Un Camino de Gracia

¡Oh, santísima Madre de Dios! Alcanzadme el
amor de vuestro divino Hijo para amarle, imitarle y
seguirle en esta vida y gozar de El en el Cielo. Amén.

martes, 9 de junio de 2015

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios! Que por tu gracia, Padre, este sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti; que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres y de nueva concordia entre las naciones;¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!




LA SANTISIMA TRINIDAD


Una familia a la que estamos llamados a insertarnos “De la Trinidad venimos y a la Trinidad volvemos. En nuestro camino nos acompaña Cristo como luz y guía. En tus manos, oh Señor, pongo mi vida. A ti, Trinidad Santísima, la gloria por siempre. Amén




Muchos cristianos se imaginan a Dios como un ser infinito, omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que vive solo, en el cielo y tiene a sus pies toda la creación. En un Dios bondadoso, pero solitario. Otros le conciben como un padre misericordioso o un juez severo. Pero siempre piensan que Dios es solamente un ser supremo, único, sin posibles rivales, en el esplendor de su propia gloria. Podrá estar con los santos, con las santas y los ángeles en el cielo. Pero todos ellos son criaturas que por muy grandiosas que sean, no dejan de haber salido de las manos de Dios; por tanto, son inferiores, solamente semejantes a Dios. Pero Dios estaría fundamentalmente solo, porque hay un solo Dios. Esta es la fe del Antiguo Testamento, de los judíos, de los musulmanes y de algunos cristianos. Necesitamos pasar de la soledad del Uno a la comunión de los divinos tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo. "Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo"(Juan Pablo II en Puebla, enero de 1979, hablando a la Asamblea del CELAM).

La fe cristiana no niega la afirmación: sólo existe un Dios. Pero comprende de forma distinta la unidad de Dios. Por la revelación del Nuevo Testamento, lo que existe de hecho es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma eternidad, el mismo poder, la misma perfección, son un solo Dios. Para señalar lo que une en la Trinidad y hace que las personas sean un solo Dios, la Iglesia utiliza la palabra naturaleza (sustancia o esencia). La naturaleza es la esencia de Dios; por tanto, es aquello que constituye a Dios como Dios, distinto de cualquier otro ser posible. Esta naturaleza es numéricamente una y se encuentra presente en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.

Lo que es distinto en Dios; es la individualidad de cada persona, que existe simultáneamente en sí y para sí y en eterna comunión con las otras dos. Dios es la comunión de los divinos tres. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman de tal manera y están tan interpenetrados entre sí que están siempre unidos. Lo que existe es la unión de las tres divinas personas. La unión es tan profunda y radical que son un solo Dios. Es algo similar a tres fuentes que constituyen un único y mismo lago. Cada fuente corre en dirección a la otra; entrega toda su agua para formar un solo lago. Es algo similar a tres focos de una misma lámpara, que constituyen una sola luz. Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en comunión recíproca. Coexisten desde toda la eternidad; nadie es anterior ni posterior, ni superior ni inferior al otro. Cada Persona envuelve a las otras, todas se interpenetran mutuamente y moran unas en otras. Es la realidad de la comunión trinitaria, tan infinita y profunda que los divinos tres se unen y son por eso mismo un solo Dios. La unidad divina es comunitaria, porque cada persona está en comunión con las otras dos.

¿Qué significa decir que Dios es comunión y por eso Trinidad? Sólo las personas pueden estar en comunión. Implica que una esté en presencia de la otra, distinta de la otra, pero abierta, en una reciprocidad radical. . El resultado de la entrega mutua y de la comunión recíproca es la comunidad. Para que haya verdadera comunión, tiene que haber relaciones directas e inmediatas. Relaciones son las conexiones que existen entre las tres divinas personas. El Padre en relación con el Hijo posee la paternidad; el Hijo en relación con el Padre posee la filiación; el Padre y el Hijo en relación con el Espíritu Santo poseen la espiración activa; el Espíritu Santo en relación con el Padre y el Hijo posee la espiración pasiva. Las relaciones permiten distinguir a una persona de la otra, si bien las personas también se distinguen por su origen: el Padre no proviene de ninguna persona (por nadie fue hecho, ni creado, ni engendrado), el Hijo no es hecho ni creado sino que es engendrado por el Padre, y el Espíritu Santo procede a la vez del Padre y del Hijo.

