SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
La Nueva y Definitiva Alianza
Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, mi buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.
La finalidad de esta celebración es exaltar la presencia de Jesús en el pan y vino consagrados. Es la fiesta de la Eucaristía. La fiesta del sacramento más entrañable que nos dejó Cristo, en el que participamos por medio de la comunión de su Cuerpo y de su Sangre, como alimento para nuestro camino. La liturgia reserva dos solemnidades para honrar la presencia real y sustancial de Jesús en la Eucaristía: el Jueves Santo se celebra la institución del Sacramento, con especial referencia al sacrificio de la Cruz (‘la Eucaristía como sacrificio’), mientras que el día del Cuerpo y Sangre de Cristo se acentúa el homenaje de adoración al Señor realmente presente en el sagrario (‘la Eucaristía como sacramento”)
Nadie duda que el Señor está presente en medio de los fieles cuando éstos se reúnen en su nombre: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18, 20). También está presente en la predicación de la palabra divina, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla (Const. Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, n. 7). Igualmente está presente en los sacramentos, ya que Él es quien actúa con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa” (Catecismo, n. 1127).
Sin embargo, la presencia de Jesucristo en la Eucaristía es de otro orden: Es muy distinto el modo verdaderamente sublime, por el cual Cristo está presente en su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía, ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos (Pablo VI, Enc. Mysterium Fidei, n. 39).
En efecto, esta presencia de Jesucristo en la Eucaristía se denomina real para hacer frente a la presencia figurativa o simbólica de la que hablan los protestantes, y para señalar también que es diferente de esos otros modos que mencionamos anteriormente. Se le llama real no por exclusión, como si las otras presencias de Cristo -en la oración, en la palabra, en los otros sacramentos- no fueran reales, sino porque es una presencia substancial ya que en ella se hace presente Cristo, Dios y Hombre, entero, no al modo espiritual
El Magisterio de la Iglesia nos enseña que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía se produce una singular y maravillosa conversión de toda la substancia del pan en el Cuerpo de Cristo, y de toda la substancia del vino en su Sangre; conversión que la Iglesia católica llama transubstanciación. En efecto, el término transubstanciación (trans-substare) expresa perfectamente lo que ocurre, pues al repetir el sacerdote, sobre el pan y el vino, las palabras de Jesucristo: “…esto es mi Cuerpo…”; “…este es el cáliz de mi Sangre…” se da el cambio de una substancia en otra, de la substancia “pan” en la substancia “Cuerpo de Cristo”, y de la substancia “vino” en la substancia “Sangre de Cristo”. Sólo quedan sus accidentes o apariencias exteriores de pan y vino que, aunque se siguen viendo con sus características propias, sin embargo la acción del Espíritu Santo les cambia la esencia, para ser entonces la presencia real de Jesús entre nosotros.
Bajo cada una de las especies sacramentales, y bajo cada una de sus partes cuando se fraccionan, está contenido Jesucristo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Jesucristo no se encuentra presente en la Hostia al modo de los cuerpos, que ocupan una extensión material determinada (la mano en un lugar, y la cabeza en otro), sino al modo de la substancia, que está toda entera en cada parte del lugar (la substancia del agua se encuentra tanto en una gota como en el océano; la substancia del pan está tanto en una migaja como en un pan entero, etc.). Por ello, al dividirse la Hostia, está todo Cristo en cada fragmento de ella.
Además, no está únicamente el Cuerpo de Cristo bajo la especie del pan, ni únicamente su Sangre bajo los accidentes del vino, sino que en cada uno se encuentra Cristo entero. Donde está el Cuerpo, concomitantemente se hallan la Sangre, el Alma y la Divinidad; y donde está la Sangre, igualmente por concomitancia se encuentran el Cuerpo, el Alma y la Divinidad de Jesucristo.
"La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsisten las especies eucarísticas" (Catecismo, n. 1377).Según la doctrina católica, la presencia real dura mientras no se corrompen las especies que constituyen el signo sacramental instituido por Cristo. El argumento es claro: como el Cuerpo y la Sangre de Cristo suceden a la substancia del pan y del vino, si se produce en los accidentes tal mutación que a causa de ella hubieran variado las substancias del pan y del vino contenidas bajo esos accidentes, igualmente dejan de estar presentes la substancia del Cuerpo y de la Sangre del Señor.
La fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor es una fiesta de comensales agradecidos. Y nosotros somos estos comensales agradecidos porque cada domingo, porque cada vez que participamos en la mesa del Señor, Él nos da su Cuerpo y su Sangre. Por eso, ante todo, debe brotar de nuestro corazón un darle gracias. Nunca agradeceremos y aprovecharemos bastante el don que nos ha hecho Cristo con la Eucaristía, el que no nos haya dejado solos, el que nos siga amando hasta el extremo, hasta el extremo de regalarnos su Cuerpo y su Sangre, su Persona entera, que es el motor que nos anima y da fuerzas para recorrer cristianamente el camino de la vida La Eucaristía es tanto el pan de los débiles, el de quienes sintiendo el peso de su propia debilidad de veras quieren vivir según Dios y ven que no pueden lograrlo por sí solos, como el pan de los fuertes, porque quienes la reciben experimentan una nueva fortaleza, la que proviene de la comunión con el Cristo vivo quien garantiza la fortaleza para no decaer, la luz para mantener el equilibrio, el empuje para seguir avanzando sin contentarse con lo ya logrado.
Cuando nos acercamos a comulgar recibimos no a un Cristo muerto y mudo, sino a un Cristo vivo, resucitado, que nos habla. Si le dejamos, Él nos hablará, seguirá tratando de cambiar, de moldear nuestro corazón para que sea un corazón como el suyo, para vivir su amor que se entrega, lava los pies, se humilla, sirve y comparte. No podemos después de comulgar seguir viviendo en nuestro egoísmo y en nuestra propia comodidad, ignorando a los demás. Si bebemos su misma sangre, ¿cómo no hemos de tener su mismo amor?
Cristo que viene a mí es el mismo Cristo indiviso que también va al hermano ubicado junto a mí. Por decirlo de alguna manera, él nos ata los unos a los otros en el momento en que nos ata a todos a sí. Aquí reside tal vez el sentido profundo de aquella frase que se lee en relación con los primeros cristianos, “unidos en la fracción del pan”: unidos al repartir o, mejor aún, al compartir el mismo pan.
Ya no puedo, entonces, desinteresarme del hermano, no puedo rechazarlo sin rechazar al propio Cristo y separarme de la unidad. Quién en la comunión pretende ser todo fervor por Cristo, y después ofende o hiere a un prójimo sin pedirle disculpas, o sin estar decidido a pedírselas, se parece a alguien que se pone en puntas de pie para besar en la frente a un amigo y no se da cuenta de que le está pisando los pies con sus zapatos reforzados: “Tú adoras a Cristo en la Cabeza -escribe san Agustín- y lo insultas en los miembros de su cuerpo. Él ama su cuerpo; si tú te has separado de su cuerpo, Él, la cabeza, no. Desde lo alto, te grita: Tú me honras inútilmente (In Hoh. X, 8)
Así, la comunión con Cristo se convierte en comunión entre nosotros para formar una comunidad fraterna. Comulgar no es sólo recibir a Cristo en nosotros, sino renovar nuestra pertenencia a la comunidad de los fieles, para vivir no como egoístas, sino como hermanos, unos al servicio de otros, cada día, como el mismo Jesús nos enseñó la noche de la última cena. Por eso la Eucaristía es sacramento de unidad, pues une a los fieles más con Dios y entre sí mismos. De la Eucaristía brota, como de su fuente, todo el amor en la Iglesia
El tema central de las lecturas que la liturgia marca para la solemnidad de Corpus Christi en el ciclo B, que transitamos este año, es la alianza de Dios con los hombres. En las lecturas apreciaremos cómo Dios hizo una alianza con su pueblo elegido, que después Jesús renovó con su propia sangre de una vez y para siempre, con la institución del sacramento de la Eucaristía para todo el que crea en Él.
