Semana Santa y Triduo Pascual
Si el grano de trigo no muere… Jn 12:24
Señor, enséñame a ser generoso. Enséñame a servirte como lo mereces; a dar y no calcular el costo, a luchar y no prestar atención a las heridas, a esforzarme y no buscar descanso, a trabajar y no pedir recompensa, excepto saber que hago tu voluntad.
En recuerdo de Anselm, Reginette, Margarita y Judith
Misioneras de la Caridad, mártires en Aden, Yemen
Pasado mañana entraremos en la Semana Santa, la más importante del año para nuestra fe, de ahí que la llamemos la Semana Mayor. Vamos a celebrar el corazón de nuestra fe que es el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Pero es algo más que un mero recuerdo psicológico de los últimos días de Jesús o un aniversario de su muerte; es la celebración cristiana -sacramental y comunitaria- de la esencia del cristianismo; la asamblea más importante de las reuniones cristianas; la conexión de nuestro tiempo con el suceso pascual liberador; el redescubrimiento de la identidad cristiana.
En definitiva, este «memorial» pascual es también como una memoria del cambio, ya que Cristo subvierte los falsos valores que circulan en la sociedad -sobre todo, los que idolatran el poder y el dinero-, creando una alianza, un corazón y un pueblo nuevos. Cambio que es nuestro compromiso de conversión desde esa justicia del reino proclamada por Jesús en el Sermón de la Montaña. Justicia radicalmente distinta de la que, desgraciadamente, tiene vigencia en el mundo, justicia que es esperanza de vida plena, de amor total y de verdad completa, basados en el triunfo de Cristo sobre los «infiernos» de la naturaleza humana, sobre el pecado como muerte y sobre los ídolos de este mundo.
Ya desde el Miércoles de Ceniza estuvimos haciendo todo un itinerario de conversión. En la primera lectura de ese miércoles el profeta Joel, con palabras fuertes y desafiantes, nos llamaba a volver al Señor, volver a lo esencial, a darnos vuelta para convertirnos.
Lectura de la profecía de Joel 2, 12-18
Ahora – oráculo del Señor convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos; y convertíos al Señor vuestro Dios, un Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor que se arrepiente del castigo.
¡Quién sabe si cambiará y se arrepentirá dejando tras de sí la bendición, ofrenda y liberación para el Señor, vuestro Dios!
Tocad la trompeta en Sión, proclamad un ayuno santo, convocad a la asamblea, reunid a la gente, santificad a la comunidad, llamad a los ancianos; congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo.
Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, servidores del Señor, y digan:
– «Ten compasión de tu pueblo, Señor no entregues tu heredad al oprobio, ni a las burlas de los pueblos».
¿Por qué van a decir las gentes:«Dónde está su Dios»?
Entonces se encendió el celo de Dios por su tierra y perdone a su pueblo.
Palabra de Dios.
Ahora en esta semana, la Mayor, lo único que importa es Jesucristo, ahora lo único que importa mirar es al Señor, mirar su misterio, mirar su ofrenda, mirar al Padre. Ya no importa lo que hicimos y lo que no hicimos. Es una fiesta del perdón, es una fiesta de la misericordia a la que estamos todos igualmente invitados; el que se esforzó y el que no se esforzó, porque de ahí va a brotar el perdón de Dios, el cambio y la conversión.
Empezamos esta Semana con la celebración del Domingo de Ramos, que vendría a ser como la puerta de entrada a la Semana Santa, como el pórtico que nos abre a este misterio central de nuestra fe. San Juan Crisóstomo decía ¿por qué llamamos a esta semana, Semana Mayor? ¿Es porque los días son más largos? no, ¿Es porque hay más días? no. Es por lo que obró el Señor en ella. Es por las cosas grandes que hizo el Señor. Por eso debemos centrar en Él todas nuestras miradas.
El Domingo de Ramos la Asamblea se reúne fuera de la Iglesia, fuera del Templo, como en otro tiempo se habían reunido los judíos para recibir a Jesús que llegaba a Jerusalén.
Es el nuevo pueblo de Dios que se congrega para recibir a su Rey y acompañarlo solemnemente en su entrada a Jerusalén, que en este caso es el Templo. El sacerdote en el atrio de la iglesia nos invita a acompañar al Señor, a subir con Él a Jerusalén. A continuación bendice los ramos que cada uno va a tener en sus manos, que es el signo con el cual vamos a aclamar a Cristo como Rey y, permaneciendo en el atrio, se lee el Evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén.
Tengamos presente que Jesús se iba acercando a Jerusalén de a poco y que antes de llegar, en Betania a 3 Km. de Jerusalén, Jesús había resucitado a Lázaro que es lo que va a desencadenar su muerte, ya que a partir de este milagro los judíos se desviven por acabar con Él. Como era el tiempo en que los judíos estaban por celebrar su Pascua llegaban a Jerusalén de todas partes, porque el Templo era el lugar de celebración. Era un momento de mucho movimiento de gente en Jerusalén y Jesús sube hacia ella sabiendo que era presentarse ante quienes lo buscaban para matarlo.
