir del V domingo de Pascua las lecturas evangélicas se centraban, preferentemente, en pasajes del sermón pronunciado por Jesús en la cena que el Jueves Santo mantuviera con sus discípulos en el Cenáculo, según el relato que de la misma hace el evangelio de Juan.
La escena se desarrolla en una sobremesa cargada de mensajes de despedida, pues se trata de la última cena de Jesús con sus discípulos la noche previa a su Pasión. El clima de intimidad invita a Jesús a una apertura total y sus palabras tienen la fuerza de un testamento, síntesis de todo lo que ha enseñado y realizado. El pasaje que vamos a contemplar es parte del capítulo 14, cuando Jesús ya ha anunciado que se va de nuevo al Padre. Para los discípulos la despedida, que sabe a lágrimas, motiva un sentimiento de inseguridad ante la pérdida del Maestro que constituía el punto de referencia de sus vidas. Ellos temen verse desprotegidos, carentes del amor que los sostuvo. Pero Jesús les dice que no habrá de dejarlos huérfanos, anticipándoles el envío del Espíritu Santo así como que luego de su partida ellos volverán a verlo aunque el mundo no podrá hacerlo. Entonces, uno de los discípulos le inquiere cuál es la razón por la que ha de manifestarse a ellos y no al mundo.
Con la respuesta de Jesús vamos a la lectura del pasaje de Juan 14,23-29, que es el evangelio del domingo que nos ocupa: Jesús le respondió: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes».
Si me amaran, se alegrarían de que vuelva
junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes
que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean”.
En el Evangelio de este domingo Jesucristo continúa
formándonos en la escuela de la Pascua usando, en esta ocasión, palabras que
son esenciales para comprender cuál es la vida y misión del discípulo: Amor, Palabra,
Espíritu Santo y Paz, precedidas por la locución “El que me ama…” que da
respuesta a la pregunta formulada y la razón de su manifestación. Trataremos de
ahondar en todo esto llevándolo a nuestra experiencia vital y empezando por el
Amor
“El que me ama será fiel a mi palabra, y mi
Padre lo amará… El que no me ama no es fiel a mis palabras.”
Vuelve el fragmento del evangelio de la misa
de este domingo a hablarnos del Amor, pero a diferencia del evangelio del V
domingo, el del amor fraterno -“amaos los unos a los otros como Yo os amo”-, ahora
ya no se trata de ver como es el amor de Jesús sino como dice Jesús que debe
ser el nuestro hacia Él.
El amor del que habla Jesús en este pasaje es
algo más, mucho más, que un mero sentimiento, que un enamoramiento. Está
ratificado con la fidelidad, con el cumplimiento delicado y constante de la
voluntad de la persona amada. Es decir, en definitiva, sólo quien cumple con
los mandamientos de la ley divina es quien realmente ama al Señor. Lo demás es
palabrería, una trampa que ni a los mismos hombres engaña, y mucho menos a
Dios. Eso es lo que el Maestro nos enseña: El que me ama guardará mi palabra. Y
por si acaso no lo hemos entendido añade: El que no me ama, no guarda mis
palabras. Por otra parte Jesús es la palabra del Padre; es una palabra de amor
encarnado, el Padre nos habla a través de la palabra del Hijo.
Por eso, ser fieles a su palabra merece
recorrer un caminito que todos los días se renueva: leer la palabra, rumiarla a
la luz del Espíritu Santo y dejar que el Padre haga en nosotros su obra de
encarnación como lo hizo con Jesús. Allí está el testimonio de fidelidad del
discípulo.
Por tanto la base del seguimiento de Jesús es el
Amor a Jesús y la obediencia a su Palabra. El discípulo ama a Jesús pero la forma
concreta de su amor es: acoger con fe la persona de Jesús, con todo lo que Él
ha revelado acerca de sí mismo, acatando sus enseñanzas y poniéndolas en
práctica. Esta es la ruta firme del discipulado. El amor, entonces, se vuelve
compromiso. Notemos la insistencia en el capítulo 14 de Juan: “Si ustedes me
aman, cumplirán mis mandamientos”(14,15); “El que recibe mis mandamientos y los
cumple, ese es el que me ama”(14,21); “El que me ama será fiel a mi palabra”(14,23)
o al revés “El que no me ama no es fiel a mis palabras”(14,24). Es así como un
discípulo sigue a Jesús a lo largo de toda su vida: mediante la escucha y el
arraigo del Evangelio.