¿Cómo se da esta comunión entre las divinas personas? Como ya dijimos, cada persona divina penetra en la otra y se deja penetrar por ella. Esta interpenetración es expresión del amor y de la vida que constituyen la naturaleza divina. Es propio del amor comunicarse; es natural que la vida se desarrolle y quiera comunicarse. De la misma manera, los divinos tres se encuentran desde toda la eternidad en una infinita eclosión de amor y de vida, uno en dirección al otro.

El efecto de esta mutua interpenetración es que cada persona mora en la otra. En palabras sencillas, esto significa: el Padre está siempre en el Hijo, comunicándole la vida y el amor; el Hijo está siempre en el Padre, conociéndolo y reconociéndole amorosamente como Padre; el Padre y el Hijo están en el Espíritu Santo como expresión mutua de vida y de amor; el Espíritu Santo está en el Hijo y en el Padre como fuente y manifestación de la vida y del amor de esta fuente abismal. Todos están en todos. Lo definió muy bien el concilio de Florencia en el año 1441: "El Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo. El Hijo está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo. El Espíritu está todo en el Padre y todo en el Hijo. Ninguno precede al otro en eternidad, ni lo supera en grandeza, ni le sobrepuja en poder".

Así pues, la santísima Trinidad es un misterio de inclusión. Esta inclusión impide que entendamos a una persona sin las otras. El Padre debe comprenderse siempre junto con el Hijo y con el Espíritu Santo, y así sucesivamente. Alguno podría pensar: ¿Habrá entonces tres dioses, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? Los habría si uno estuviese al lado del otro, sin relación con él; los habría si no hubiese relación e inclusión de las tres divinas personas. Los tres conviven sin principio y se entrelazan eternamente. Por eso son un solo Dios, un Dios-Trinidad. Dicho de otra forma, no creemos en tres dioses, sino en un sólo Dios en tres Personas distintas. Así Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios es el Espíritu Santo y sin embargo no son tres dioses sino un solo Dios.
(Profesión de fe de San Atanasio de Alejandría, símbolo Quicumque)


En virtud de la interrelación entre las tres divinas personas, todo en ellas es ternario y participado. El Padre, el Hijo y el Espíritu siempre están juntos: crean juntos, salvan juntos y juntos nos introducen en su comunión de vida y de amor. En la santísima Trinidad no se realiza nada sin la comunión de las tres personas. Esto no impide que haya acciones atribuidas a una de las personas divinas, aunque sea realizada juntamente por las tres, debido a una afinidad con las propiedades de aquella persona. Lo vemos claramente en sus misiones, que designan la presencia de las personas divinas dentro de la historia. Así el Padre proyectó toda la creación; el Hijo se encarnó para liberarnos del pecado y llevarnos a la vida eterna; el Espíritu Santo recibió la misión de santificarnos, iluminándonos y ayudándonos con sus dones a alcanzar la vida eterna.

En la piedad de muchos fieles hay una desintegración de la vivencia del Dios trino. De esta manera surgen desviaciones en nuestro encuentro con Dios que perjudican a la propia comunidad. Algunos sólo se quedan con el Padre. La figura del padre es central en la familia y en la sociedad tradicional. El dirige, decide y sabe. Así, algunos se representan a Dios como un padre todopoderoso, juez de la vida y de la muerte de los hijos e hijas. Todos dependen de él y, por eso, son considerados como menores. Dios es ciertamente Padre, pero Padre del Hijo, que, junto con el Espíritu Santo, viven en comunión e igualdad.

Otros se quedan sólo con la figura del Hijo, Jesucristo. El es el "compañero", el "maestro" o "nuestro jefe". Especialmente entre los jóvenes se ha desarrollado una imagen entusiástica y joven de Cristo, hermano de todos y líder que entusiasma a los hombres. Es un Jesús relacionado sólo por los lados, sin ninguna dimensión vertical, en dirección al Padre

Hay sectores cristianos que se concentran solamente en la figura del Espíritu Santo. Cultivan el espíritu de oración, hablan en lenguas, imponen las manos y dan cauce a sus emociones interiores y personales. Estos cristianos se olvidan de que el Espíritu es enviado por el Padre para continuar la obra liberadora de Jesús.