Jesús se dirige como un guerrero a combatir el buen combate y los discípulos van atrás, esos discípulos que a veces tienen miedo. Nosotros también somos invitados a seguirlo a Jerusalén “Sigamos al Señor” dice la liturgia, sigámoslo como discípulos a hacer la voluntad del Padre, acompañar a Jesús, tener sus mismos sentimientos y sus mismos deseos de hacer la voluntad del Padre.
Jesús va a Jerusalén para la fiesta de Pascua que rememoraba para los judíos su salida de Egipto, el éxodo, cuando a Moisés, después de todos los signos que hace ante el Faraón para convencerlo de que los dejara salir, Dios le manda que cada familia judía mate un cordero sin quebrarle ningún hueso y que con su sangre marquen el dintel de las puertas de sus casas para que esa noche, cuando pasara el ángel exterminador matando a todos los primogénitos, no matara a los de aquellas casas que estuvieran marcadas con la sangre del cordero.
La sangre de ese cordero que cada familia debía inmolar, protegía a esa familia. Era vida por vida, mataban al cordero y salvaban la vida del primogénito de esa familia. Es entonces cuando el Faraón autoriza la salida de ese pueblo judío, esclavo de los egipcios, que queda así liberado. Lo que salva es la sangre del cordero.
Jesús sube a Jerusalén como cordero en la fiesta de Pascua. Recordemos a San Juan Bautista que dijo “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y Jesús sube con la conciencia de que Él es el cordero que tiene que dar la vida para salvarnos de la muerte. Jesús sube como manso cordero hacia el Templo de Jerusalén, sin duda para llevarnos hacia el verdadero Templo, hacia la Jerusalén celestial. El Papa Benedicto XVI dice “hacia las alturas de Dios”, hacia la comunión con Dios, hacia el estar con Dios.
Jesús entra a Jerusalén como un rey humilde y en el texto del Evangelio que se proclama en el atrio de la iglesia leemos que Jesús envió a dos de sus discípulos diciéndoles:
«Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo; y si alguien les pregunta: «¿Por qué lo desatan?», respondan: «El Señor lo necesita». Los enviados partieron y encontraron todo como él les había dicho. Cuando desataron el asno, sus dueños les dijeron: «¿Por qué lo desatan?». Y ellos respondieron: «El Señor lo necesita». Luego llevaron el asno adonde estaba Jesús y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. Mientras él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino. Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que habían visto. Y decían:»¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!».
Jesús viene a cumplir la profecía de Zacarías que dice: “¡Grita de alegría, hija de Sion! ¡Exulta de gozo hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de una asna. Suprimirá los carros y los arcos de guerra y proclamará la paz a las naciones. Su dominio se extenderá de un mar hasta el otro” (Zac. 9: 9,10).
El pueblo reconoce en este Rey que viene montado en un asno, al Mesías, el pueblo lo reconoce como al que estaban esperando, a pesar de la humildad con que llega; se entusiasman y lo empiezan a aclamar gritando ¡Hosanna al Hijo de David! Es decir al que esperaban, al descendiente prometido a David (2 Sam 7: 2,16). ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, Hosanna en las alturas! En este “Bendito el que viene en nombre del Señor” los peregrinos reconocen en Jesús al enviado. Dentro de ese mundo de gente que va tras El, seguramente están todos los asistentes a la bendición de los ramos. Los que han dejado las cosas que tenían entre manos para estar en la celebración forman parte de esa muchedumbre porque también van tras Él.
La liturgia del Domingo de Ramos es muy impresionante porque es muy contrastante, en ella está como sintetizado todo el misterio Pascual. Así después de la bendición de los ramos y de la lectura del evangelio, comienza la procesión con los ramos aclamando a Jesús como victorioso, como rey y cantando se entra a la Iglesia para dar comienzo a la Misa. En ella la primer y segunda lecturas son, respectivamente, la del Servidor Sufriente (Is. 4:7) y la carta de San Pablo a los Filipenses (Flp2, 6-11), leyéndose luego toda la Pasión según el evangelista que corresponda al ciclo. Vemos entonces cómo la liturgia del domingo de Ramos incluye los dos polos del Misterio Pascual: rechazo y aceptación, sombra y luz, muerte y vida. De la alegría de la procesión, pasamos a la contemplación de la Pasión. Estos dos polos encuentran su expresión más completa y perfecta en el altar de la Eucaristía que al mismo tiempo que sacrificio, es banquete festivo de los hijos de Dios.
Después de haber aclamado el domingo de Ramos a Jesús en su entrada a Jerusalén nosotros, en la fe, también nos encontramos en la Ciudad Santa, estamos con Jesús en la Jerusalén para vivir junto a Él las últimas horas de su vida terrena. La segunda parte de la Semana Santa está constituida por el Triduo Pascual, que conmemora, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús desarrollados en tres días.
El jueves santo se encuentra en la encrucijada entre la Cuaresma y la Pascua. Es el día en que Cristo, en su cena de despedida antes de la muerte, instituyó la Eucaristía, dio la gran lección del humilde servicio lavando los pies a sus apóstoles, y les constituyó a ellos sacerdotes mediadores de su Palabra, de sus sacramentos y de su salvación. Es el último día de cuaresma y su misa vespertina da paso al Triduo Pascual, que es la preparación inmediata para la Pascua. Domina, pues, en este día el ambiente de preparación.