Esta dinámica del amor despeja el panorama de
la nueva realidad que acontece al interior de la vida del discípulo de Jesús:
su amor se encuentra con otro amor que lo supera, ¡y con creces! El discípulo
no sólo entra en la circularidad de amor con Jesús sino también con Dios Padre:
“Y el que me ama será amado por mi Padre” (14,21); “El que me ama… mi Padre lo
amará”(14,23).
A partir de aquí comienzan a caer en cascada,
de los labios de Jesús, una serie de revelaciones. La primera viene conectada en
seguida con el tema del amor obediente del discípulo, completando así el
círculo: Jesús anuncia un amor permanente e inclusivo del Padre y del Hijo en
el corazón del seguidor de Jesús: “Iremos a él y habitaremos en él” (14,23).
El amor de los discípulos por su Maestro es la
premisa de cinco revelaciones que Jesús anuncia ahora en forma de promesa:
El Padre y el Hijo vendrán a los discípulos y
harán morada en ellos (14,23).
El Espíritu Santo estará con ellos y los
instruirá (14,26).
En esta comunión con Dios les ofrecerá su paz
(14,27).
También les compartirá su alegría (14,28).
Para que crezca su fe (14,29).
Profundicemos estas afirmaciones siguiendo el
hilo del texto.
“El que me ama será fiel a
mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.” (14,23).
La primera idea que salta a la luz en este pasaje es que
Jesús nos promete venir a nosotros y hacer de nuestra persona su morada, es
decir su lugar de habitación. Ante esto podríamos preguntarnos algo muy
sencillo, ¿dónde está Dios? ¿No es el cielo o el Sagrario su morada principal?
Pues no, en realidad son nuestras personas su lugar más íntimo, nuestro
interior se ha convertido, según las palabras de Jesús, en la más grande
Catedral que se le pudiera haber erigido a Dios; digo esto, porque ¿qué
catedral ha tenido a Dios como arquitecto? Hace ya más de un siglo, una
religiosa carmelita, sor Isabel de la Santísima Trinidad, hablaba y gozaba
hablando y escribiendo sobre la inhabitación de la Santísima Trinidad en el
alma del justo: “Ha sido el hermoso sueño que ha iluminado toda mi vida, convirtiéndola
en un paraíso anticipado”.
Por eso debemos tomar conciencia en todo instante e
incluso a la hora de la muerte -tiempo de profunda soledad y radical
separación-, que Jesús y el Padre están a nuestro lado, que no nos dejan
abandonados ni desprotegidos. El discipulado es un gustar cotidianamente esta
amorosa compañía.
Nuestro camino en la vida tiene un destino que es la
eternidad y Jesús había dicho anteriormente, en este mismo sermón, que Él iba a
prepararnos una morada para que nosotros tengamos un lugar en la casa del Padre.
Pero he aquí que se adelanta, pues esta comunión con Él y con el Padre no será
solamente una realidad futura, cuando entremos a vivir en la morada que el
Resucitado nos ha preparado en el cielo, porque nosotros ya estamos de alguna
manera en la casa de Dios al habitar Dios en nuestros corazones, es una
realidad presente, aquí y ahora, que crecerá todos los días hasta la visión
definitiva de la gloria.
Con las promesas que va desgranando, Jesús lleva
gradualmente a su comunidad del ambiente de tristeza al de una gran alegría: la
alegría que proviene del comprender que el camino de la Pascua conduce a una
nueva, más profunda y más intensa, forma de presencia suya en el hoy de la
historia de todo discípulo.
“Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.”(14,26)
El Maestro sigue hablando en la intimidad de la noche de
la última Cena. Él se da cuenta de cómo la tristeza se va apoderando del
corazón de sus discípulos. También para Él eran tristes los momentos de la
despedida. Por eso trata de consolarlos con la promesa del Espíritu Santo, el
Paráclito, el Consolador óptimo del alma, que vendrá después de que él se vaya.