Primera lectura: Libro del Éxodo 24, 3-8
3 Moisés fue a comunicar al pueblo todas las palabras y prescripciones del Señor, y el pueblo respondió a una sola voz: «Estamos decididos a poner en práctica todas las palabras que ha dicho el Señor». 4 Moisés consignó por escrito las palabras del Señor, y a la mañana siguiente, bien temprano, levantó un altar al pie de la montaña y erigió doce piedras en representación a las doce tribus de Israel. 5 Después designó a un grupo de jóvenes israelitas, y ellos ofrecieron holocaustos e inmolaron terneros al Señor, en sacrificio de comunión. 6 Moisés tomó la mitad de la sangre, la puso en unos recipientes, y derramó la otra mitad sobre el altar. 7 Luego tomó el documento de la alianza y lo leyó delante del pueblo, el cual exclamó: «Estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho». 8 Entonces Moisés tomó la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: “Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes, según lo establecido en estas cláusulas”
El texto del Éxodo es de particular importancia porque nos muestra la formalización solemne de la alianza entre Dios y su pueblo. En realidad, la historia de la alianza se confunde con la historia de la salvación. Esta alianza ya existía antes de que fuera consagrada en el Sinaí. Dios había hecho alianza con Noé después de la catástrofe del diluvio, cuya firma era el arco iris brillante en el cielo; con Abraham después de la dispersión de Babel, con la señal de la circuncisión en la carne. Sin embargo, es en el Sinaí donde el pueblo acepta la alianza y se compromete a obedecerla de modo solemne. El Señor lo conduce al desierto y lo lleva a la montaña para concluir su pacto. La iniciativa siempre es de Dios. Moisés, el mediador, levanta un altar símbolo de Dios y erige doce piedras que simbolizan las doce tribus de Israel. Se ofrecen los sacrificios, se vierte la sangre de las víctimas sobre el altar y se rocía con ella al pueblo. La sangre era considerada por los judíos como la sede de la vida por lo que el pueblo, purificado, adquiría la fuerza vital que eliminaba el pecado y el mal, y podía contraer una alianza con el que era puro por excelencia. De esta forma la misma sangre unía a Dios y al pueblo. Luego Moisés hace lectura de la ley (los mandamientos) que son el contenido de la alianza que el Señor establece con su pueblo y este, por su parte, se compromete a observar todo aquello que le manda el Señor, sellándose así esta alianza. Esto no es sino figura de la Nueva Alianza que encuentra en Cristo su culminación, quien ya no ofrece sacrificios y sangre de animales, sino su propia sangre
Segunda lectura: Carta a los Hebreos 9, 11-15
Cristo, en cambio, ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes futuros. El, a través de una Morada más excelente y perfecta que la antigua –no construida por manos humanas, es decir, no de este mundo creado– entró de una vez por todas en el Santuario, no por la sangre de chivos y terneros, sino por su propia sangre, obteniéndonos así una redención eterna. Porque si la sangre de chivos y toros y la ceniza de ternera, con que se rocía a los que están contaminados por el pecado, los santifica, obteniéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por otra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente! Por eso, Cristo es mediador de una Nueva Alianza entre Dios y los hombres, a fin de que, habiendo muerto para redención de los pecados cometidos en la primera Alianza, los que son llamados reciban la herencia eterna que ha sido prometida.
La alianza del Sinaí encuentra su culminación y perfección en la nueva alianza que Dios establece con los hombres por medio de su Hijo. El texto pone de manifiesto que los sacrificios de la Antigua Alianza no pudieron conseguir lo que Jesucristo realiza con el suyo, con la entrega de su propia vida. La carta a los Hebreos presenta a Cristo como el sumo sacerdote, aquel que ofrece el sacrificio perfecto. Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes futuros. La alianza ha llegado a su máxima expresión. En el ritual judío -concretamente en la fiesta de la expiación- el sumo sacerdote entraba solo en el “santo de los santos” y ofrecía a Dios el sacrificio, expiando las culpas de sus hermanos y permaneciendo al servicio del pueblo. Pero ahora ya no es la sangre de animales la que ofrece el sacerdote en el “santo de los santos” (al cual el sumo sacerdote entraba una sola vez al año), ahora es la sangre misma de Cristo, sumo sacerdote, la que se ofrece. El Salvador ha entrado de una vez para siempre en el santuario del cielo, está junto al Padre para interceder por nosotros. Ya no es con la sangre de los animales con la que rendimos culto a Dios, sino con la Sangre de Cristo Jesús, derramada en la Cruz de una vez por todas. Con su muerte en la Cruz, o sea, con su Sangre derramada por la humanidad, Cristo nos ha salvado a todos. Y es de esa entrega de la Cruz de la que en cada Eucaristía hacemos memorial y participamos. Nos da a comer su Cuerpo entregado y a beber su Sangre derramada.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Marcos 14, 12-16 y 22-25
El primer día de la fiesta de los panes Acimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?». El envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: «¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?». El les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario». Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua. Mientras comían, Jesús tomo el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberá más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios»
San Marcos, que es el evangelista de los domingos de este año, nos relata lo que dijo e hizo Jesús en la Cena de despedida de los suyos. En el pan partido y en la copa de vino nos aseguró que se nos daba a sí mismo, su Cuerpo, su Sangre.