Todo en él se encamina a la Pascua. Así ocurrió el primer jueves santo, cuando el Señor envió a Pedro y a Juan para hacer preparativos: "Id y preparad para que comamos la pascua".
El jueves santo se celebran dos misas: la llamada misa crismal por la mañana, que tiene lugar únicamente en las catedrales, y la misa vespertina de la cena del Señor en las parroquias y casa religiosas.
La misa crismal incluye la consagración de los óleos que se usan para el bautismo y otros sacramentos, en su liturgia resalta el tema del sacerdocio y su institución por parte de Cristo.
La misa vespertina conmemora sobre todo la institución de la Eucaristía. Ambos temas están íntimamente relacionados entre sí, pero se los distingue con dos celebraciones.
En la tarde del Jueves Santo comienza el Triduo Pascual con la misa de la Cena del Señor. En ella apenas entra la procesión con el celebrante y sus acólitos, la primera antífona que se canta, sacada de Pablo, dice: “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo; en Él está nuestra salvación, nuestra vida y nuestra resurrección, por El hemos sido salvados y redimidos“.
La Iglesia de todos los textos del Evangelio que pudo elegir toma éste, el de la cruz. El Jueves Santo es un día de fiesta, de fiesta porque es el día de la vida, del sacerdocio, del mandamiento nuevo, de la Eucaristía, pero la antífona que se elige, aparentemente, no nombra el sacerdocio, no nombra la Eucaristía, no nombra el amor, nombra la cruz.
Porque en la cruz está todo, la cruz es la fuente del sacerdocio. La Eucaristía es la cruz, porque si ésta no hubiera existido no habría Eucaristía.
En este jueves, anterior al día de su Pasión, Jesús quiso establecer un sacramento de lo que iba a pasar el día siguiente, o sea que la Eucaristía es la cruz y ¿qué es la cruz? La cruz es el misterio de la vida entregada, es el amor. La vida entregada es el amor. Sabemos que el otro nos ama por su entrega, no solamente por las palabras. Las palabras pueden ayudar, pero sabemos que las palabras no alcanzan, la prueba del amor es el tiempo dado, la vida dada.
El Pan de Vida, la Eucaristía, es el memorial que hace presente la entrega de Cristo hasta el fin. Todas las veces que Jesús habla de la Eucaristía siempre es referido a la Vida. Y así leemos en Juan: El pan de Dios es el que baja del cielo para dar vida al mundo” Jn 6:33; “Yo soy el pan de la vida” Jn 6:35; “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna” Jn 6:40; “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” Jn 6:63. Están también las palabras de Pedro en ese mismo capítulo de Juan “Señor ¿a quién vamos a ir?. Tú tienes palabras de vida eterna” Jn 6:68.
Y las de Jesús en la oración Sacerdotal de esa última cena del Jueves Santo, cuando rezando al Padre, justo antes de entrar en la Pasión, dice: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú les has dado” Jn 17:1-2. Esta es la vida eterna, se nos da una vida para siempre, para la eternidad, pero es una eternidad que ya comienza hoy, nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: Dice San Ireneo de Lyon: «Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección».
También así lo expresa la Encíclica de Juan Pablo II sobre la Eucaristía: “Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54)… Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte»”.
Es absurdo pensar que Dios pueda crear al hombre solo para esta vida, el amor está hecho para perdurar. Dios tanto nos quiere y tanto nos ama que no quiere que esperemos a la vida eterna para vivir, Dios quiso darnos la vida y que empecemos ya, ahora, nuestra vida eterna. Cuando nosotros venimos a este mundo, nacemos primero en el pensamiento de Dios, Dios nos piensa y en el mismo pensamiento nos crea, nacemos de Dios, que es lo que dice Jesús. “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre” Jn 16:28. Nuestro origen está allá arriba, por eso las cosas no nos pueden saciar, porque tenemos un corazón hecho para Dios que es la Vida, entonces las cosas de esta vida, por más grandes que sean, por más felicidad que por momentos nos puedan proporcionar, no alcanzan para llenar un corazón que fue hecho con una capacidad de infinito.
El Jueves Santo nos habla de esa capacidad, por eso Jesús quiso hacerse Pan de Vida. Pan, algo tan cotidiano, tan nuestro, tan sencillo, el pan que lo comemos para vivir, el que cuando tenemos hambre lo comemos y nos sacia, ese pan es el signo que Jesús eligió para manifestar su permanencia, podría haber elegido cualquier otro signo, pero eligió el pan. Eligió la palabra y eligió el pan, la palabra porque es lo que llega adentro y el pan también, son las dos realidades que van dentro del hombre y que desde dentro nos dan la vida. El Pan de Vida colma esa capacidad de infinito que tiene el hombre.