La palabra de Jesús es la palabra del Padre, pero cuando él no esté, esa
palabra no se agotará, Jesús ha prometido un asistente especial, el Espíritu
Santo. Él tiene la misión de abrir nuestros corazones a la comprensión del
misterio de Dios, para que podamos convertirnos, amarle y seguirle como
verdaderos discípulos.
Con el don del Espíritu comprendemos que contamos con
una ayuda eficaz. No nos esforzamos por comprender la Palabra de Jesús
solamente con nuestras fuerzas, sino que el Espíritu nos asiste, nos ayuda. Si nosotros
con nuestra inteligencia interpretáramos esa palabra podríamos tener una
concepción nada más que humana de la palabra Dios, pero la certeza que esa
palabra orienta conforme a la voluntad de Dios es la presencia del Espíritu en
nuestro corazón.
¿Cómo podríamos sino los cristianos responder a todos
los interrogantes, viejos y nuevos, que el mundo nos propone? Pero tengamos presente
que el Espíritu Santo no trae nuevas enseñanzas, ni añadirá nada al Evangelio
porque toda la revelación ya se manifestó en la persona de Jesús. Su acción es
referida a lo que Jesús ya dijo, iluminando los ojos del entendimiento y del
corazón al recordarlo, profundizándolo e insertándolo en la propia vida, es
decir, ayudándonos a encarnar el Verbo Jesús en nuestra historia.
El Evangelio es Palabra viva del Dios verdadero, que
conserva toda su fuerza para iluminar todos los momentos de la existencia de
todos los hombres, de todos los tiempos y lugares. Pero para poder captar y
aprovechar esa riqueza, el Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Dios que
inspiró las Escrituras, actúa como Maestro Divino, dándonos la luz interior
necesaria para comprender y vivir la Palabra del Señor. Ese Espíritu que vive
en nosotros junto con el Padre y el Hijo, hace las veces de Maestro para
recordarnos y actualizarnos en cada momento lo que la Palabra de Cristo nos
dice. Es sobre esta misteriosa-real Presencia que se apoya la infalibilidad de
las enseñanzas de la Iglesia: no porque nosotros lo decimos, sino porque el
mismo Cristo lo dice, lo promete, lo hace.
Así, pues, la enseñanza apostólica, la enseñanza de la
Iglesia está siempre arraigada en esta vigilante presencia del Espíritu de
Verdad. Él es quien asegura la continuidad del Evangelio. Él vigila para que la
Iglesia transmita de generación en generación toda la herencia de la Revelación
y de la fe.
“Les dejo la Paz, les doy
mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman!”” (14,27)
Esta paz se basa en los dos anuncios que acaba de hacer
Jesús: la comunión con el Padre y con el Hijo, que nos habitan, y la presencia
del Espíritu Santo, quien nos guía. La paz brota en la vida de quien se sumerge
en Dios y endereza su existencia por el camino del Evangelio.
Esta comunión es espacio vital de seguridad y
protección. Si Dios está con nosotros, ¿qué podrá constituir verdaderamente un
peligro para nuestras vidas? La comunión con Dios arranca de raíz las
preocupaciones, los miedos, las inseguridades, tanto cuanto sea vivida y experimentada
en la fe. Cuando Dios está en la vida de uno, todo es distinto.
Quien acoge la presencia de Dios Padre e Hijo en su
vida, caminando todos los días bajo la guía del Espíritu Santo, enfrenta la
vida de una manera distinta: con paz. Las vicisitudes propias de la vida
cotidiana, que muchas veces causan desasosiego y perturbación, no nos encuentran
desvalidos, como si no tuviéramos ayuda y sólido piso que nos sostenga. En otras
palabras, las realidades de la vida no nos sumen en angustia y temor, con razón
dice Jesús: “¡No se inquieten ni teman!”