En la última cena se anticipa sacramentalmente el sacrificio de Cristo en la cruz, será el ofrecimiento definitivo y fundará la alianza definitiva. La sangre que Cristo ofrece en el cáliz es la sangre de la alianza que será derramada por muchos, es decir, en lenguaje semítico, por todos. En esta cena Jesús y sus discípulos evocaban la liberación de Egipto y la estipulación de la alianza del Sinaí, en la que Dios mismo se comprometía en favor de su pueblo y este, por su parte, se comprometía a observar los mandamientos. Con la sangre de Cristo se establece la nueva y definitiva alianza. Por medio de su sangre los hombres son liberados de la esclavitud del pecado y absueltos de sus culpas. Ahora el hombre tiene abierto el camino de la conversión y de la vida eterna. En el sacramento de la Eucaristía –cuya institución es el hecho culminante de la cena- Jesús no solamente se queda con sus discípulos, sino que funda con ellos su comunión con Dios. La Nueva Alianza en la sangre de Cristo es el sello de la reconciliación entre Dios y su pueblo.
Como el pacto del Sinaí hizo de las tribus de Israel un solo pueblo con una tarea a realizar en la historia, así también la alianza sellada con la sangre de Jesús, borra las fronteras entre todos los hombres y entre los distintos grupos que forman el género humano. La cena pascual es una cena de hermandad.
Podemos concluir que las lecturas de este domingo del Corpus Christi tienen como punto en común o hilo conductor a la sangre. La sangre de los novillos derramada sobre el altar y sobre el pueblo, para ratificar la alianza del Sinaí como nos relata el libro del Éxodo. La sangre de la Nueva Alianza inaugurada por Jesús durante la última cena, como nos narra Marcos en el evangelio. Y la sangre derramada una vez para siempre por todos y para nuestra salvación, como dice el autor de la carta a los Hebreos. El marco de esta historia de salvación narrada en el Éxodo y asumida por Jesús en la última cena es la alianza, el pacto que Dios hace con sus hijos, con la humanidad, para darles lo que en los orígenes se había perdido, la vida en Él, la comunión con Él. Y si la alianza antigua se recordaba con la cena de pascua, donde se sacrificaban pequeños animales y donde la sangre de ellos simbolizaba el paso del Señor, la nueva alianza ya no se hace con sangre de corderos o de cabritos, sino con la sangre del Unigénito, del Hijo propio de Dios, que ha sido enviado por el Padre y el Espíritu Santo, y con su sangre se lavan todas nuestras culpas y pecados. Es el pacto definitivo que se selló en la cruz, y que se comenzó a realizar con la resurrección gloriosa. Y es el pacto que ha quedado no sólo simbolizado en la cena donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre del Señor, sino en todas las cenas donde los ministros del Señor, por la acción del Espíritu Santo, renuevan y realizan el único acto eucarístico donde Jesús nos repite “tomen y coman, este es mi cuerpo,… tomen y beban, está es mi sangre”. No son otras cenas las eucaristías que realizamos, sino son la actualización de la única cena donde el Señor se queda para siempre con nosotros, y se nos da como alimento para nuestra vida.
El rito eucarístico es memorial del sacrificio del Calvario. Memorial que no es un simple recuerdo, sino un rito en el que se contiene lo mismo que se contenía en la cruz: la misma víctima y el mismo sacerdote. Sólo es distinto el modo de la victimación; el de la cruz fue cruento, el de la eucaristía incruento.