Forma parte de la celebración de la misa vespertina del Jueves Santo el evangelio del lavatorio de los pies ¿Qué significa? En la época de Jesús existían los esclavos, eran los que hacían los trabajos de servidumbre, y la cosa más servil que tenía que hacer un esclavo era lavar los pies de su dueño. Que en esa sociedad Jesús se pusiera a lavar los pies de los discípulos es un signo muy rico en contenido. ¿Por qué Jesús quiso hacerlo y por qué la Iglesia el Jueves Santo, existiendo tantos textos que hablan de la Eucaristía, que hablan del amor, que hablan del sacerdocio, no los utiliza?
Mateo, Marcos y Lucas, los tres, narran la institución de la Eucaristía, y uno diría que el Jueves Santo es el día indicado para leer este Evangelio, pero no se lo lee, el que se lee es el Evangelio del lavatorio de los pies, que lo encontramos solo en Juan quien, por otra parte, no relata la institución de la Eucaristía.
Juan, el discípulo amado, el que permaneció al pie de la cruz hasta el final porque, podríamos decir, fue el que más entendió que la cruz era la expresión máxima del amor y porque entendió, permaneció, es el único que narra el lavatorio de los pies como la expresión de esa vida entregada.
Este Evangelio se lee el Jueves Santo porque en él Jesús nos muestra su amor hasta el fin. En él leemos que Jesús “…se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura”. Aquí hay que tener cuidado con la traducción, porque no es que se quita el manto y se queda con la túnica. El Señor ya se había quitado el manto, lo que el texto llama manto son en realidad sus vestiduras, Jesús se queda, de alguna manera, casi desnudo como estaban los esclavos. El matiz exacto de la traducción es Jesús que se había despojado de sus vestiduras, casi como se había despojado de su ser divino. El canto del capítulo 2 versículos 5 al 11 de la Carta a los Filipenses, es un paralelo de este texto, en él Pablo decía que Cristo, que era de condición divina, se anonadó a sí mismo tomando la condición de servidor. Se anonadó, se vació de sí mismo dice literalmente Pablo, se despojó de su condición divina.
Se quita la ropa y se ciñe una toalla, este trabajo era tan propio de los siervos esclavos que no se le podía pedir a un siervo judío que estaba exento de este servicio de lavar los pies, reservado a los esclavos. Jesús lo hace por propia iniciativa. Es ese amor que se abaja, desciende de plano y se arrodilla para lavar los pies, eso es lo que Jesús quiso demostrar. El, que era Dios, Señor de toda la tierra, se arrodilla a lavarnos los pies. El Papa Francisco comenta:
“Con este gesto Jesús nos dice: estoy delante de ti arrodillado a tu servicio” Francisco, 28/3/2013. Al servicio de los discípulos pero al servicio de cada uno de nosotros. Hoy el Señor está arrodillado para lavarnos los pies y exige, sobre todo, que dejemos que Él nos lave los pies y no es fácil dejar que nos lave, porque si lo dejamos debemos reconocer que tenemos algo para lavar.
El Papa Benedicto dice “el lavado de los pies es el perdón”, y eso es lo que quería significar. En la cruz Jesús derrama su sangre, entrega su vida y con esa vida entregada nos perdona totalmente. Metafóricamente el lavado de los pies significa esa purificación que Dios hace de nuestra vida, para que si algo se nos fue pegando a lo largo del año, porque vamos de Jueves Santo en Jueves Santo y llegamos sucios a la Semana Santa -llegamos con muchos deseos de Dios, de encarar la vida, de amar y de preferir a Dios sobre todas las cosas pero llegamos con los pies sucios-, entonces esa suciedad que se nos fue pegando hace sentir esa necesidad de purificación de todo lo que es pecado y de sus consecuencias, la tristeza, el cansancio, la falta de esperanza, que nos van tirando hacia abajo, y nos van haciendo caer en el pecado de no permitirnos esperar en el amor y la misericordia de Dios. De esa suciedad Jesús me viene a lavar, nos purifica.
Y Jesús cuando termina de lavar los pies dice: ”…también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. Si el lavatorio de los pies es el signo del perdón derramado en nuestras vidas, Jesús lo dice bien claro, “haced lo mismo” Y ¿qué es lavar los pies? Es darnos el amor, darnos el perdón. El perdón es también el amor hasta el fin, es hacer como si no existiera esa ofensa, esa herida, eso que me dificulta la relación con el otro, con el que tengo al lado, con el que no está tan cerca, con la sociedad, con la misma vida, con el mismo Dios.
Es el momento de lavar las cosas con el amor y con el perdón, porque el perdón que nos baja a nosotros nos deja limpios con la sangre de Cristo, es un lavado que a Cristo le costó la vida, entonces nosotros tenemos que perdonar, el perdonar de veras es un arrancar parte de nuestra vida, lo que muchas veces realmente cuesta, por eso lo del refrán popular “Errar es humano, perdonar es divino”. El perdón es divino porque el perdón de Dios es el perdón que olvida, el que hace como si nunca hubiera existido aquello que lo motiva
El Jueves Santo es, también, el poder “dejarnos lavar”, “dejarnos perdonar”. Recordemos la reacción de Pedro cuando dice: “No Señor, tú lavarme los pies a mí, jamás” y Jesús que le responde: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Nosotros tenemos que dejarnos lavar, porque a veces tenemos culpas que no terminamos de dejarle a Dios lavarlas. Dios lo único que quiere es el corazón abierto, recuerden las palabras de Pablo: “¡Déjense reconciliar con Dios!” 2Cor 5:20, solamente tenemos que dejarlo hacer a Dios, lo primero que tenemos que hacer es abrirnos para recibir ese amor de Dios.