El que ama de verdad a Dios y al prójimo vive con el
alma llena de paz interior porque sabe que si Dios está en él y con él, nada ni
nadie lo podrá derribar espiritualmente. La paz del mundo es una paz llena de
sobresaltos físicos, sociales y políticos; la paz de Dios es vivir en Dios, con
el alma siempre abierta al bien de los hermanos. Si la paz reina en nuestro
corazón seremos capaces de transmitirla a los demás y de construirla a nuestro
alrededor ¿Cómo dar testimonio de nuestra fe en el mundo de hoy? No bastan las
palabras, es nuestra propia vida el mejor testimonio. La diferencia entre
alguien "que practica" y alguien "que vive" es que el
primero lleva en su mano una antorcha para señalar el camino y el segundo es él
mismo la antorcha. Se notará en tu cara, en tus comentarios, en tus gestos, en
tu forma de ser si Dios ha hecho su morada en ti y quien te vea dirá:
"merece la pena seguir a Jesús de Nazaret
“Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no
como la da el mundo”. La del mundo es una paz hecha de mentiras y
connivencias cobardes, de consensos y cesiones mutuas. Es una paz frágil que
intranquiliza más que sosiega. La paz de Cristo, en cambio, es recia y
profunda, duradera y gozosa. Es la paz fruto de nuestra relación con Dios, paz
que no significa ausencia de conflictos sino habitación de Dios en nosotros
Jesús ofrece su paz como un don precioso. El “secreto”
de la paz de Jesús es que vive en profunda e íntima unión con su Padre, hace
siempre lo que al Padre le agrada, hacer la voluntad del Padre es su alimento,
ésa es la fuente de su vida en paz. Desde allí, desde su unión al Padre, Jesús
enfrenta y asume los conflictos. Jesús vive desde una seguridad que nada ni
nadie le puede quitar: el amor de su Padre. Cuando Jesucristo dice: “Les
doy mi paz”, nos está ofreciendo y entregando su propia vida: su unión
al Padre como fundamento de toda la paz.
Si la paz en el mundo se reduce a la tranquilidad y
seguridad, al orden terreno y a la prosperidad de unos pocos, una paz externa,
alejada de molestias; la de Jesús es interior y compatible con las
persecuciones. La palabra hebrea "Shalom" (paz) es etimológicamente
un concepto que va más allá de la mera ausencia de guerra. "Shalom"
significa "estar entero, completo, seguro". Jesús nos ha dejado no
sólo esa paz interior sino también los elementos espirituales y materiales —de
ahí la necesidad de cumplir su Palabra— para conseguirla y mantenernos en ella.
Cada cristiano tendrá la misión de mantener la paz durante toda su vida y
transmitir esa paz que viene de Dios a los demás.
Segunda consecuencia de esta gran comunión: Jesús
comparte su alegría
“Me voy y volveré a
ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el
Padre es más grande que yo” (14,28)
Con su muerte Jesús vuelve a la casa del Padre (“habiendo
llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”, 13,1). Así Jesús
llega a la plenitud del gozo: para Él no hay mayor alegría que la perfecta
comunión con el Padre.
Los discípulos deberían estar contentos porque Jesús
llega a la plenitud de su bienaventuranza. Pero Jesús invita a sus discípulos a
todavía más, a que se alegren incluso por sí mismos: el hecho que haya
alcanzado su meta es para todos los seguidores una garantía de que también la
alcanzarán. Los logros de Jesús son los logros de sus discípulos, ellos son los
primeros beneficiados. Jesús los acogerá en su misma plenitud: “Y
cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos
conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes” (14,3).
Y estas promesas deben ayuda en su fe a los discípulos
“Les he dicho esto antes
que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean” (14,29)
Jesús les acaba de hablar a sus discípulos abiertamente,
con toda transparencia, con un gran amor. Ahora se toma una pausa para que los
discípulos reflexionen. ¿Qué hay que captar en lo que Jesús acaba de decir? El
hecho de que el Maestro le exponga a sus discípulos tantos detalles no debe ser
motivo de inquietud, sino más bien una fuente de fortalecimiento de la fe en
Él.