No basta la relación interior (Espíritu Santo), ni solamente hacia los lados (Hijo), ni sólo la vertical (Padre). Hay que integrar las tres. ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos un Padre que nos acoge? ¿Qué sería de nosotros si ese Padre no nos diese a su Hijo para hacernos también hijos? ¿Qué sería de nosotros si no hubiésemos recibido al Espíritu Santo, enviado por el Padre a petición del Hijo para morar en nuestra interioridad y completar nuestra salvación? ¡Vivamos la fe completa, en una experiencia completa de la imagen completa de Dios como trinidad de personas! La persona humana, para ser plenamente humana, necesita relacionarse por los tres lados: hacia arriba, hacia los lados y hacia dentro.

Decimos de ordinario que la santísima Trinidad es el mayor misterio de nuestra fe. ¿Cómo es que tres personas pueden ser un solo Dios? En efecto, la santísima Trinidad es un misterio augusto ante el cual vale más callarse que hablar. Pero hemos de entender correctamente lo que queremos decir cuando hablamos de misterio. Normalmente se entiende por misterio una verdad revelada por Dios que no puede ser conocida por la razón humana

En esta acepción el misterio significa el límite de la razón humana. Esta intenta entender, pero cuando se han agotado sus fuerzas renuncia a las reflexiones y acepta humildemente, por causa de la autoridad divina, la verdad revelada. Sin embargo, hay también otra comprensión que viene de la Iglesia antigua, para ésta misterio significaba no una realidad escondida e incomprensible al entendimiento humano, sino más bien el designio de Dios revelado a unas personas privilegiadas, como los grandes místicos, las personas santas, los profetas y los apóstoles, y comunicado a todos por medio de ellos. El misterio debía ser conocido y reconocido por los hombres y las mujeres. No significaba el límite de la razón, sino lo ilimitado de la razón. Cuanto más conocemos a Dios y su designio de comunión con los seres humanos, más nos sentimos invitados y desafiados a conocer más y a profundizar.

Y podemos profundizar durante toda la eternidad sin llegar jamás al fin. Subimos de un peldaño de conocimientos a otro peldaño, abriendo cada vez más los horizontes sobre lo infinito de la vida divina, sin vislumbrar nunca un límite. Dios es así vida, amor, sobreabundancia de comunicación, en la que nosotros mismos quedamos sumergidos. Esta visión del misterio no provoca angustia, sino expansión del corazón. La santísima Trinidad es misterio ahora y lo será por toda la eternidad. Nosotros lo conoceremos cada vez más, sin agotar nunca nuestra voluntad de conocer y de alegrarnos con el conocimiento que vamos adquiriendo progresivamente.

¿Cómo se reveló la santísima Trinidad? Aun cuando los hombres y las mujeres no supieran nada de la santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitaban desde siempre en la vida de las personas. Siempre que las personas seguían las llamadas de sus conciencias; siempre que obedecían más a la luz que a las ilusiones de la carne; siempre que realizaban la justicia y el amor en las relaciones humanas, estaba presente la santísima Trinidad. San Ireneo (murió por el año 200) dijo acertadamente: "El Hijo y el Espíritu Santo constituyen las dos manos por las cuales nos toca el Padre, nos abraza y nos moldea cada vez más a su imagen y semejanza. El Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados al mundo para morar entre nosotros e insertarnos en la comunión trinitaria".

La santísima Trinidad, en este sentido, no estuvo nunca ausente de la historia, de las luchas y de la vida de las personas de todos los tiempos. Hemos de distinguir siempre entre la realidad de la santísima Trinidad y la doctrina sobre ella. La realidad de las tres divinas personas ha acompañado siempre a la historia humana. La doctrina surgió luego, cuando las personas captaron la revelación de la santísima Trinidad y pudieron formular doctrinas trinitarias.