¿Cómo nos purificamos? El Papa Benedicto decía que donde nosotros recibíamos ese baño, esa agua que nos purifica es en dos sacramentos que Jesús nos dejó, el Bautismo y por si después del Bautismos pecábamos, nos dejó el sacramento del perdón que es la misericordia más grande de Dios, es la expresión más grande de su amor. Cada vez que nos confesamos es como dejarnos lavar los pies y salir como nuevos. El ir al sacramento de la reconciliación es reconocer que sin Dios nada podemos, que necesitamos la fuerza de ese sacramento para empezar de nuevo.
Finalizados los oficios vespertinos, el Santísimo Sacramento se traslada del Sagrario al llamado "Altar de la reserva", separado del Templo, quedando el Sagrario abierto para que nos demos cuenta que el Señor no está. Igualmente, el altar es despojado de todo tipo de ornato.
La celebración comienza con un profundo silencio. Una de las cosas más imponentes de la liturgia de todos estos días, y en especial de la Vigilia Pascual, es que está cargada de signos, todos los gestos hablan, y el silencio es como un silencio cargado de palabras.
El sacerdote entra a la Iglesia colmada de feligreses sin ningún canto de entrada, sin órgano, en el más profundo silencio. El Jueves Santo al rezarse el Gloria de la Misa se tocan las campanas, las que desde ese momento se silencian hasta el Gloria de la Vigilia Pascual, que es cuando vuelven a sonar.
Los celebrantes entran revestidos con casulla roja, símbolo de la sangre del martirio, y al llegar al altar se postran tirándose al suelo boca abajo. Los feligreses acompañan arrodillándose, con una actitud interior de postración ¿Qué significa esta postración? Es el reconocimiento de la propia nada ante la majestad y el poder del amor de Dios, porque si algo se celebra el Viernes Santo es el amor del Padre que entrega al Hijo y el amor del Hijo que se entrega por nosotros. Es la celebración del amor de Dios, del poder de Dios, que es el amor. Es el signo de la Divinidad, de que Dios es Dios y ante Dios el hombre se postra. Ese gesto que hacemos ahí es, después, nuestra vida, que debe tener conciencia de que Dios es Dios y dejarle a Dios ser Dios. Que es El quien que debe conducir nuestra vida, que a Él le entregamos nuestra existencia.
El Viernes Santo comienza con esta postración, porque es el día que Jesús en la cruz da muerte a la muerte. Es el momento en que Jesús nos termina de revelar que es Dios. El triunfo del pecado de Adán y Eva, de la serpiente, de satanás, fue la muerte, y hasta ese momento, hasta el Viernes Santo, nadie había dado muerte a la muerte. Dar muerte a la muerte significa que con su resurrección Jesús vuelve a abrirnos las puertas de la eternidad haciéndonos ciudadanos del cielo. Es el paso de la muerte a la vida y de la esclavitud a la libertad, porque Cristo con su Resurrección nos ha dado la vida de la gracia. Por eso el Viernes Santo es el día en que Dios es más Dios que nunca, y eso es motivo de inmensa alegría para los cristianos. Después de un Viernes Santo no cabe en la vida la angustia, la desesperación, y si por ahí se nos mete, siempre hay una solución porque aun el peligro más grande, la tentación más grande, el pecado más grande que podamos tener, no está dicha la última palabra, porque siempre de ese pecado Dios nos va a levantar, porque ya se dio la resurrección. No es la última palabra la muerte.
En la Basílica de San Marcos, en Venecia, hay una imagen que presenta a Jesús Resucitado llevando en una mano una Cruz triunfal, de victoria, como trofeo, y con la otra está sacando al hombre, a Adán, del sepulcro, de la muerte. Jesús aparece pisando al demonio representado por una figura con cabeza de hombre pero medio animal y aunque el hombre está afuera del sepulcro, el demonio le está agarrando un pie, como para que no se le escape, y no obstante que ya está más del lado de Jesús, el hombre corre con el peligro de que la mano del demonio lo haga volver. Es una imagen reveladora porque el hombre es libre, estamos salvados pero podemos optar por el mal. El mal entra en el corazón del hombre, entra donde Dios no está, porque si Dios está el demonio no soporta su presencia, se va, por eso el hombre debe tratar de que Dios esté siempre en su corazón, su palabra, sus sacramentos, no dejar nunca que el demonio se instale en nosotros, ya que él lo va a intentar hasta el último momento de nuestra vida.
En la celebración del Viernes Santo, durante la Liturgia de la Palabra, se lee siempre la Pasión del Evangelio de Juan, después de su lectura viene la oración universal que ese viernes presenta un especial relieve: ¡Toda la humanidad es puesta a los pies de la cruz!