Es sumamente interesante adentrarnos en el origen de la celebración del Corpus Christi. Desde los albores del siglo XII, la fe y la devoción eucarística se inclinaron notablemente hacia la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Esto se debió, en parte, a una reacción contra las herejías que prevalecían entonces. La práctica eucarística de aquel tiempo se caracterizaba por un fuerte deseo, por parte de los fieles, de ver la Hostia y el Cáliz en la misa. Esto iba acompañado por una sensación de temor reverencial ante la presencia real y una profunda conciencia de indignidad personal. Ver la Hostia, venerar las Sagradas Especies, constituía una forma de comunión espiritual. La comunión sacramental, que es la mejor forma de participación en la Misa, era poco frecuente.
Ese era el clima religioso, un clima de lo más favorable para introducir una fiesta en honor de la Eucaristía, considerada especialmente bajo el aspecto de presencia real. La iniciativa no llegó "de arriba", de la jerarquía, sino "de abajo", de un movimiento del Espíritu en la Iglesia. Una monja desconocida, de vida estrictamente claustral, sería la primera en promover la institución de una nueva fiesta eucarística. Era Juliana de Mont Cornillon, de la diócesis de Lieja, en lo que hoy es Bélgica.
Santa Juliana de Mont Cornillón, fue la enviada de Dios para propiciar esta fiesta. La santa que había quedado huérfana muy pequeña fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon y cuando creció hizo su profesión religiosa llegando a ser superiora de su comunidad.
Desde joven, Santa Juliana tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre anhelaba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se intensifica al tener una visión de la Iglesia bajo la apariencia de una luna llena en la cual observa una mancha oscura, recibiendo entonces la revelación, por parte de Cristo, de que aquella mancha significaba la ausencia de una fiesta en honor a la Eucaristía, recibiendo además el encargo de promoverla. Juliana comunicó estas visiones al entonces obispo de Lieja y también al archidiácono de Lieja que más tarde llegaría a ser el Papa Urbano IV.
El obispo de Lieja se impresionó favorablemente y, como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante. Así en su diócesis la fiesta se celebró por primera vez al año siguiente, el jueves posterior a la fiesta de la Santísima Trinidad. Más tarde un obispo alemán conoció la costumbre y la extendió por toda la actual Alemania.
Años después un sacerdote bohemio llamado Pedro de Praga, en el verano de 1263, comenzó a dudar de la presencia real de Jesús en la hostia y el vino consagrados. El sacerdote entonces emprendió una peregrinación a Roma para rezar ante la tumba de Pedro y para disipar sus dudas de fe. La estancia romana animó el alma del sacerdote, que emprendió el viaje de regreso a su tierra. A lo largo de la Via Cassia se detuvo para pasar la noche en Bolsena, donde las dudas de fe le asaltaron de nuevo. Al día siguiente el sacerdote celebró la misa en la iglesia de Santa Cristina. En el momento de la consagración, la sagrada forma comenzó a sangrar. Asustado y confundido, el sacerdote trató de ocultar el hecho y concluyó la celebración, envolviendo la forma con el purificador del cáliz y dejándolo en la Sacristía. En el camino, unas gotas de sangre cayeron en el suelo de mármol y en los escalones del altar.
Pedro de Praga se dirigió inmediatamente al Papa Urbano IV, que se encontraba en Orvieto, para contarle lo sucedido. El Papa, entonces, envió al obispo de Orvieto a Bolsena para comprobar la veracidad de la historia y recuperar las reliquias. Urbano IV reconoció el milagro y el 11 de agosto 1264 instituyó para toda la Iglesia una fiesta llamada Corpus Christi, a partir de la fiesta ya existente desde 1247 en la diócesis de Lieja, en Bélgica, fijándola para el jueves después de la octava de Pentecostés
Las reliquias del milagro se conservan en la catedral de Orvieto. En la Capilla del Corporal se venera la Hostia Santa, el corporal y el purificador. El altar donde ocurrió el milagro fue colocado, desde la primera mitad del siglo XVI, en el atrio de la basílica subterránea de Santa Cristina en Bolsena. Allí se conservan las lápidas de mármol manchadas con la Sangre del Milagro. En Agosto de 1964, setecientos años después de la institución de la fiesta de Corpus Christi, el Papa Paulo VI celebró Misa en el altar de la Catedral de Orvieto.
Existen otros milagros eucarísticos verificados en Francia, España, Italia pero el más antiguo de los conocidos es el de Lanciano que se remonta al siglo VIII y que ha llegado incluso a interesar al Consejo superior de la Organización Mundial de la Salud, que nombró una comisión específica para comprobar las conclusiones médicas. Los trabajos duraron quince meses, con un total de quinientos exámenes, y se publicaron en 1976 en Nueva York y Ginebra. Los análisis, que confirmaron y ampliaron las primeras conclusiones, fueron repetidos en 1980.