La revelación misma de la santísima Trinidad en toda su claridad sólo vino por medio de Jesucristo y por las manifestaciones del Espíritu Santo. Hasta entonces, en los profetas del Antiguo Testamento y en algunos textos sapienciales aparecían algunas alusiones trinitarias. Con Jesús irrumpió la conciencia clara de que Dios es Padre que envía a su Hijo unigénito, encarnado en Jesús de Nazaret en virtud del Espíritu Santo; él formó la santa humanidad de Jesús en el seno de la virgen María y llenó a Jesús de entusiasmo para predicar y curar, así como envió a los apóstoles para dar testimonio y fundar comunidades cristianas. Sólo podremos entender a Jesucristo si lo comprendemos tal como nos lo presentan los evangelios: como Hijo del Padre y lleno del Espíritu Santo. La Trinidad se revela en los comportamientos y palabras de Jesús y en la acción del Espíritu Santo en el mundo y en las personas.

El texto más importante que se aduce para la revelación de la santísima Trinidad por parte de Jesús es su palabra de despedida en Mateo: "Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (28,19). Este mandato de Jesús sólo se encuentra en el evangelio de san Mateo; falta en los otros tres evangelios.

Los estudiosos piensan que esta fórmula es tardía, ya que recoge la experiencia bautismal de la comunidad primitiva en el tiempo en que se escribió el evangelio de san Mateo, por el año 85. Aquella comunidad había meditado mucho en la vida y en las palabras de Jesús. A partir de allí comprendió que Jesús nos había revelado de hecho quién es Dios, es decir, la santísima Trinidad, y que en nombre de ese Dios trino tenían que ser bautizados los creyentes. Jesús está en el origen de esta fórmula eclesial.

Vamos a considerar cómo nos reveló Jesús las tres personas divinas. Comencemos por el nombre del Padre. Sabemos que Jesús siempre llamó a Dios “Abba”, que quiere decir "papá". Si uno llama a Dios Padre es porque se siente hijo. Este Padre es de infinita bondad y misericordia. Jesús mantuvo en sus largas oraciones una profunda intimidad con él. Si se muestra misericordioso con los pecadores es porque está mostrando al Padre celestial, que es fundamentalmente misericordioso y ama a los ingratos y malos
(Lc 6,35).

¿Cómo actúa el Padre? El Padre actúa en el mundo con vistas a la implantación de su Reino. Jesús hace del mensaje del reino de Dios el centro de su predicación. Reino no significa un territorio sobre el cual tiene dominio un rey. Reino es el modo de actuar del Padre mediante el cual va liberando a toda la creación de los males del pecado, de la enfermedad, de las divisiones y de la muerte, e implantando el amor, la fraternidad y la vida. Jesús, con su palabra y con su práctica, se empeña en inaugurar ya en este mundo el reino del Padre. Y lo hace, como veremos a continuación, en la fuerza del Espíritu Santo. Jesús se siente tan unido con este Padre, que puede confesar: "Yo y el Padre somos una sola cosa"
(Jn 10,30). El Padre amó al Hijo "antes de la creación del mundo"


(Jn 17,24). Por tanto, incluso antes de ser creador, Dios era el Padre del Hijo eterno, que se encarnó y se llamó Jesucristo. El nos revela al Padre porque dijo: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14,9).

El Padre es Padre, no por ser creador. Antes de la creación ya era Padre, porque eternamente era el Padre del Hijo. En el Hijo él nos imaginó como hijos e hijas suyos y, por tanto, como hermanos y hermanas del Hijo. Desde siempre estábamos en el corazón del Padre. Allí están nuestras raíces.

El Hijo se reveló asumiendo la santa humanidad de Jesús de Nazaret. Pero debemos respetar el camino que él escogió para manifestarse a las personas. No empezó diciendo enseguida que estaba encarnado en Jesús. Los discípulos, viendo cómo rezaba, cómo actuaba y cómo hablaba, fueron descubriendo la realidad de la filiación divina de Jesús, y así descubrieron la presencia de la segunda persona de la santísima Trinidad.

En primer lugar, el Hijo se revela en la forma de rezar de Jesús. Llama a Dios su "querido papá". El que llama a Dios papá se siente su hijo querido. Y, de hecho, Jesús dice: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar" (Lc 10,22). En la oración Jesús revelaba su unión e intimidad con el Padre. Entonces podía decir: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30). Se sentía Hijo, pero con la misma naturaleza del Padre, viviendo una misma comunión.