Seguidamente entramos en la segunda parte de la celebración con la adoración de la Santa Cruz.
El sacerdote va a la puerta de la Iglesia donde recibe la Cruz y desde allí se hace una procesión hasta el presbiterio. Cerca de la puerta de entrada, en el medio de la Iglesia, y antes de subir al presbiterio, el sacerdote alza la Cruz y canta: “Este es el árbol de la Cruz en que estuvo suspendido el Salvador del mundo”, a lo que todos responden: “Venid y adoremos al Señor”. Por último el celebrante, los ministros y todo el pueblo se acercan procesionalmente y adoran la Cruz. “Venid y adoremos al Señor”, ante la exhibición del poder del amor de Dios no nos queda más que callar y adorar.
El árbol que dio fruto de muerte es el del paraíso, el árbol de la manzana de Adán y Eva, ellos comieron y les entró la muerte, el pecado fue el orgullo, la soberbia, porque quisieron ser Dios y no creatura de Dios, hijos de Dios. Esa falta contra Dios solo la podía redimir Dios, ningún hombre podía redimirla, por eso el Padre manda al Hijo. Para redimir ese pecado Jesús tuvo que hacer el camino inverso, como el pecado fue la soberbia, Él tuvo que abajarse, por el camino de la humildad vencer a la soberbia. Esto es también la enseñanza que nos da la Pasión, la soberbia, que en mayor o menor dosis la tenemos todos, es el mal que entra en el corazón del hombre y se instala. La soberbia es la madre de todos los pecados, de ella viene al indiferencia, la envidia, la ambición. Todos los males nos vienen por la soberbia y todos los bienes nos vienen por la humildad. En nuestra vida la humildad es el camino de la redención, de vencer la soberbia del mundo y la de nuestro corazón.
Cuando Cristo en la Pasión cae por el peso de la cruz, los Padres de la Iglesia dicen que Jesús cae por el peso de la soberbia del hombre. Jesús carga nuestros pecados, nuestra soberbia, y al cargarla ésta lo derriba, pero Él se levanta porque vence la soberbia con la humildad. Cada día frente a nuestra soberbia, grande o pequeña, sepamos que la humildad y el servicio es lo que nos redime de ella, nos libera de ella.
A Cristo se le llama el Segundo Adán, porque es el Adán que nos devuelve la vida. Dios nos crea a su imagen y semejanza y el pecado desfiguró, afeó, esa imagen, no la borra porque por más pecadores que seamos, somos imagen de Dios, por eso ningún hombre merece ser matado ni ultrajado, porque el hombre es imagen de Dios, hay algo divino en él por más sucio y afeado que esté por el pecado, por eso nadie puede matar a nadie, porque el hombre es imagen de Dios. Los Padres de la Iglesia comentando el pasaje de que el hombre es imagen de Dios dicen que, como el pecado desdibujó esa imagen, Dios envió a su Hijo que se hizo hombre y tuvo el rostro humano para mostrarle al hombre a imagen de quien había sido creado. Ese es nuestro camino, para nosotros la imagen de Cristo es vivir como Él vivió con los sentimientos de Cristo, a medida que nosotros vamos siendo más humildes, más pacientes, más bondadosos, más caritativos, vamos recuperando esa imagen que estaba desfigurada.
Concluye la Celebración de la Pasión con el rito de la Comunión que es su tercera parte.
La oración después de la comunión seguida por otra de bendición marca la finalización. La liturgia del Viernes Santo termina así, sin despedida ni canto final. El pueblo se retira en silencio. El altar queda desnudo, el sagrario vacío, el presbiterio sin flores ni ornamentos de ninguna clase. Es el día en que la Iglesia presenta un aspecto extremadamente austero. Nada distrae nuestra atención del altar y la cruz. La Iglesia permanece vigilante junto a la cruz del Señor.
El Triduo Pascual culmina con la Vigilia Pascual, aquella a la que San Agustín llama “la madre de todas las vigilias”.
La noche más clara que el día, la noche más santa de todo el año, la noche en que surge la vida y es vencida la muerte. Cuando entramos en la Vigilia Pascual lo primero que sabemos es que vamos a vivir el misterio de la Resurrección de Cristo. ¿Qué significa resucitar? La palabra resucitar viene del latín, significa volverse a levantar, restablecerse, ponerse otra vez de pie. Se usa para significar algo que estuvo totalmente destruido que se vuelve a levantar, literalmente salir de las ruinas. De ahí también renacer, volver a nacer, volver a comenzar, volver a vivir.
Todo esto es resucitar y todo esto es lo que nos pasa a nosotros esa noche. El primero en ponerse de pie, en resucitar es Jesucristo, el resucita primero para ponernos después de pie a nosotros. El misterio de la resurrección es el más grande de nuestra fe. Para el cristiano la resurrección de Cristo nos dice que la muerte no es la última palabra.
Estamos hechos para la vida, Dios nos creó para la vida, por eso Cristo nos resucitó y nos resucita para la vida verdadera y feliz, esa vida que nunca acaba.