En el Evangelio de San Juan,
Jesús próximo a terminar su primer periplo en la Tierra, nos promete el
Espíritu Santo, el Paráclito, que nos lo enseña todo y vela por la Iglesia y
por sus hijos. Pero lo más grande que nos dice es que si le amamos, Él y el
Padre, vendrán a nosotros y se quedarán para siempre…
Qué lejos nos sentimos
muchas veces de esta realidad? Vivimos a un Dios lejano, “que está allá arriba”
o “escondido en el sagrario” al que acudimos cuando lo necesitamos. Creo que
hemos metido a Dios en lo más lejano a nuestra vida cotidiana para que nos deje
vivirla y sólo lo queremos ver cuando nos acercamos a esos lugares sagrados,
“separados”. Sin embargo, Jesús nos invita a una vida completamente distinta a
una relación cotidiana de intimidad, con un Dios que quiere estar con sus
hijos, que quiere compartir los gozos y las dificultades que ellos
experimentan, ese es el Dios de Jesús. ¿por qué dejarlo fuera de nosotros
entonces? ¿No será que nos da pena que contemple nuestras vidas de cerca, o que
nos sintamos “falsamente” indignos de su presencia? ¿Cómo vamos a ser indignos
si somos su misma creación, fruto de su amor, la misma imagen suya? Es en el
interior del hombre, en lo profundo de su corazón donde se libran las batallas
más duras que nadie más que nosotros conoce y donde Dios quiere reinar. Porque
es dentro de nosotros mismos de donde salen los pensamientos, los sanos o
dañinos, las intenciones y los impulsos, en donde se amasan los deseos, en
donde se ganan o se pierden las auténticas batallas de la vida, donde se
alcanza, o no llega la paz. Ahí es donde Dios quiere estar y desde donde quiere
reflejarse.
Pero esta presencia de Dios
es fundamentalmente algo para poseer, para vivir, para compartir con el
mismísimo Señor. Cristo nos dice que el Padre vendrá junto con Él para vivir en
los creyentes, y por ende el cristiano se convierte así en un templo vivo y
verdadero de Dios en el que habitan las personas de la Santísima Trinidad...
Esto es algo que no pueden comprender quienes no creen en Dios ni lo aman...
Pero que para el creyente es una promesa ya cumplida.
El mundo que no cree
solamente podrá ver a Cristo en la persona y el testimonio de los cristianos.
Los discípulos del Señor, que llevan en sí la presencia de la Trinidad, que son
animados y conducidos por el Espíritu Santo, han quedado capacitados para vivir
de tal manera que su vida y su actuación son suficiente testimonio para el
mundo de que Cristo no ha quedado en el sepulcro, sino que vive y actúa desde
la gloria del Padre y con la fuerza del Espíritu Santo.
Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Nuestra Señora de Luján, Patrona de nuestra Patria; hoy alzamos nuestros ojos y nuestros brazos hacia tí… Madre de la Esperanza, de los pobres y de los peregrinos, escúchanos…
Hoy te pedimos por Argentina, por nuestro pueblo. Ilumina nuestra patria con el sol de justicia, con la luz de una mañana nueva, que es la luz de Jesús. Enciende el fuego nuevo del amor entre hermanos.
Unidos estamos bajo el celeste y blanco de nuestra bandera, y los colores de tu manto, para contarte que: hoy falta el pan material en muchas, muchas casas, pero también falta el pan de la verdad y la justicia en muchas mentes. Falta el pan del amor entre hermanos y falta el pan de Jesús en los corazones.
Te pedimos madre, que extingas el odio, que ahogues las ambiciones desmedidas, que arranques el ansia febril de solamente los bienes materiales y derrama sobre nuestro suelo, la semilla de la humildad, de la comprensión. Ahoga la mala hierba de la soberbia, que ningún Caín pueda plantar su tienda sobre nuestro suelo, pero tampoco que ningún Abel inocente bañe con su sangre nuestras calles.
Haz madre que comprendamos que somos hermanos,
nacidos bajo un mismo cielo, y bajo una misma bandera.
Que sufrimos todos juntos las mismas penas y las mismas alegrías.
Ilumina nuestra esperanza, alivia nuestra pobreza material y espiritual
y que tomados de tu mano digamos más fuerte que nunca:
¡ARGENTINA! ¡ARGENTINA, CANTA Y CAMINA
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