En segundo lugar, Jesús actuaba como quien era el Hijo de Dios y el representante del Padre. Se compadecía de todos los que sufrían y de todos los pobres. Curaba y consolaba. Las personas agraciadas tenían la sensación de estar ante el poder personalizado de Dios. Pedro confesaba: "¡Tú eres el Hijo de Dios vivo!" Los enemigos de Jesús se dieron cuenta de que Jesús invadía el espacio divino. Perdonaba pecados, cosa que solamente Dios puede hacer; modificaba la ley santa del Antiguo Testamento o introducía interpretaciones liberadoras. Con razón le acusaban: "Llama a Dios su propio Padre, haciéndose igual a Dios" (Jn 5,18).

En tercer lugar, el mismo cielo dio testimonio en favor de Jesús, el Hijo de Dios. En el bautismo de Jesús y en la transfiguración del monte Tabor se oyó la voz: "Este es mi Hijo amado, mi predilecto" (Mt 3,17; 17,5). Aquí se revela lo que Jesús escondía con recato: su filiación divina.

Finalmente, la muerte y la resurrección de Jesús son momentos cruciales en los que se revela la verdadera naturaleza de Dios y de las otras dos personas divinas: el amor y la plena comunión. En la muerte, Jesús entrega totalmente su vida a los demás. Esta muerte es fruto del rechazo que Jesús sufrió. Pero no deja que la muerte sea solamente expresión del rechazo de su persona, del Dios que anuncia y del Reino, asume libremente la muerte como expresión suprema de su amor para con quien lo rechaza. Jesús murió en solidaridad y en comunión hasta con los enemigos que le condenaban para garantizar el triunfo del amor y de la comunión. Este triunfo se revela en la resurrección. Por eso existe una unidad entre la muerte y la resurrección: hay un solo misterio pascual. Este misterio revela la esencia de la santísima Trinidad: el amor y la comunión. En este misterio está presente el Padre, que ama y que sufre con el Hijo; está presente el Espíritu Santo, por cuya fuerza el Hijo entrega su vida y mantiene la comunión hasta el fin.

El Espíritu Santo es la segunda mano por la que el Padre nos alcanza y nos abraza. El Padre y el Hijo enviaron al mundo al Espíritu Santo. Ya antes el Espíritu actuaba desde siempre en la tierra: fomentando la vida, animando el coraje de los profetas, inspirando sabiduría para las acciones humanas. Su mayor obra fue venir sobre María y formar en su seno la santa humanidad del Hijo encarnado en Jesús; bajó sobre Jesús con ocasión del bautismo de Juan; en la fuerza del Espíritu, Cristo hace portentos para liberar al hombre de sus miserias. El mismo Jesús dijo: "Si echo los demonios con el Espíritu de Dios, es señal de que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12,28). Después de la ascensión de Jesús a los cielos, es el Espíritu el que profundiza y difunde el mensaje de Cristo. El nos hace acoger con fe y con amor a la persona del Hijo y nos enseña a rezar: ¡Abba, Padre nuestro!

Hay cuatro lugares privilegiados de revelación del Espíritu Santo. El primero es la virgen María. El moró en ella. La elevó a la altura de lo divino. Por eso lo que nace de María, como dice san Lucas, será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).

El segundo lugar es Jesucristo. Jesús estaba lleno del Espíritu. El Espíritu y Cristo siempre estarán juntos para conducir de nuevo a la creación al seno de la santísima Trinidad.

El tercer lugar es la misión. El Espíritu baja en Pentecostés sobre los apóstoles, les quita el miedo y los envía a difundir el mensaje de Cristo entre todos los pueblos. Es el Espíritu el que en la misión permite ver y realizar la unidad en la pluralidad de naciones y de lenguas.

El cuarto lugar es la comunidad humana y eclesial. Dentro de ella aparecen muchos servicios y habilidades. Unos saben consolar, otros coordinar, otros escribir, otros construir. De la misma forma, en la comunidad cristiana existe todo tipo de servicios y ministerios, bien en favor de la comunidad o bien en favor de la sociedad, rompiendo muchas veces los esquemas e inaugurando lo nuevo. Todo proviene del Espíritu. Los cristianos han meditado sobre estas manifestaciones y han sacado la siguiente conclusión: el Espíritu Santo también es Dios con el Padre y el Hijo. No son tres dioses, sino un solo Dios en comunión de personas.