Cristo al resucitar no vuelve a la misma vida que tenía antes, no reanuda lo que la muerte interrumpió. Esa fue la resurrección de Lázaro. Pero la de Lázaro, aun siendo importante, no resuelve el problema de la muerte porque el hombre sigue encadenado al tiempo y a la fugacidad, ya que Lázaro habrá de terminar muriendo. Esa resurrección no es más que un retraso o suspensión de los efectos de la muerte.
Cuando hablamos de la resurrección de Cristo hablamos de mucho más. Jesús, al resucitar, no da un paso atrás, sino un paso adelante. No es que regrese a la vida de antes, es que entra en la vida total. No cruza hacia atrás el umbral de la muerte, sino que da un vertiginoso salto hacia adelante, penetra en la eternidad, no reingresa en el tiempo, entra allí donde no hay tiempo. Si la forma de resurrección de Lázaro es un milagro, esta segunda es además un misterio, si la primera resulta en definitiva comprensible, la segunda se vuelve inalcanzable para la inteligencia humana.
Jesús tras su Resurrección no “vuelve a estar vivo”, sino que se convierte en “el que ya no puede morir”. No es que regrese por la puerta por la que salió, es que encuentra y descubre una nueva puerta por la que se escapa hacia las praderas de la vida eterna. Su resurrección no aporta, pues, un “trozo” más a la vida humana, descubre una nueva vida y, con ello, trastorna nuestro sentido de la vida al mostrarnos una que no está limitada por la muerte.
Pero no se trata de una nueva vida en sentido solo espiritual. Jesús entra, por su resurrección, en esta nueva vida con toda la plenitud de su ser, en cuerpo y alma, entero. Y quien resucita es Él y no es Él. Es Él porque no se trata de una persona distinta, y no es Él, porque el resucitado inaugura una humanidad nueva, no atada ya a la muerte. Como ha escrito un poeta, al resucitar “todos creyeron que Él había vuelto. Pero no era Él sino más”.
La resurrección de Cristo no termina en Él sino que realiza la salvación para el resto de la humanidad. San Pablo presenta su triunfo como una “primicia” puesto que por un hombre ha venido la resurrección de los muertos (1 Cor 15:20,23) y en Cristo serán llevados todos los hombres a esa Vida que Él inauguró. La resurrección de Jesús no sólo representa las demás resurrecciones sino que las precede, las inaugura. Porque la resurrección de Jesús no termina en Él. Jesús realiza en su resurrección la humanidad nueva. La realiza y la inicia. Porque sigue resucitando en cada hombre que al incorporarse a esa resurrección, entra a formar parte de esa humanidad nueva que no vencerá la muerte.
Por todo ello la resurrección de Jesús es el centro vivo de nuestra fe. Porque ilumina y da sentido a toda la vida de Cristo. Hablar de su triunfo sobre la muerte es hablar de “nuestra” resurrección. Es dar la única respuesta al problema de la vida y de la muerte de los hombres.
La resurrección es lo que a nosotros nos define como cristianos. Somos cristianos porque creemos en la resurrección de Jesús. San Pablo va a decir “Si Jesús no resucitó nuestra fe es vana, seríamos los hombres más dignos de lástima”. Creer que la vida no acaba, que hay una vida plena después de la muerte, eso es lo que a nosotros nos caracteriza y por eso nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
La resurrección de Jesús nos involucra a todos, nuestra vida cambia, todos quedamos envueltos en esta victoria sobre la muerte. La resurrección de Jesús que celebramos en Pascua, es lo que abre a la humanidad un destino completamente distinto, un modo de existir nuevo, Jesús resucita un nuevo modo de vida, una creación nueva.
La liturgia de la Vigilia Pascual, llena de signos, nos va conduciendo a ese misterio de la vida nueva, está toda orientada a ese momento del renacimiento, de la vida nueva. Su celebración se divide en cuatro partes, hay primero una liturgia de la Luz, después una liturgia de la Palabra, en tercer lugar la liturgia Bautismal y por último la liturgia Eucarística, las cuatro están orientadas a la resurrección, a la vida nueva.
Comencemos viendo la liturgia de la luz.
La celebración comienza con un fuego nuevo que se hace fuera del Templo y que el celebrante bendice.
Este fuego es imagen de Dios, como es la zarza ardiente de Moisés o la columna de fuego que acompañaba de noche, en el éxodo, al pueblo judío. Con ese fuego nuevo el celebrante enciende el Cirio Pascual que viene siendo el elemento más importante de la Liturgia de la Luz y que simboliza a Cristo con su luz venciendo la oscuridad y la muerte. Noten que no se prende el Cirio con un fósforo, lo cual parecería más sencillo, sino con el fuego nuevo. El sentido es que todo en esa noche es nuevo, el fuego es nuevo, es como que Dios volviera a crear, volviéramos al Génesis y nos diera una nueva oportunidad a todos para empezar de nuevo.
Sobre el Cirio el sacerdote previamente graba con un punzón una cruz en cuyo extremo superior marcó la letra Alfa y en el inferior la letra Omega y en los ángulos que forman los brazos de la cruz, el año en curso.