La narración de lo ocurrido consta en un documento de 1631: “En esta ciudad de Lanciano, hacia el año 750 de Nuestro Señor, se halló, en el monasterio de San Legonziano, donde vivían monjes de san Basilio, hoy llamado de san Francisco, un monje que, no bien anclado en la fe, literato en las ciencias del mundo, pero ignorante en las de Dios, dudaba cada vez más de que en la hostia consagrada residiera el verdadero cuerpo de Cristo, y de que en el vino estuviera su verdadera sangre. Sin embargo, no abandonado por la divina gracia de la oración, constantemente rogaba a Dios que le arrancase del corazón esta llaga, que le estaba envenenando el alma. Cuando el benignísimo Dios, Padre de misericordia y de todo consuelo, se complació en sacarle de aquella brumosa oscuridad, le hizo la misma gracia a la que ya asistiera el apóstol Tomás”. Sigue diciendo el anónimo autor del texto: “Mientras una mañana, durante el sacrificio, tras proferir las santísimas palabras de la consagración, se hallaba inmerso como nunca en su antiguo error, vio convertirse el pan en carne y el vino en sangre. De tan estupendo y grandioso milagro se quedó aterrorizado y confuso; pero, al final, cediendo el temor a la alegría del espíritu que le llenaba los ojos y el alma, con rostro jocundo y bañado por las lágrimas, se volvió hacia los presentes y dijo: “Oh, dichosos asistentes, a quienes Dios Bendito, para confundir mi incredulidad, ha querido revelarse en este Santísimo Sacramento y hacerse visible a vuestros ojos. Venid, hermanos, y mirad a nuestro Dios que se ha acercado a nosotros. He aquí la carne y la sangre de nuestro amadísimo Jesús”.
No se conoce el nombre ni los demás datos del monje. Sólo sabemos que pertenecía a un modesto núcleo de monjes orientales basilianos que habían llegado a Lanciano como prófugos, tras el incremento del flujo migratorio de monjes orientales a Italia. A estos monjes, el pueblo de Lanciano, como señal de hospitalidad, les entregó la pequeña iglesia de san Legonziano. El documento de 1631 que reevoca los hechos acaecidos es el documento más antiguo sobre el milagro. Un antiquísimo códice de pergamino escrito en griego y latín, que contenía todo el episodio, fue robado durante el siglo XVI.
Los monjes basilianos custodiaron las preciosas reliquias hasta el año 1176, en que pasaron a los benedictinos. En 1252, como en tantos otros monasterios de Italia, ocuparon el lugar de los benedictinos los franciscanos conventuales, que conservan aún hoy las reliquias. Los frailes franciscanos construyeron sobre la antigua iglesia de san Legonziano un nuevo santuario donde, en 1258, colocaron las reliquias eucarísticas. El milagro se guarda tras el tabernáculo del altar monumental, que fue erigido por los lancianeses en el centro del presbiterio. La Hostia, convertida en carne, como puede observarse hoy, conservada en un ostensorio de plata, tiene el tamaño de la hostia grande actualmente usada en la Iglesia latina. Es ligeramente oscura y se vuelve rosada si se observa en transparencia. El vino convertido en sangre, contenido en un cáliz de cristal, está coagulado en cinco glóbulos de diferente tamaño.
Las reliquias fueron sometidas a cuatro reconocimientos eclesiásticos: en 1574, en 1637, en 1770 y en 1886. En el primero de estos reconocimientos ocurrió un fenómeno extraordinario. El testimonio lo ofrece un epígrafe que todavía puede leerse en la capilla que está a la derecha de la nave, donde durante tres siglos habían estado guardadas la carne y la sangre en una custodia de hierro forjado. En el epígrafe se lee: “La carne está todavía entera y la sangre dividida en cinco partes desiguales que pesan todas juntas lo mismo que cada una de ellas por separado”. ¿Qué había pasado? Durante aquel reconocimiento, el arzobispo Rodríguez quiso pesar ante las autoridades presentes la sangre coagulada y constató, ante el asombro de todos, que el peso total de los cinco glóbulos de sangre equivalía exactamente al peso de cada uno de ellos.