En el Nuevo Testamento tenemos la revelación de la santísima Trinidad. Pero no existe allí una doctrina elaborada sobre este hecho. La doctrina supone el cuestionamiento, la reflexión y la sistematización de las ideas. Esto no surgirá hasta dos siglos más tarde, cuando los cristianos tuvieron que elaborar ideas claras sobre la divinidad de Jesús y la del Espíritu Santo.

Pero en los escritos de los primeros cristianos, particularmente en las cartas de san Pablo, de san Pedro y de san Juan, se percibe la conciencia trinitaria. Esta conciencia se expresa mediante fórmulas ternarias, es decir, mediante formas de pensar y de hablar en las que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo aparecen siempre juntos. Este hecho demuestra que hay allí una fe en la santísima Trinidad, aunque no se perciba claramente una doctrina bien elaborada sobre la misma; podemos decir que esta doctrina sólo está allí a manera de embrión. Veamos algunos de los textos más significativos.

El primero es el de la comunidad eclesial de san Mateo: "Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (28,19). Ya hemos dicho que se trata de un texto tardío (por el año 85) y significa que por el bautismo el fiel es introducido en la comunidad de la Trinidad y está bajo la protección de los divinos tres.

El segundo texto en importancia es el de san Pablo, que hoy se utiliza en todas las misas: "La gracia de Jesucristo, el Señor; el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2Cor 13,13). La fórmula ternaria es tan explícita que nos dispensa de todo comentario.

Otro texto trinitario es el de la carta a los Tesalonicenses: "Pero nosotros debemos dar continuamente gracias a Dios por vosotros, hermanos queridos del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para salvaros por la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad. Precisamente para esto os llamó por nuestra predicación del evangelio, para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo" (2Tes 2,13-14). Aquí aparecen juntos, en la obra de la salvación, los divinos tres. Conviene recordar que siempre que el Nuevo Testamento habla de Dios sobrentiende al Padre. Textos semejantes a los citados son los de 1 Cor 12,4-6 y Gál 3,11-14; 2Cor 1,21-22; 3,3; Rom 14,17-18; 15,16; 15,40; Flp 3,3; Ef 2,20-22; 3,14-16.

Si el único Dios verdadero se llama Trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, entonces hemos de admitir que toda revelación divina, en cualquier parte de la historia, significa una manifestación de la santísima Trinidad. Ciertamente, la gente no sabe que el encuentro con Dios implica siempre un encuentro con las tres divinas personas; pero una vez descubierta esta verdad, siempre podemos decir: toda experiencia auténtica de Dios significa realmente una experiencia del Dios trinitario.

La venida del Hijo y del Espíritu Santo inauguró un tiempo nuevo en la humanidad. Los primeros cristianos, al ver las acciones y las palabras de Cristo y estando atentos a las manifestaciones del Espíritu Santo, llegaron a la conclusión de que Dios-Padre los había enviado y que los tres eran el Dios en comunión e intercomunicación.

Al principio, no había reflexión teológica sobre esta convicción. El ambiente litúrgico fue el primer lugar de expresión de la fe trinitaria. Las doxologías, esto es, las oraciones de alabanza y de acción de gracias, constituyeron las oportunidades primordiales en las que los fieles atestiguaron la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las oraciones antiguas, lo mismo que las nuestras de hoy, terminaban siempre con el "Gloria al Padre, por el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo".

Estaba, además, la práctica sacramental. Se celebraba de forma solemne el bautismo y la eucaristía. Siguiendo el mandato del resucitado, conservado en Mateo (28,19), los cristianos bautizaban "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Los primeros formularios de misas (anáforas o canon) se estructuraban siempre de forma trinitaria. El Padre es siempre el fin y el objetivo de toda celebración. En ella se celebran los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús, se recuerda la venida del Espíritu en Pentecostés y su actuación en la comunidad y en la historia. Y todo esto se hace para insertar a las personas en la comunión trinitaria.

También conocemos los primeros credos
(llamados "símbolos" en la Iglesia antigua). Allí había ya una clara conciencia trinitaria. El actual todavía conserva la misma estructura de expresión de fe "Creo en Dios, Padre todopoderoso..., y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor... Creo en el Espíritu Santo". Todavía hoy los cristianos suelen comenzar y terminar el día haciendo la señal de la cruz; es una expresión de fe en el Dios cristiano, que es siempre la comunión y la copresencia de las tres personas.