Una vez que el sacerdote encendió el Cirio va ante la puerta del Templo, lo levanta y canta “La luz de Cristo”, a lo que todos responden “Demos gracias a Dios”, y se entra al Templo en procesión, el Cirio delante y todos detrás de él.
Ese es el sentido y eso es nuestra vida, lo que hacemos en esta liturgia de la Vigilia Pascual es lo que sucede en toda vida humana, es la luz que se nos da en el Bautismo, nuestros padrinos por nosotros encendieron una luz, nos la dieron y fuimos en la vida tras esa luz, tenue a veces, a veces parecía apagarse, por ahí volvía a prenderse, pero es una luz que siempre estuvo -porque nadie nos puede sacar el Bautismo- hasta que lleguemos a la luz eterna. Este es el sentido de caminar tras el Cirio Pascual
Una vez dentro del Templo y en la oscuridad, al llegar al medio y luego delante del altar mirando al pueblo, el sacerdote levanta el Cirio y vuelve a repetir “La luz de Cristo” y todos a responder “Demos gracias a Dios”.
Llegado al presbiterio, el sacerdote coloca el Cirio en un candelabro preciosamente adornado con flores –recordemos que el Cirio es el símbolo de Cristo-, mientras que los acólitos han ido encendiendo las velas que tenían los feligreses con la luz que sacaron previamente del Cirio Pascual, significando que la luz que recibimos es la luz de Cristo, es la luz de la resurrección que viene a purificar todo eso que sucede dentro nuestro. Ya con el Cirio en el candelabro, se encienden todas las luces del Templo y el sacerdote canta el bellísimo Pregón Pascual, que es el himno a Cristo Luz.
A continuación, ya apagadas las velas de los feligreses, sigue la larga Liturgia de la Palabra que constituye la segunda parte de esta celebración. Hay siete primeras lecturas tomadas del Antiguo Testamento, una segunda lectura de San Pablo y el Evangelio de la Resurrección. Estas lecturas son muy importantes y hay dos que son optativas, cinco son obligatorias. Después de cada lectura se canta un salmo y luego el sacerdote reza una oración en la que pide algo, esta oración nos ayuda a darnos cuenta porque fue elegida esa lectura. Cuando se proclama la palabra de Dios no es que la leemos solamente o recordamos lo que pasó, es hacer presente aquella gracia, la gracia que fue en la Vigilia de aquella primer noche que cambió el mundo. El canto del Gloria y, sobre todo, del Aleluya, ha de tener esta noche un talante especial
La Liturgia Bautismal, o tercera parte de la celebración, se inicia con la recitación de las Letanías de los Santos que nos recuerda la comunión de intercesión que existe entre toda la familia de Dios. Seguidamente el sacerdote bendice el agua y procede, de haber catecúmenos, a su bautismo y confirmación. Tenga o no lugar el rito bautismal, a continuación se nos da a todos la oportunidad de renovar y consolidar nuestro compromiso bautismal. Es uno de los momentos cumbre de la celebración pascual, para el que veníamos preparándonos a lo largo de toda la cuaresma. Todos los presentes se ponen en pie con sus velas encendidas y, a invitación del sacerdote, renuevan su profesión de fe bautismal. En primer lugar renuncian a satanás, a sus obras y a sus promesas engañosas. Luego profesan su fe en los artículos del Credo. Este rito de renovación fortalece la unión de la comunidad. Todos nosotros: sacerdotes, religiosos y laicos, estamos unidos en la profesión de una misma fe; formamos el pueblo de Dios; somos los fieles de Dios, es decir, el pueblo establecido en la profesión de la fe bautismal Terminando esta parte de la celebración el sacerdote asperja al pueblo con el agua bendita, como un recuerdo del propio Bautismo.
La celebración de la Vigilia Pascual termina con la Liturgia de la Eucaristía, momento cumbre de la vigilia, que es llevada a cabo de la manera acostumbrada. Una vez terminada la misa, en muchos sitios se saluda a la Virgen con el rezo del Regina Coeli.
Quiero finalizar esta charla dejándoles un texto del Cardenal Pironio
“Si Cristo resucitó todo se ilumina en nuestra vida,
habrá en nosotros una alegría desbordante y contagiosa,
habrá una paz profunda, inquebrantable,
habrá una esperanza firmísima e inconmovible.
Porque Cristo resucitó, todo cambia en la faz del mundo,
porque Cristo resucitó, algo tiene que cambiar en nuestra vida.
Si Cristo resucitó, mi vida no puede ser igual,
no puede ser que nosotros celebremos otra Pascua de Jesús
y el mundo siga rodando en su tristeza,
en su insensibilidad, en su desesperanza,
no podemos hacer como si nada hubiera sucedido,
como si nada hubiera ocurrido en el mundo”.
“Que la Virgen de la Pascua, Nuestra Señora,
ella que recibió en su interior la luz que la hizo feliz,
ella que la guardó y la comunicó a los hombres para que fueran salvados,
nos meta en su corazón y nos haga vivir la Vigilia más feliz,
la más luminosa, la más fecunda de toda nuestra vida. Que así sea”.