Una vez más, con el peso igual de los cinco coágulos de sangre de Lanciano, Jesús quiso dar una nueva señal de su presencia real en el misterio eucarístico: en cada gota de vino y cada trozo de hostia consagrados está presente todo su cuerpo y toda su sangre. Pero las “sorpresas” sobre el milagro eucarístico de Lanciano no terminan aquí. Tras el Concilio Vaticano II los franciscanos, para eliminar definitivamente cualquier duda, decidieron que había llegado el momento de someter al examen de la ciencia moderna las reliquias. De esta manera, en 1970 se lo encargaron a uno de los docentes de Anatomía más apreciados. El profesor Odoardo Linoli y su equipo comenzaron las pruebas en noviembre de aquel mismo año. La relación final fue redactada en marzo del 71. Los resultados fueron asombrosos. Aquellos fragmentos sacados del antiguo ostensorio resultaron ser no sólo tejido orgánico humano, sino que, por sus componentes miocárdicos, endocárdicos, vasculares, hemáticos y nerviosos, se estableció que se trataba de un corazón.
Los exámenes realizados además en los fragmentos amarillo-marrón contenidos en un cáliz no sellado han demostrado su naturaleza hemática y su pertenencia al grupo sanguíneo AB, idéntico al del tejido cardíaco. Han comprobado además la presencia de los minerales normalmente presentes en la sangre humana, excluyendo la posibilidad de que se haya utilizado cualquier técnica de conservación. Pero hay más: la carne y la sangre están vivas. Se realizó, en efecto, un análisis de la sangre: la electrofóresis, que permite separar las proteínas en el suero fresco, siendo un examen que no puede realizarse con una muestra de sangre de tres o cuatro días, ya que daría resultados viciados. El análisis de la sangre de Lanciano dio un resultado normal, denunciando la presencia de todas las fracciones proteicas y en la cantidad normal de cualquier persona sana.
Este tejido orgánico y esta sangre habían respondido, pues, a todas las reacciones clínicas propias de los seres vivos. “Nunca hubiera creído que iba a ver en esos fragmentos orgánicos de hace doce siglos lo que he visto”, afirma el profesor Linoli. “Ante estos prodigios inexplicables la ciencia se rinde, y al hacerlo no puede por menos que confirmar...”.
No podríamos terminar esta charla sin hacer mención del Milagro Eucarístico sucedido en nuestro país. En 1996 se produjo el llamado Milagro Eucarístico de Buenos Aires, donde una hostia se transformó en carne y sangre. Informado el cardenal Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, ordenó tomar fotos y una intensa investigación. Los estudios mostraron que era una parte del ventrículo izquierdo del músculo del corazón, de una persona de aproximadamente 30 años, sangre grupo AB y que había sufrido mucho al morir, con seguridad maltratado y golpeado.
A las siete de la tarde el 18 de agosto de 1996, el P. Alejandro Pezet decía la santa misa en la Parroquia de Santa María del barrio de Almagro. Cuando estaba terminando la distribución de la Sagrada Comunión, una mujer se acercó para decirle que había encontrado una hostia descartada en un candelabro en la parte posterior de la iglesia. Al ir al lugar indicado, el P. Alejandro vio la hostia profanada. Puesto que él era incapaz de consumirla, la colocó en un recipiente con agua y lo guardó en el sagrario de la capilla del Santísimo Sacramento.
El lunes, 26 de agosto, al abrir el sagrario, vio con asombro que la hostia se había convertido en una sustancia sanguinolenta. Informó al cardenal Jorge Bergoglio, quien dio instrucciones para que la hostia fuera fotografiada de manera profesional. Las fotos fueron tomadas el 6 de septiembre. Muestran claramente que la hostia, que se había convertido en un trozo de carne ensangrentada, había aumentado considerablemente de tamaño.
Por varios años la Hostia se mantuvo en el tabernáculo, y todo el asunto en un secreto estricto. Dado que la hostia no sufrió descomposición visible, el cardenal Bergoglio decidió hacerla analizar científicamente.
Una muestra del tejido fue enviada a un laboratorio en Buenos Aires. El laboratorio reportó el hallazgo de células humanas rojas y blancas de sangre y de tejido de un corazón humano. El laboratorio informó además de que la muestra de tejido parecía estar aún con vida, ya que las células se movían o latían como lo harían en un corazón humano vivo.
Tres años más tarde, en 1999, el Dr. Ricardo Castañón Gómez fue contactado para realizar algunas pruebas adicionales. El 5 de octubre de 1999, en presencia de representantes del Cardenal, el Dr. Castañón tomó una muestra del fragmento ensangrentado y lo envió a Nueva York para su análisis. Puesto que él no deseaba perjudicar el estudio, a propósito, no informó al equipo de científicos de su procedencia.
El laboratorio informó de que la muestra recibida era de tejido muscular de corazón humano vivo.
Cinco años más tarde, en 2004, el Dr. Castañón Gómez se contactó con el Dr. Frederick Zugibe y le pidió evaluar una muestra de prueba, una vez más, sin decirle nada acerca de la muestra o de su origen.
El Dr. Frederic Zugibe, un cardiólogo reconocido y patólogo forense, determinó que la sustancia analizada era de carne y sangre que contiene el ADN humano. Zugibe declaró que, “el material analizado es un fragmento del músculo del corazón que se encuentra en la pared del ventrículo izquierdo, cerca de las válvulas. Este músculo es responsable de la contracción del corazón. Hay que tener en cuenta que el ventrículo cardíaco izquierdo bombea sangre a todas las partes del cuerpo. El músculo cardíaco está en una condición inflamatoria y contiene un gran número de células blancas de la sangre. Esto indica que el corazón estaba vivo en el momento en que se tomó la muestra. Mi argumento es que el corazón estaba vivo, ya que las células blancas de la sangre mueren fuera de un organismo vivo. Él requiere de un organismo vivo para mantenerlo. Por lo tanto, su presencia indica que el corazón estaba vivo cuando se tomó la muestra. Lo que es más, estas células blancas de la sangre habían penetrado el tejido, lo que indica, además, que el corazón había estado bajo estrés severo, como si el propietario hubiera sido severamente golpeado en el pecho“. Preguntado el científico acerca de cuánto tiempo las células blancas de la sangre se habrían mantenido con vida, si hubieran venido de un pedazo de tejido humano que se hubiera mantenido en el agua? “Ellas habrían dejado de existir en cuestión de minutos”, respondió el Dr. Zugibe.
Se le informó entonces al médico que la fuente de la muestra había sido en principio dejada en agua corriente durante un mes y luego por otros tres años en un recipiente con agua destilada, y sólo entonces había sido tomada la muestra para el análisis.
Dr. Zugibe dijo que no había manera de explicar científicamente este hecho. Sólo entonces se le informó al Dr. Zugiba que la muestra analizada provino de una hostia consagrada (pan blanco, sin levadura) que se había vuelto misteriosamente en carne humana con sangre.
Sorprendido por esta información, el Dr. Zugibe respondió: “cómo y por qué una hostia consagrada puede cambiar su carácter y convertirse en carne viva y sangre humana seguirá siendo un misterio inexplicable para la ciencia, un misterio totalmente fuera de mi competencia“.
La hostia estudiada es venerada en la parroquia de Santa María en Buenos Aires.
Como el tiempo es tirano no queda más que insistir en la prioridad de reafirmar nuestra fe en Jesús Eucaristía. En que tengamos la firme certeza de que Jesús, que ascendió al cielo, no está alejado de nosotros, sino que al contrario, nos acompaña y nos alimenta con su mismo ser. Así como las cosas que comemos y bebemos pasan a formar parte de nuestro ser biológico, porque lo nutren y le dan vida, el pan eucarístico y la sangre consagrada, también son dones que nos alimentan y pasan a formar parte de nuestra propia existencia. Es un misterio inefable que la Iglesia nos recuerda el próximo domingo, invitándonos a reafirmar nuestra fe en la presencia real, con todo su ser, con toda su divinidad, de Jesús, que tanto nos amó que dio su vida para salvarnos, y que cada día, en cada eucaristía, sigue dando su vida para que todos nosotros tengamos vida en Él.
Milagros Eucaristicos en el Mundo
Milagro Eucaristico de Lanciano
«Miracolo Eucaristico di Lanciano - foto dal vivo»
por Junior - my own photos.
Disponible bajo la licencia Dominio público
vía Wikimedia Commons.
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