El pensamiento reflejo no tiene nunca la primera palabra. Primero viene la vida, la celebración de la vida y el trabajo. Luego viene la reflexión y la doctrina. Lo mismo pasó con los primeros cristianos. Comenzaron alabando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y bautizando luego a los que creían en el nombre de la Trinidad. Tan sólo al final empezaron a reflexionar sobre lo que celebraban y sobre lo que hacían. Después de ciento cincuenta años de reflexiones, discusiones y encuentros de obispos, la Iglesia llegó a fijar las palabras-clave con las que expresar su fe en la santísima Trinidad sin errores ni distorsiones.

Si Dios significa tres personas divinas en eterna comunión entre sí, entonces hemos de concluir que también nosotros, sus hijos e hijas, estamos llamados a la comunión. Somos imagen y semejanza de la Trinidad. En virtud de esto, somos seres comunitarios. La soledad es el infierno. Nadie es una isla. Estamos rodeados de personas, de cosas y de seres por todas partes. Por causa de la santísima Trinidad, estamos invitados a mantener relaciones de comunión con todos, dando y recibiendo, construyendo todos juntos una convivencia rica, abierta, que respete las diferencias y beneficie a todos. La comunión es la realidad más profunda y fundadora que existe. La comunión de la santísima Trinidad no está cerrada sobre sí misma. Se abre hacia fuera. Toda la creación significa un desbordamiento de vida y de comunión de las tres divinas personas, que invitan a todas las criaturas, especialmente a las humanas, a entrar también ellas en el juego de la comunión entre sí y con las personas divinas. El mismo Jesús lo dijo muy bien: "Que todos sean una sola cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros" (Jn 17,21).

El próximo domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, del misterio que está en el centro de nuestra fe, del cual todo procede y al cual todo vuelve. El misterio de la unidad de Dios y, a la vez, de su subsistencia en tres Personas iguales y distintas. Padre, Hijo y Espíritu Santo: la unidad en la comunión y la comunión en la unidad. Conviene que los cristianos, en este gran día, seamos conscientes de que este misterio está presente en nuestras vidas: desde el Bautismo —que recibimos en nombre de la Santísima Trinidad— hasta nuestra participación en la Eucaristía, que se hace para gloria del Padre, por su Hijo Jesucristo, gracias al Espíritu Santo. Y es la señal por la cual nos reconocemos como cristianos: la señal de la Cruz en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La Trinidad Santísima, lejos de ponerse aparte, distante e inaccesible, viene a nosotros, habita en nosotros y nos transforma en interlocutores suyos. Y esto por medio del Espíritu, quien así nos guía hasta la verdad completa (Jn 16,13).La incomparable “dignidad del cristiano”, es poseer en sí el misterio de Dios y,entonces, tener ya, desde esta tierra, la propia “ciudadanía” en el cielo Flp 3,20, es decir, en el seno de la Trinidad Santísima.

Venimos de la Trinidad,

del corazón del Padre,

de la inteligencia del Hijo

y del amor del Espíritu Santo.

Y peregrinamos

hacia el reino de la Trinidad,

que es comunión total y vida eterna.







¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!
Bendito seas, Padre, que en tu infinito amor nos has dado a tu Hijo unigénito,

hecho carne por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María.

Él se hizo nuestro compañero de viaje y dio nuevo significado a la historia,

que es un camino recorrido juntos en las penas y los sufrimientos,

en la fidelidad y el amor, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva

en los cuales Tú, vencida la muerte, serás todo en todos.


¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!
Que por tu gracia, Padre,

este sea un tiempo de conversión profunda y de gozoso retorno a ti;

que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres

y de nueva concordia entre las naciones;

un tiempo en que las espadas se cambien por arados

y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.

Concédenos, Padre, poder vivir dóciles a la voz del Espíritu,

fieles en el seguimiento de Cristo, asiduos en la escucha de la Palabra

y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.


¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!
A ti, Padre omnipotente, origen del cosmos y del hombre,

por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia,

en el Espíritu que santifica el universo,


¡Alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos!

Amén.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario